Полная версия
Sangre Pirata
El portugués sonrío, pero sin alegría. «Me estás hablando de brujería, ¿Bennet?»
«Exactamente» contestó él, muy convencido.
«No lo puedo creer» comentó Johnny.
«Deberías.» Avery tenía una mirada emocionada y casi exaltada. «Y dado que nadie lo había pensado antes, elegí que debemos desenterrar el cadáver. Por eso llegué tarde. Estaba en el cementerio.»
El portugués se hizo la seña de la cruz. «¡Tú estás loco, Bennet Avery! Hablo en serio.»
«Gracias» replicó el anciano, moviendo su interés sobre Johnny. En el mirarlo, Avery sonreía como un halcón. «Y creo de haber encontrado a otro loco, que me pueda ayudar a desenterrar el cuerpo de Wynne. Un par de brazos robustos serán muy útiles a la causa.»
***
A la base de las murallas de Fort Charles, una figura se movía sigilosamente. Sobre su espalda era visible el bulto de un saco. Siguiendo el perímetro de la fortaleza, dio la vuelta a un primer bastión, después a otro y a otro, hasta encontrarse en la ladera que caía sobre el mar. Se deslizó cautelosamente en la parte de la playa que se encontraba entre los arrecifes y el muro de la ciudad.
Dio unos pasos y luego se detuvo.
Unas voces se escuchaban arriba de él, inesperadas.
Miró hacia arriba y vio a los soldados de la patrulla en su vuelta de ronda. Esperó que se alejaran. Luego se movió hasta alcanzar la primera batería de los cañones. Salían como si fueran postes de bronce sobre la superficie de piedra, alisada por las constantes tormentas que venían desde el sur. Escalar con las manos desnudas habría sido imposible. Afortunadamente, había preparado una cuerda robusta, cuyo extremo terminaba con un gancho. Abrió el saco: inmediatamente sacó la cuerda.
Habían pasado veinte días desde su llegada a Port Royal. El pequeño bote utilizado para desembarcar no había sido tomado en cuenta y había sido suficiente sobornar al oficial local para asegurarse un pequeño muelle lejos de los ojos indiscretos. Antes de partir para esa misión, el capitán había sido muy claro: tenía que averiguar cualquier información sobre Wynne. Y él lo había conseguido. La ejecución del pirata le había permitido no sólo completar la tarea, sino también estudiar las defensas de la fortaleza.
Hizo girar la cuerda y lanzó el gancho hacia la parte más alta de la pared. El metal golpeó la piedra, y un tintineo débil llegó a su oído. Dio un golpecito a la cuerda. El gancho cayó al suelo. Maldijo en silencio, deteniéndose para escuchar. Ningún ruido, nada que hiciera entender que alguien lo había escuchado.
Lanzó la cuerda por una segunda vez, observando la trayectoria sobre las paredes. Una vez más tiró y en este caso tuvo que moverse para no ser golpeado por la pieza que se cayó nuevamente.
“Me estoy tardando demasiado” pensó enojado. “Tengo que quedarme tranquilo… y darme prisa.”
Miró hacia el mar abierto. La oscuridad de la noche se confundía con el color negro de las aguas profundas. Sabía que allí, en algún lugar, el barco lo estaba esperando. Probablemente el capitán lo estaba observando en ese preciso momento. Se lo podía imaginar parado en el suelo de popa, con el catalejo abierto y una sonrisa irónica impresa en su rostro.
Eligió hacer un tercer intento y esta vez el gancho se atascó como debía. Unos momentos después oyó el parloteo de una segunda patrulla que avanzaba. Detuvo la respiración, esperando que los soldados no notaran la pieza de hierro puntiaguda insertada entre las piedras. Los vio alejarse como si nada. Entonces empezó a escalar. No fue una tarea fácil. La bolsa detrás de su espalda era muy pesada y dificultaba aún más la subida. Tuvo que ayudarse con los cañones que encontraba a lo largo de la subida, como si estuviera escalando entre las ramas de un árbol. Alcanzó el parapeto, se escondió y recuperó la cuerda.
El fuerte Charles estaba inmerso en el silencio, excepto por el platicar tranquilo de algunas guardias. Viendo como actuaban parecía que algunos de ellos estaban borrachos, mientras que las cabañas alrededor de la plaza central no mostraban signos de movimiento.
En silencio, envuelto en la oscuridad, se deslizó más allá de los almenajes. En la primera terraza los cañones apuntaban silenciosos hacia el mar abierto. Recordaba perfectamente que abajo de él se habían erigido tres pasadizos, cada uno con su propia batería lista para disparar. Y aún más abajo se encontraba el polvorín.
Lo había notado durante la ejecución. Un par de soldados hacían la guardia a la cabaña con aire de tranquilidad. Luego, durante la confusión causada por la horrible muerte del pirata, había logrado acercarse: una de los guardias había abierto la puerta y él había visto unos cincuenta barriles llenos de pólvora. Incluso en esto, los británicos habrían hecho su trabajo más sencillo: haciéndolo explotar, la explosión habría destruido las terrazas, dañando los cañones.
“Increíblemente sencillo” pensó.
Avanzó, escondido por la familiaridad de las sombras. Se concedió algunas cortas paradas, sólo para evitar que alguien lo pudiera ver acercándose. Finalmente logró bajar las escaleras que lo llevaron hasta el patio.
No había guardias por ningún lado.
«A lo mejor estarán adentro» murmulló entre sí. Alcanzó el cobertizo y apoyó una oreja a la puerta. Un profundo ronquido salía desde su interior. Sin entrar en pánico, saco la daga que tenía dentro de la bota y entró.
El interior estaba cubierto con placas de metal, una protección que servía para evitar accidentes. Iluminaba toda la habitación solamente un pequeño farol colgando del techo con un clavo curvo. Los barriles eran cuidadosamente ordenados en ambos lados. En la parte inferior, un soldado estaba durmiendo profundamente.
Caminó sobre la punta de los pies para no hacer ruido. Fue muy rápido, con una mano le tapó la boca mientras con la otra le clavaba la daga en la garganta. La víctima abrió los ojos y comenzó a patear. La hoja penetró aún más profundamente, cortando la tráquea y la laringe. Entonces encontró algo duro, tal vez un hueso. El guardia emitió un solo sonido gorjeante. Finalmente inclinó la cabeza hacia un lado.
«Excelente» dijo, sacando la daga. Rápidamente la limpió sobre la chaqueta y empezó a controlar la bolsa que tenía sobre su espalda. Extrajo diez velas de dinamitas que estaban amarradas entre sí con una mecha larga y sutil. Las puso cuidadosamente en el suelo. Sonrió.
En el resplandor de la lámpara, dos dientes de oro brillaron malvadamente.
***
Johnny se sorprendió al descubrir que Avery tenía la intención de terminar el trabajo esa misma noche. Bartolomeu había tratado de hacerlo razonar, sin éxito.
«Ahora tenemos tiempo» comentó el anciano, oyendo un trueno estallar a la distancia, seguido por otro y por el ruido de la lluvia. «No encontraremos a nadie que nos moleste. Y el suelo será más suave y fácil de cavar.»
Así que decidieron salirse.
El portugués habría cubierto al muchacho hasta su regreso; si Anne hubiera sospechado algo, eso sería una tragedia.
«Con cuidado» susurró. «Por el amor de Dios.»
Como había anticipado al anciano, no encontraron a nadie. Johnny estaba contento. La idea de ser descubierto allí lo ponía nervioso.
Cruzaron una serie de casas hasta recorrer un camino aislado. El último ramo de esa carretera giraba de repente a la izquierda; al otro lado se veía el cementerio, además de un torrente donde se encontraba un puente.
«Es el momento de la verdad» dijo Avery empezó a caminar sobre el pequeño puente. «¡Date prisa! Tenemos un trabajo que completar.»
Un portón de hierro se encontraba frente a ellos, delimitando los límites del cementerio. La puerta había sido arrancada, así que entraron sin dificultad. Toscas cruces de madera estaban agrupadas a lo largo de un camino que se extendía hasta llegar a una capilla, construida con esa forma tan austera por la cual los colonos eran famosos.
Avery indicó la construcción. «Tenemos que entrar allí.»
«Los piratas son arrojados en fosas comunes» observó en voz baja el muchacho.
«Tienes razón, pero antes tengo que hacer algo.»
Llegaron al pequeño templo. Un grabado en latín se encontraba por encima de la entrada. Johnny se detuvo por un momento, cubriéndose la frente de la lluvia y tratando de entender lo que estaba escrito. Fue interrumpido por el anciano, que lo invitó a que lo siguiera. La puerta hizo un ruido infernal y la oscuridad en la cual estaban avanzando era total. Después de un tiempo una llama rompió la oscuridad.
«Agarra eso, mocoso.» Avery le pasó una antorcha. Guardó su encendedor y su pedernal y se agachó detrás de algunos ataúdes apilados uno sobre el otro. Sacó un paño de terciopelo. «Traje todas las herramientas para cavar. Yo sabía que aquí estarían a salvo.»
Johnny vio dos palas salir de dentro la toalla.
«El verdadero problema será encontrar la tumba del pirata» comentó.
«No te preocupes. El gobernador ordenó que el cadáver fuera colocado en una sola tumba. La encontré casi de inmediato.»
«No lo creía tan bondadoso.»
El otro movió la cabeza y se cargó el pesado material sobre sus hombros. «Lo hizo para mostrar misericordia después de lo que pasó. Además quiso protegerse a sí mismo. En realidad no es por nada magnánimo.»
Cuando salieron, se dirigieron hacia el grupo escaso de árboles que crecían cerca de la capilla. El aire parecía hecho de plomo mientras caminaban entre las intrincadas ramas y raíces; era un aire pesado, lleno de obscuros presagios. Después de un poco, el suelo bajaba suavemente y la vegetación desapareció. Las cruces habían desaparecido, dejando el lugar a lápidas sencillas plantadas en el suelo.
«¡Allí está!» Avery se detuvo de repente, señalando a un montículo a pocos metros de distancia de ellos.
Sin perder más tiempo en conversaciones empezaron a trabajar. El trabajo era incómodo; la tierra era un fango frío y granular, tanto que estaban sumergidos en el lodo hasta los tobillos. La excavación tomó mucho tiempo. Hubo un momento donde Avery tuvo que parar. Batallaba en respirar.
«Síguele tu» dijo, sentándose en el borde lodoso de la fosa.
El muchacho continuó. Más hundía la pala, más sentía los latidos de su corazón acelerar. Varios minutos después también comenzaron a dolerle las manos. Trató de no rendirse. La absurda exaltación que estaba probando lo empujaba a continuar. Luego, de repente, se detuvo. La pala ya no estaba sacando más tierra. Producía un sonido chispeante, como garras que rascan bajo el suelo. La imagen lo llenó de miedo: ¿y si el cadáver se hubiera salido de la fosa para arrastrarlo con él?
«Desde ahora yo me encargo» anunció de forma providencial Avery. Desde su bolsa hizo aparecer una herramienta parecida a una cuchilla metálica. Una de sus extremidades era puntiaguda y ligeramente curva.
Johnny, aliviado, se salió de la fosa, y se sentó en el borde, al lado de la antorcha plantada allí cerca para dar luz: la madera humedecida iba a quemar todavía por poco tiempo. Tenían que darse prisa.
El anciano bajó, con cuidado de no resbalarse. Al llegar al fondo, movió otro poquito el suelo, del cual aparecieron los toscos ejes del cofre. Se inclinó, estudiando el espesor con la punta del índice. Parecía que estaba estudiando la situación, o tal vez, estaba rindiendo homenaje a Wynne. Cuando pareció satisfecho, alargó las piernas, plantó las botas sobre ambos lados del sepulterío y clavó la punta del pestillo entre las tablas. Empezó a quitarlas. El estallido de la madera era tremendo: recordaba el ruido de huesos rotos. La cubierta se quitó gradualmente hasta cuando ya se pudo entrever el cadáver.
Estaba rígido, apoyado en el féretro, con los brazos apretados contra los lados y el cuello torcido. El largo y manchado pelo estaba sucio de lodo y le cubría una parte de su rostro. La piel estaba tirada como papel viejo, músculos y tendones se podían notar debajo de ella. Sus dedos eran como verdaderas garras.
Cuando los vio, Johnny sintió un renovado sentimiento de terror. Eran los mismos que creía oír mientras cavaba. Todavía estaba pensando en ese ruido cuando se vio obligado a girar la cabeza al otro lado. Un hedor insoportable lo atacó, el inconfundible rastro ácido de la putrefacción. Se forzó a no vomitar: tenía el intestino en agitación, como si alguien lo estuviera meneando con un palo.
Avery también sobresaltó. Levantó la chaqueta para cubrirse la cara.
«¿Cómo te va, mi estimado?» preguntó directo a Wynne. La voz salió nasal, casi divertida en ese contexto.
En respuesta, la mandíbula del pirata comenzó a moverse a través de la confusa masa de pelo, casi como si se estuviera esforzando por hablar.
Johnny abrió bien los ojos. “Oh, ¡Dios mío! Todavía está vivo…”
Desde la boca no salió ninguna palabra, sino una rata. Antes vieron la cola, luego la mandíbula se abrió en gran bostezo y la bestia dio un paso atrás con sus patas. Retrocedió de unos pocos pasos, sin preocuparse de los humanos. Movió sus pequeños ojos negros, obviamente aturdido por la molestia de haber tenido que abandonar la guarida, para luego desaparecer en un agujero que se encontraba en el fondo del ataúd, donde la madera estaba podrida.
El anciano se quedó tranquilo. Johnny, al contrario, estaba muy agitado y preocupado.
«¿Qué hacemos?» preguntó. El palito dentro de su abdomen se había convertido en una viga. Tenía miedo de que Avery le ordenara que volviera adentro de la fosa.
Al contrario, él se quedó en silencio, pasando una mano sobre su mentón áspero, pensando. Los mechones de pelo gris caían a los lados de la cabeza y los arroyuelos de lluvia se deslizaban a lo largo del cráneo pelado.
«Pásame la antorcha, antes de que se apague» ordenó de repente al muchacho.
Johnny hizo lo que le pidió el anciano. Vio a Avery agarrar el cabello del muerto y arrancarlo con furor, su cabeza cambió de angulación y, aunque el cuello no se había roto, envió una serie de sonidos crujientes. Su rostro seguía sonriendo, la boca abierta y distorsionada, de donde había salido el ratón, era reducida a un pozo sin fondo. La ausencia de la lengua le permitía al roedor poder quedarse adentro de su boca sin ningún problema. Todavía había rastros de sangre seca alrededor de los labios.
«¡Ven aquí!» le dijo Avery. Sumergió la antorcha en el suelo. La luz amarillenta y agonizante proyectaba su sombra contra un lado de la fosa, estrechándola en una forma de medialuna.
Sin mucho entusiasmo, Johnny volvió a bajar. Por un momento perdió de vista el cadáver: Avery se había inclinado tanto que le cubría la vista. Parecía que estaba manipulando algo. Finalmente, soltó el cuerpo y Wynne cayó pesadamente en el ataúd.
«¿Entonces?» preguntó el joven.
El anciano se volvió para mirarlo, con la palma de la mano abierta y temblorosa. Entre sus dedos todavía tenía algunas partes del pelo grasiento de Wynne. El ojo artificial del pirata se destacaba sobre la piel de la mano muy arrugada de Avery. Era una esfera casi perfecta, a excepción de un ligero corte en un lado. Parecía mirarlo con un odio encadenado.
Luego movió la palma de la mano cerca de la antorcha, de modo que la luz se filtrara a través de ella. Un resplandor verdoso brillaba dentro del bulbo ocular. Si antes parecía una llama sutil, bajo el calor de la llama ahora estalló como un pequeño sol incandescente.
«Oh, ¡Dios mío!» exclamó Johnny, la boca abierta por el asombro.
«Ya ves, ¿ahora me crees?» Dijo Avery. Luego movió los labios, continuando a hablar, pero el muchacho no escuchó el resto de la oración.
Sin ningún previo aviso, un estruendo ensordecedor explotó cerca de la bahía, seguido de una columna de fuego, que se elevó en el cielo como el tentáculo gigante de un calamar. Y casi de inmediato se empezaron a escuchar terribles gritos de dolor.
CAPÍTULO CUATRO
BARBANEGRA
Cuando se escuchó la detonación, Rogers estaba dormido. Después de reunirse con el gobernador, había pasado el resto de la noche encerrado en su cabina. Se había acostado sobre su catre, intentando seguir el hipnótico balanceo de la linterna que colgaba sobre su cabeza, movida por la resaca que hacia ondear al barco. Lentamente se había quedado dormido, gracias también al ruido de la lluvia contra los vidrios de las ventanas. Cuando el estruendo lo despertó, abrió los ojos y se levantó rápidamente, justo en tiempo para ver la puerta de su cabina que se estaba abriendo.
Husani estaba a la entrada, casi no podía respirar.
«¡Mi capitán!» exclamó, todo sudado. «¡Nos están atacando!»
«¿Nos están atacando?» repitió él.
«Apareció una embarcación, en alta mar. Luego escuchamos un estruendo desde Fort Charles. Hay llamas en todas partes.»
«¿Qué tipo de embarcación?»
El gigante negro tuvo un momento de indecisión. «Velas negras, mi capitán. No estoy totalmente seguro… pero parece…»
«¡Habla!» gritó el corsario, mientras se arreglaba como mejor podía la camisa adentro de las mallas. «¿Quieres hacerme perder más tiempo?»
A pesar de la notable diferencia física entre los dos, Husani dio unos pasos por atrás, aparentemente asustado por esa reacción brutal y repentina. «Bueno… tengo miedo que pueda ser… el Queen Anne’s Revenge.»
Como si tuviera al diablo en los talones, Rogers agarró las botas y salió corriendo descalzo afuera de la cabina. Salió al puente, el resto de la tripulación estaba corriendo por todos lados como tantas hormigas enloquecidas. O’Hara se le acercó y trató de preguntarle qué estaba sucediendo. Él lo ignoró: se inclinó hacia afuera, en la parte del barco que daba frente a la ensenada.
Lo que vio lo dejó congelado.
Desde Fort Charles salía un denso, humo aceitoso. La pared sur estaba totalmente envuelta en llamas y amenazaba con colapsar. Los cañones eran inutilizables, destruidos o inútiles, ardientes a causa del fuego que los envolvía. También la torre estaba empezando a ser envuelta por las llamas.
«¡Capitán!» Alguien indicó algo que se encontraba lejos. «¡Mire allá!»
Rogers volvió la mirada y sobresaltó. A pesar del mal tiempo, sobre la superficie negra del mar se podía ver claramente un barco que se movía como una sombra entre las sombras. Parecía inmóvil, no había ninguna linterna encendida que permitiera ver alguna maniobra. La única fuente de luz provenía del resplandor pálido de la luna y desde los cañones posicionados entre el puente de cubierta y los que estaban más abajo. No necesitaba contarlos: sabía que la Queen Anne’s Revenge tenía unos cuarenta por lado. Una cifra impresionante, en comparación con la mitad que poseía la Delicia.
«Teach» dijo, haciendo una sonrisa sarcástica y llevando su mano hasta la mejilla desfigurada.
Se escucharon otras explosiones.
En el viento, las bolas de cañón silbaban, detonando cerca de la costa. Algunas terminaron en el agua, elevando grandes salpicaduras en el cielo. Luego vino un fugaz silencio, después una segunda lluvia de balas de cañón cayó esta vez cerca de la fortaleza.
“Están arreglando el tiro” pensó Rogers.
«¡Adelante!» gritó después. «Tráeme el catalejo.»
Detrás de él apareció un marinero, llevando el instrumento con él. Se lo arrancó de las manos y comenzó a mirar hacia el horizonte. De no haber sido por los cañones, podría pensar que el barco estaba desierto. En el puente vio figuras diminutas que aparecían y desaparecían como fantasmas, siguiendo el relámpago. Buscó tanto en popa como en proa. No había rastro de Barbanegra. Una duda lo atacó. Giró el telescopio hacia abajo y vio varias líneas en el agua, una señal del paso de algunas chalupas.
Y allí estaban mientras viajaban en silencio, dirigiéndose al este del fuerte, donde la costa era baja y arenosa y más cercana a la ciudad.
«Bajen los botes» ordenó, corriendo a babor. «¡Con prisa, malditos idiotas!»
Una bola llegó muy cerca a la Delicia, estrellándose contra una pared rocosa cercana. Se extendió un polvo alrededor y el mismo aire pareció vibrar.
“Se están moviendo” pensó con horror Rogers. “Quieren bloquear la bahía y hacer fuego sobre la dársena.”
«Cuáles son las ordenes, ¡mi capitán!» gritó un marinero.
«Bajen las chalupas, les dije» insistió él.
«Nos están disparando» contestó el otro.
«Aquí estaremos más seguros.» Rogers no estaba acostumbrado a tener miedo, pero en ese momento tuvo que aceptarlo. «Si saliéramos al mar, nos harían pedazos. La entrada es demasiado estrecha para realizar maniobras evasivas.»
Inmediatamente un gran caos comenzó a animar el barco. Las chalupas se deslizaron fuera de la borda. El corsario se puso sus botas y subió al frente, continuando dando órdenes por todas partes. O’Hara estaba con él.
«Escúchame» dijo hablando con Husani, que se había quedado sobre el puente, «afloja las velas pero mantén el ancla en el mar. Debemos estar listos para perseguir la Queen Anne’s Revenge, si es necesario.»
El africano asintió.
Las chalupas se alejaron rápidamente. Rogers estaba sentado en la proa y animaba a los remeros para que hicieran ir la embarcación lo más rápido posible.
«¿Según tu porque vino?» le preguntó de repente O’Hara.
«Teach nunca atacaría Port Royal» contestó él. «Es un riesgo muy grande.» Titubeó por un momento, los pensamientos se amontonaban entre ellos frenéticamente. «Si eligió venir hasta aquí seguramente hay un buen motivo. A lo mejor supo de Wynne.»
Las chalupas atravesaron el pañuelo de tierra donde se encontraba la fortaleza. En ese punto, la bahía formaba un ángulo agudo, cubierto de rocas puntiagudas.
«Hacía allá» ordenó Rogers.
«Vamos a correr el riesgo de estrellarnos, mi capitán» comentó uno de los remeros. «La corriente es demasiado fuerte. Nos va a arrastrar.»
«Eso es exactamente lo que quiero. Usaremos el flujo para tomar velocidad y desembarcar en ese punto.» Movió un dedo siguiendo la costa. «Cortaremos a través de los muelles. Las chalupas de Barbanegra ya estarán allí. No podemos perder más tiempo.»
«¿Una vez que desembarquemos que piensas hacer?» le preguntó O’Hara.
«Encontrar a ese bastardo y regresarle el favor.» Rogers se tocó una vez más el conjunto de cicatrices que dominaban su cara. Tenía una sonrisa extraña impresa en su rostro.
Como había ordenado, las chalupas dirigieron la proa hasta el punto establecido. La tripulación estaba a la merced de la corriente, a pesar de eso, los remeros lograron mantener el equilibrio. A su alrededor continuaban silbando los proyectiles. Bajo el fuego enemigo, el fuerte inerme, no se podía defender: la orilla de un bastión fue golpeada y destrozada. Luego tocó a la puerta principal. Explotó en una tormenta de piedras y parte de los escombros cayeron al mar.
«¡Harás que nos maten!» gritó O’Hara.
Rogers estaba demasiado concentrado para escucharlo. Ahora ya no tenía dudas: la Queen Anne’s Revenge actuaba para capturar su atención. Con su ataque de fuego, permitiría a los piratas de Barbanegra de actuar sin algún problema. ¿Pero con qué fin?
«¡Cuidado!» gritó un remero.
Otro conjunto de proyectiles había golpeado a Fort Charles. Un trozo de la torre cayó por debajo, rodando sobre su eje. Se estrelló contra una de las chalupas, rompiéndola en dos, y los marineros a bordo desaparecieron bajo el agua, arrastrados por la corriente.
Un silencio absoluto se apoderó de los presentes, evidenciado por el sonido de las explosiones y de los gritos. Una vez que llegaron hasta la ensenada bajaron al suelo. El espectáculo que se presentó a sus ojos era de un terror absoluto: la gente corría hasta los muelles, buscando refugio en los botes que se encontraban en el puerto. Los soldados intentaban contenerlos en vano: algunos fueron atacados y empujados al mar. La zona del puerto cerca de la fortaleza estaba ardiendo.
«Saquen las armas» Rogers agarró su espada. «Seguramente querrán secuestrar al gobernador.» Miró a su alrededor, señalando un callejón cercano. Quería llegar a la residencia lo antes posible. «¡Por acá!»
Corrieron por las tortuosas calles del puerto. Dondequiera se veían multitudes de desesperados que estaban intentando huir. Los soldados también estaban muy asustados: probablemente no se esperaban un ataque tan preciso y violento.