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Víctima Sin Computar
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Víctima Sin Computar

Язык: es
Год издания: 2021
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Sin embargo, nunca dejé de mirarme al espejo.

Cuando aún éramos pequeños, Maman nos llevó a pasar unos días con la familia de mi tío en Lyon. Vivían en la parte más pintoresca de la ciudad: la Plaza de San Juan. Todavía recuerdo cosas sueltas de aquellos días, dando de comer a las palomas en la Plaza des Terraeaux o cuando me sentaba en el orinal en una de las habitaciones... Un sábado por la mañana, cuando salimos de la sinagoga en el muelle Tilsitt, Maman se paró a hablar con un conocido en las escaleras de la entrada y, tras las amables palabras que me dedicó, yo le salté encima, lo abracé y le di un beso. Me reprendieron duramente diciendo que las niñas no abrazaban ni daban besos a desconocidos. Había sido un poco impulsiva, pero no podía resistirme a una sonrisa y a la amabilidad. Muchos años después, Maman me confesó que en aquella época, cuando nos llevó a Lyon, se había dado un tiempo con mi padre porque su suegra, Memé, le estaba haciendo la vida imposible y mi padre prefería prestar más atención a su madre que a su mujer. Él le escribió varias cartas de amor rogándole que volviera y contándole lo vacía que estaba la casa sin ella y sin los niños. Cuando me enseñó esas cartas, ya hacía muchos años que habíamos vuelto a casa.

Como he mencionado previamente, mi tío Raphael, su mujer Allegra y su hijo Sami vivían con nosotros en Valence. Sami era hijo único, pero se crió con todos nosotros y, de hecho, solía llamar a mi hermano René su frère-cousin, o sea, su ‘hermano-primo’. Mi abuela Memé lo adoraba porque, según decían, era el niño de su hijo favorito. También mostraba su predilección por mi hermano René, ya que era el primogénito de la familia. René siempre se portaba muy bien, era serio, tranquilo y trabajador, y tenía un don para la música. Yo le admiraba mucho y me gustaba escucharle recitar sus lecciones y memorizarlas. Mi memoria era muy buena y esa práctica me ayudó mucho para preparar mis clases más adelante pero, aunque era muy buena estudiante, también era una rebelde. ¡Prefería jugar con mis muñecas antes que hacer cualquier otra cosa! Una vez, nos encargaron a René y a mí tejer un jersey, por lo que teníamos que tejer la mitad cada uno. Para cuando René terminó toda su mitad, las mangas y el cuello, yo todavía estaba peleándome con la parte delantera. Los puntos eran dificilísimos, pero a él se le daba de maravilla y yo era demasiado vaga y solo quería irme a jugar. Además, siempre fui muy revoltosa, impertinente y respondona con mis padres. ¡Tenían que estar hartos de mí! No me sentía muy querida, sobre todo cuando me comparaban con mi hermano que lo hacía todo bien, pero mirándolo en retrospectiva, me doy cuenta de que siempre me sentí muy unida a él, y de que lo quería muchísimo. Supongo que aprendí a quererle por imitación y este amor tan profundo me ha acompañado toda mi vida. Claro que todo lo que aprendemos de pequeños nos moldea e influye en nuestra personalidad. Nunca hubo una gran rivalidad entre nosotros, porque no recuerdo sentir celos de él y creo que ese profundo amor y la afinidad que teníamos me impedían sentir cualquier tipo de resentimiento hacia él, a pesar de que la actitud de mis padres y de mi abuela, que solo tenían buenas palabras para mi hermano.

Mi hermano tenía nueve años cuando le apuntaron al conservatorio y, por mucho que me empeñé en que me apuntaran a mí también, todo se resolvía con un ‘tu eres una niña y no puedes hacer lo mismo que los niños’. Por supuesto, mi hermano tocaba de sobresaliente, así que enseguida empezó a tocar el clarinete y, con el tiempo, se unió a la Orquesta de Valence como clarinetista. Un amigo del colegio que iba con él a las clases de música me dijo un día con gran admiración que mi hermano estaba hors concours, vamos, que era un fuera de serie. A mí me encantaba y disfrutaba mucho de su éxito; disfrutaba incluso de pasarle las páginas de las partituras cuando tocaba el clarinete en casa, en nuestro piso, donde siempre sonaba música porque, o bien practicaba sus escalas, o bien tocaba alguna obra como Scheherezade, de Rimski-Kórsakov o la Cavalérie Légère de Soupé o El mercado persa. Cada vez que escucho ahora el Concerto de Clarinete de Weber o el Concerto de Clarinete de Mozart, me convierto de nuevo en esa niña que le pasaba las páginas de las partituras a su querido hermano. ¡Cuánto lo quería y lo admiraba! Bueno, y todavía es así, a pesar de todos los años que han pasado, de todos los cambios, de todo el distanciamiento y los acercamientos, él siempre ha sido y será mi gran pilar, mi hermano, a quien admiro y quiero por ser todo lo que yo no fui: tranquilo y serio, bueno y querido, mientras que yo era vivaz, bromista, rebelde... Y no me querían. ¿El hecho de que lo quisieran tanto fue lo que le dio tanta confianza en sí mismo y le hizo ser encantador? ¿O fue ser encantador lo que hizo que lo quisieran? Yo diría que la primera, porque creo que el amor es el mayor regalo que unos padres pueden otorgar a sus hijos, y que este amor es la base de la autoestima y la confianza en uno mismo.

Fui a un colegio solo de niñas, que se separaba del colegio de niños mediante la guardería. A la edad de once o doce años, no entendía por qué a las otras chicas más mayores les interesaban tanto los chicos, incomprensible. Un día, antes de comenzar las clases, me dijeron que un coche había atropellado a mi hermano René. Salí corriendo al patio y cuando lo vi tumbado en el suelo dolorido y rodeado por toda esa gente, no pude evitar echarme a llorar. Mucho tiempo después, identifiqué ese dolor que sentí en un poema que la autora francesa Madame de Sévigne había dedicado a su hija y que decía: «J’ai mal à votre gorge...», ‘Me duele tu garganta...’

Me encantaba ir al colegio. Me gustaba aprender y se me debía de dar bastante bien porque me salté el segundo curso y, al ser la alumna estrella me convertí en la favorita de la mayoría de profesores. Sin embargo, a mis amigas y a mí nos aterraba la directora. La Srta. Herbet era una mujer soltera extremadamente seria y nos daba pavor a todas las niñas pero, para mi sorpresa, llegué incluso a quererla y estoy segura de que ella a mí también. Podía sentir el afecto y la aprobación en sus ojos. De hecho, la Srta. Herbet llegó a invitarme una vez a su casa para tomar el té después de clase (en la segunda planta del colegio, que era donde vivía). En otra ocasión, me hizo levantarme y me pidió que cantase la lección que tocaba ese día. Con toda mi vergüenza y tras un largo silencio, admití que no me la había estudiado, a lo que ella respondió: «Es una pena. Siéntate. Tienes un cero». Ese cero no podía aparecer en mis notas, ¡qué humillación! Entonces, la Srta. Herbet siguió llamando a otros alumnos y, solo escuchándolos, fui capaz de memorizar los teoremas de geometría que no me había estudiado la noche anterior. Les dije a mis amigos susurrando que ya sí podía intentar cantarlos, que ya me sabía la lección y, muy emocionados se lo dijeron a la profesora y ella me dio otra oportunidad. Canté los teoremas al pie de la letra mientras mis compañeros, alborotados, le suplicaban que me quitase el cero. Y lo hizo. ¡Qué alivio y qué gran victoria!

****

En un viaje que hice hace poco a Francia, me pasé a ver mi escuela primaria, que estaba a orillas del Ródano. Nada había cambiado, podía oler hasta las tizas. Emocionada con lágrimas en los ojos, recordé que mi más tierna infancia ya se había acabado. Me habría gustado correr a contarles a mis padres que había vuelto a casa y que había pasado por el colegio, pero, por supuesto, ellos ya no estaban allí. Se marcharon con mi infancia y con la mejor parte de mi vida. Tenía tantas ganas de contarles todo lo que había visto y vivido, lo grandes que me parecían las calles de pequeña y lo estrechas que me parecían ahora. Quería contarles que había vuelto al parque al que nos llevaba Maman de niños, que había visto a nuestros viejos amigos de la calle de al lado, que seguían viviendo allí y que no habían cambiado nada. Me dijeron que mi amiga Martine era enfermera y que ahora vivía en Alemania. Necesitaba compartir con ellos toda esta nostalgia, pero no podía... Me sentí como si volviera a perderlos y sentí de nuevo todo ese dolor. Paré en la boulangerie donde solíamos comprar el pan y los pasteles, y me la encontré tal cual la recordaba: los mismos aromas, la misma variedad de panes recién sacados del horno... Pero no era la misma. Es cierto eso de que no se puede volver atrás.

¡Cuánto jugábamos de pequeños! Algunas mañanas, mi padre nos llamaba desde su cama para ver si ya estábamos despiertos. Si lo estábamos, nos decía «Parlons de lit à lit», ‘¡Hablemos de una cama a otra!’ y nos poníamos a hablar hasta acabar todos en su cama. Mientras tanto yo, pensando en paisajes soleados, siempre esperaba que nos contase alguna historia sobre l’Italie, pero él me corregía y me decía que se trataba de conversaciones «lit à lit», no de Italia.

También jugaba con mis muñecas. Una de mis favoritas tenía un carrito que llené de almohadas y mantas. Un día, mientras jugaba con esta muñeca, me di cuenta de que mi madre se había marchado a comprar y me había dejado en casa con mi abuela, que no hacía más que maldecirme hasta que me echaba a llorar por la angustia de pensar que mi madre nunca volvería. Todavía recuerdo el miedo y el dolor que me provocaba pensar que nunca más volvería a verla.

El odio de mi abuela hacia mí era incomprensible. Me maldecía a menudo, pero mi madre nunca se atrevió a defenderme y mi padre, por su parte, no se atrevía a hacerle frente porque se ofendería. Por ejemplo, mi abuela era muy habilidosa con las manos, así que se dedicaba todo el tiempo a la costura. Una vez, cuando le pedí que me enseñara a hacer el talón de unas medias me respondió:

—¡Aprende tú sola igual que hice yo!

—¡Pero tú eres una magnífica mujer de tu casa!— que era el cumplido estrella de la época y yo, inocente de mí, creí que la aplacaría.

—¡Ojalá no veas el día de ser una mujer de tu casa!

Salí corriendo a contárselo a mi madre y, alucinada, me dijo que le preguntase a mi padre qué quería decir todo aquello. Mi padre me preguntó de dónde había sacado esas palabras y, cuando le dije que me las había dicho Memé, palideció pero no hizo nada. Ella sabía que nadie se le ponía por delante.

Otra vez me dijo que ojalá me hubiera muerto en la cuna. No me extraña que me diese pánico que mi madre me abandonara y me dejase con esa arpía.

Por aquella misma época, cuando ya tenía unos diez u once años, en el colegio repartieron zapatos y zuecos para los niños necesitados. El encargado del programa era el director del colegio de niños. Cuando me acerqué allí para que me dieran mis zuecos, el director me tocó de formas muy poco apropiadas y yo, sintiéndome totalmente avergonzada, no le dije nada a nadie. Después, en la tienda de al lado donde mi madre solía mandarnos a comprar, me ocurrió lo mismo con el dependiente a plena luz del día. Esta vez sí que se lo conté a mi madre y, tanto ella como mi padre, fueron a pedirle explicaciones al hombre que, por supuesto, lo negó todo. Más tarde, cuando me hospitalizaron en el Granges Blanches, uno de los muchachos de prácticas volvió a tocarme como no debía mientras me examinaba. Volví a decírselo a mis padres, que montaron gran revuelo, pero, de nuevo, el chico lo negó todo. Años después, en Italia, un cura me abrazó en su despacho y metió las manos por dentro de mi camisa. Lo denuncié ante el obispo y —¡que raro!— el curo lo negó.

En aquellos días, la voz de una mujer no tenía el peso que tiene hoy, y eso que todavía nos queda mucho camino por recorrer.

A lo largo de mi vida, todos estos hombres que se me echaban encima se han aprovechado de su posición, de sus logros o de su modales y lo único que yo podía hacer si no toleraba sus maneras de tratarme, era marcharme. Desafortunadamente, siempre trabajé para el director ejecutivo o para el socio preferente de una empresa, así que no había ningún superior a quien yo pudiera dirigir mis quejas, y ellos sacaban un gran partido de esa situación. Además, la única vez que me quejé, hablé con la oficina de empleo y nos llamaron a mí y a mi jefe para una audiencia. Como yo acababa de llegar a los Estados Unidos y todavía no tenía mucha fluidez hablando en inglés, la oficina de empleo me penalizó por ‘haber mentido’.

Estoy segura de que las formas que tenían antes para solventar las cosas sorprendería a más de uno en esta época. Pegar a los niños era lo más normal del mundo y, por lo general, nadie se moría. Pero ahora no me refiero a ese tipo de abusos, ahora me refiero a aprovecharse de aquellos que no pueden defenderse a sí mismos por el motivo que sea: bien por su edad, por su sexo, por su cultura o por su fuerza física.

Desde luego, el abuso de los fuertes sobre los débiles siempre ha existido, pero esta es la primera vez que las mujeres y los niños empiezan a hacerse oír y que los medios de comunicación están acogiendo con mayor sensibilidad estas historias tan desagradables.

El abuso se ha representado de muchas maneras a lo largo de los años y las culturas, desde la lapidación o clavar estacas a alguien en las muñecas y los tobillos por presuntas blasfemias, hasta marcar y descuartizar por alta traición o llegar incluso a incinerar personas. Tales atrocidades se merecen su propia necrología, sus oraciones y que se prohíba absolutamente su repetición. Por terribles que fuesen esas carnicerías, todo sufrimiento que se le cause a cualquier criatura indefensa debería reprenderse y despreciarse.

Cuando tenía unos nueve o diez años, me quitaron las anginas y las vegetaciones, una operación que solía realizarse sin anestesia en aquel entonces. No me cabe en la cabeza cómo los adultos podían hacer pasar a los niños por una situación así, solo por el hecho de ser niños indefensos, ya fuese por su edad o porque se les ataba con cintas. ¿Es que esos adultos ya no se acuerdan de lo que era la infancia? ¿O es que suponen que la operación es tan rápida como cuando quitas una tirita de un tirón y que el niño se va a olvidar a los cinco segundos? Aquí estoy, escribiendo sobre el tema muchos años después, traumatizada por el dolor que me produjo esta experiencia.

Me envolvieron en una sábana del tamaño de mi cuerpo, como una salchicha, mientras la enfermera me sujetaba sobre sus rodillas con la cabeza hacia atrás para que el cirujano tuviese mejor acceso a mi boca. Daba igual lo que yo gritase, de hecho, eso les venía bien para mantenerme la boca abierta y poder trabajar mientras me embargaba un tremendo y ardiente dolor. No sé cómo conseguía respirar entre la sangre, los dedos del cirujano por toda mi boca, las arcadas y la enfermera tirándome de la cabeza hacia atrás. Créedme, no se parecía en nada a cuando te quitan una tirita.

Mi hija tuvo que pasar por lo mismo, pero por suerte a ella le dieron éter. Sin embargo, cuando la oigo contar la historia, también fue una experiencia devastadora en la que se sentía oprimida contra la enfermera, obligada a mantener la cabeza hacia atrás y sin poder defenderse. Todavía se acuerda de aquel día traumatizada por la operación que, para muchísimos adultos ‘requetesabios’, no es más que un momentín un poco desagradble.

En otra ocasión, estando de camping con unos amigos, comimos tantas ciruelas con pipo que me dio un ataque de apendicitis. Nuestro cirujano habitual no estaba, así que me operó un cirujano viejo que me hizo una chapuza tremenda. Al día siguiente, tuvo que volver a abrirme la herida para limpiarme una infección que me llegaba al estómago y, esta vez, lo hizo sin anestesia. Creo que todavía se oyen los gritos por toda la ciudad de Nueva York.

Cuando nos hicimos más mayores, René se unió a los Boy Scouts y a mí me dejaron inscribirme a las Girl Scouts.

Capítulo 2

Alemania Invade Francia

Tenía tan solo doce años y vivía con mi familia en Bourg-les-Valences cuando empezó la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. Solía oír a los mayores hablar de Neville Chamberlain, el Primer Ministro británico, que había viajado a Alemania para convencer a Hitler de abandonar su fanatismo y sus políticas de anexión, puesto que ya había ampliado sus territorios añadiendo toda Austria y una región checoeslovaca conocida entonces como Sudetenland. Desde el momento que Hitler llegó al poder, todo el mundo veía que se avecinaba una guerra; y así comenzó el 1 de septiembre de 1939 cuando Hitler ocupó Danzig (ahora conocida como Gdansk, en Polonia). Varias reuniones y conferencias internacionales se habían celebrado con anterioridad para tratar de evitar esa catástrofe, y en todas ellas Neville Chamberlain proclamaba: «Paz a través del diálogo», frase con la que parecía que el mundo entero, incluido Hitler, se quedaban más tranquilos.

Antes de que estallase la guerra, en Francia cantábamos muchas canciones patrióticas retando a Hitler a acercarse a la línea Maginot, una línea de defensa construida por toda la frontera entre Francia y Alemania, que solo dejaba libre y desprotegida la frontera belga, por donde más tarde los alemanes entraron en el país. En tan solo diez meses, las tropas alemanas habían derrotado, aplastado e invadido a los franceses dejando atrás la línea Maginot.

Así pues, toda paz acordada hasta entonces entre Francia y Alemania no duró más que unos meses ya que, en 1940, el ejército francés declaró que los alemanes habían ocupado Francia. Los medios de comunicación, totalmente nacionalistas, seguían cantando canciones populares y retando a Hitler para que trajese el resto de sus tropas hacia los búnkeres fortificados de la línea Maginot pero, por supuesto, Hitler prefirió que su ejército atravesara las fronteras por tierras belgas, que no estaban vigiladas ni protegidas, y así, abrirse camino hasta París.

Un día, vino a casa el mejor amigo de René. Traía el rostro descompuesto y nos contó que el mariscal Pétain había pedido un armisticio y que Francia había perdido la guerra. Nos dijo que el gobierno francés había huido de París y que ahora se refugiaba en Vichy (situada en el centro de Francia), así que los alemanes habían invadido el país. El gobierno lo dirigían el antiguo mariscal Pétain y el primer ministro Pierre Laval. El pueblo francés los consideraba unos traidores por permitir sin la menor oposición que los invasores alemanes tomasen sus tierras e impusieran todo tipo de restricciones sobre ellas. A la huida del régimen se sumó la de dos academias militares, la de San Siro y el Pritaneo Militar, que también abandonaron la zona ocupada y se instalaron en barracones militares que habían despejado los soldados enviados al frente. Los alemanes habían requisado todos los alimentos disponibles, así que los carniceros tuvieron que empezar a vender carne de caballo que, por cierto, a mí me parecía un manjar.

Lo primero que hicieron los alemanes fue obligar a todos los judíos de la zona ocupada a identificarse con una estrella de David amarilla en su ropa. Además, les impusieron un toque de queda y, aunque yo no vivía en la zona ocupada, oímos que algunos franceses estaban ayudando a los alemanes a arrestar judíos durante la noche. Nunca se volvió a saber nada de toda esa pobre gente.

También nos enteramos, gracias a algunos que tuvieron la suerte de cruzar la línea de demarcación, de que los alemanes habían arrestado a miles de judíos parisinos, entre los que había muchos niños, los habían encerrado en el Velódromo de Invierno de París y se habían ‘olvidado’ de ellos. A los que sobrevivieron al frío y a la intemperie, se los llevaron a Auschwitz.

Vivíamos sumidos en el miedo. Los aviones aliados nos bombardearon para acabar con los dos barracones militares del barrio y temíamos que, en cualquier momento, nos despertasen en mitad de la noche para deportarnos, traicionados por nuestros propios compatriotas.

Teníamos mucha hambre y solo nos daban una ración de doscientos gramos de pan al día que, por supuesto, venía sin mantequilla, ni harina, ni huevos, ni azúcar, ni chocolate. Al principio solo se podía comprar carne de caballo, pero pronto se terminó porque se la quedaban las tropas invasoras.

Unas de las primeras órdenes que impusieron los alemanes fue prohibir todo tipo de canciones patrióticas y toda expresión de nacionalismo, entre ellas, los desfiles militares de la ciudad. Cuando llegó el 14 de julio, Día de la Bastilla, todos estábamos impacientes por ver cómo se celebraría nuestro día de la Independencia y si veríamos a los cadetes o qué pasaría con la prohibición alemana.

Resulta que, el 14 de julio de 1940, todos los cadetes de las academias militares de San Siro y el Pritaneo, luciendo sus mejores uniformes y mostrando todo su desprecio, desfilaron por el boulevard de la ciudad donde se situaba la sede de la Comandancia alemana. Claro está, tampoco dudaron en cantar cosas como:

Vous avez eu l’Alsace et la Lorraine

Mais malgré tout, nous resterons Français

Vous avez eu l’Alsace et la Lorraine

Mais notre c œ ur, vous ne l’aurez jamais.

‘Tenéis Alsacia y Lorena

Pero franceses somos y seremos

Tenéis Alsacia y Lorena

Pero nuestro corazón no entregaremos’.

Para sorpresa de todos, el único castigo que se les impuso fue que no salieran de los barracones durante un mes. Estábamos todos contentísimos porque las consecuencias podían haber sido fatales.

De todos los que consiguieron cruzar la línea de demarcación, se me viene a la cabeza un hombre judío húngaro, el Sr. Spitzer, que antes vivía en París y ahora trataba de sobrevivir en la zona no ocupada. Trabajaba de plongeur, (‘lavaplatos’) en un restaurante y solía venir a casa para sentirse más acompañado. Un día, nos dijo en su francés macarrónico que cuando estaba llegando a casa del trabajo había visto cómo se llevaban a su mujer y a sus hijos en un camión alemán y sabía que no había manera de poder ayudarlos ni salvarlos. Me eché a llorar y recuerdo que mi padre le dijo: «Tu vois, tu as fait pleurer ma fille» ‘¿Ves? Ya has hecho llorar a mi hija’. Su historia solo es una de tantas que ocurrieron aquella época. Todos temíamos por nuestras vidas, todos teníamos miedo de que nos deportaran, y de muchas otras cosas peores.

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