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Yo Soy El Emperador
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Yo Soy El Emperador

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Tengo que acelerar los pasos. «Tengo que ir al baño» digo tocándome el estómago.

«Solo hay uno en el almacén».

«Recuerdo el camino, se pueden quedar aquí, gracias».

Voy al cobertizo de prisa y comienzo a buscar desesperadamente entre un montón de cajas. Trato de mover algunas, pero son pesadas. En cada una hay algo escrito en un marcador azul descolorido. Debe ser la fecha y el sector de excavación del que provienen los hallazgos.

¿Cuándo me escribió el profesor sobre el descubrimiento de la tumba? Miro la caja del 9 de julio, solo hay fragmentos de yeso y cerámica común. Es obvio, el descubrimiento deber haber sido un día antes de que me enviará ese mail el 9 en la mañana. Luego, esa misma noche murió.

Abro la caja del 8 de julio y, no sé si lo puedo creer, ¡encontré el epígrafe!

Un fragmento de mármol, de un poco menos de un metro de largo, grabado en griego. Tengo prisa, pero lucho por descifrar las letras mal conservadas. Tomo muy rápido algunas fotos con la inseparable Nikon.

Después, con una hoja de papel de seda sobre la mesa y un lápiz, pruebo un yeso improvisado. Es una técnica rudimentaria pero efectiva, que aprendí durante mi especialización en Alemania. Frotó el lápiz en la hoja que estaba sobre el epígrafe, las ranuras de las letras ahuecadas dejan un vacío: la hoja está totalmente gris, menos los espacios en blanco que delimitan con precisión la forma de las letras grabadas.

He perdido mucho tiempo, corro de regreso a la trágica pendiente: «Lo siento, no sé si fueron las curvas del viaje o la historia sobre la violenta muerte del profesor, pero me sentí mal. Ahora, ya estoy mejor. De todos modos ¿aquí está el profesor?»

Los dos me miran confundidos.

«Es decir, ¿puedo recoger el cuerpo del profesor? Me pidieron que lo llevara a Italia y…»

«No. Está en la morgue municipal... Sé dónde está. Si quieres, te llevo de inmediato» se ofrece Fatih de manera cortés.

Agradecemos al asistente, quien se aleja observándonos fijamente durante mucho tiempo.

Regresamos al scooter.

« Gülek Boğazi» grita Fatih poco después de haber salido.

En el ruido de la moto y el miedo no entiendo nada.

« Gülek Boğazi» insiste, mientras señala un desfiladero natural en las montañas.

Miro hacia abajo y entiendo, son las Puertas Cilicias, el único punto de paso desde la antigúedad entre la Anatolia Interior a la costa. Por aquí es por dónde pasó Alejandro Magno, un líder que fue modelo para mucho, incluso para Julian.

« Gülek Boğazi» repito, mientras que el precipicio me hace estrujar más al conductor.

El descenso, como suele suceder, es peor que el ascenso. La moto parece no tener frenos y, en cada curva, más que admirar la vista, pienso en la posibilidad de acabar abajo. Luego, al final, la moto gira y seguimos adelante.

Cuando llegamos al hospital de Tarso, mi rostro está muy pálido, tanto que corro el riesgo de que me confundan por un paciente. Fatih le pide información a una enfermera que pasa. Sigo a mi compañero de aventuras, arrastro los pies por largos pasillos subterráneos hasta una fría habitación.

El anatomopatólogo se tuerce la nariza aguileña, de manera imperceptible, cuando le muestro el pase de la embajada. De todos modos, me hace firmar una serie de papeles: quizás está ansioso por deshacerse del cuerpo. Se levanta, me entrega dos copias del informe médico y me da la mano, luego el brazo y la mano una vez más. Es una forma extraña de saludar.

«Tienes que entregar estos documentos en la aduana para llevar el cadáver a Italia», traduce Fatih. «El ataúd está en el auto y allí regresarás a Ankara», agrega.

Le agradezco por la traducción y la ayuda; y lo abrazo. Me he acostumbrado a viajar en moto. Intento poner 100 euros en su bolsillo. El ingeniero se siente ofendido por el gesto.

«No, es un places. Saluda a Chiara o mejor no. No molesto, pero si ella… este es mi número».

«En realidad, no sé cómo agradecerte por todo. Saludos a… tu madre».

Afuera, hay una ambulancia estacionada. Me imagino que es la que tiene el cuerpo. Empiezo a subir, cuando dos matones, de mal aspecto, se me acercan. Intento escapar. Los dos me siguen y, mascullando frases incomprensibles, me empujan frente a una camioneta blanca, destartalada. Ese es el medio de transporte designado. Veo el ataúd en la parte trasera que está descubierta. Los dos tipos me cargan y hacen subir atrás, junto al ataúd. Ellos se sientan adelante.

El terrible viaje de ida de anoche fue un paseo comparado con esto. Estaba lleno de fumadores y tuve que viajar con la cabeza fuera, pero aquí estoy al aire libre, ¡solo y con un muerto al lado! El ataúd, atado con sogas improvisadas, parece sacudirse con cualquier bache. Me escondo en el lado opuesto. No me atrevo a acercarme. Tengo el terror absurdo de encontrarme cara a cara con el cadáver. Después de que dejé mi trabajo en la universidad a regañadientes, no he querido volver a ver al profesor vivo y ¡muchos menos muerto!

Pienso en lo que pasó el día anterior y en el que me espera. La sola idea de volver a la aduana me da escalofríos. Por otro lado, tengo la tarea que me encomendó el decano de la Facultad de Letras: traer el cuerpo de regreso a Italia. Repito esta frase para recargarme durante el largo viaje, mientras el viento me golpea con fuerza.

Domingo 18 de julio

Son alrededor de las tres de la mañana cuando la furgoneta se detiene. Me temo que quieren dejarme aquí, en medio de la nada.

Los dos bajan y se dirigen a mí en un lenguaje oscuro.

El más pequeño, o mejor dicho, el menos grande repite la misma frase haciendo gestos exagerados con las manos. Supongo que tengo que bajarme. Los sigo hasta la choza destartalada, es una especie de zona de descanso, que va de lo familiar a lo sórdido. De inmediato, corro al baño. Esto es lo que se entiendo por un baño turco: una letrina sucia y maloliente.

Entonces entro a lo que debería ser el bar, si se le podría llamar así. Una mujer regordeta prepara un trago extraño, mientras esos dos compañeros de viaje están sentados en una mesa fumando y bebiendo una cerveza enorme. Aprovecho para desayunar y trato de fingir que no he visto que el conductor está bebiendo en la madrugada. Bebo, lentamente, otro café hirviendo, acompañado de un pan plano relleno de un extraño salami. El color y el sabor no es el mejor, pero tengo mucho hambre porque no he cenado gracias a la repentina salida de Tarso.

Pasa al menos media hora antes de que los dos terminen de tomar otra cerveza y decidan volver a la furgoneta. El menos borracho me ofrece una manta vieja. El aire estaba caliente cuando salimos; ahora está helado, típico de las primeras horas del día. Hasta ahora, abandonado en la parte de atrás de la camioneta, era como un neumático de repuesto: así me había sentido.

Al amanecer llegamos a Ankara. Todavía estoy aturdido por el aire y la carretera, cuando los dos turcos comenzaron a sacar el ataúd de la furgoneta para entregárselo a un grupo de agentes de aduanas. El teniente Karim me ordena que lo deje allí y que vuelva al día siguiente a recogerlo con los documentos de la embajada. ¡Detesto a ese tipo! Les doy las gracias a los dos transportistas con una generosa propina – que no rechazan –, mientras me despido del Barbarino, que colocan en una especia de garaje en el sótano de las aduanas.

Estoy abrumado por el cansancio. Frente al aeropuerto, se ven varios hoteles brillar a la luz del día que comienza. Elijo el único que tiene el cartel de cuatro estrellas: Hotel Esenboga Airport. Será caro, pero no importa. El decano de Siena había prometido reembolsar todos los gastos si llevaba de vuelta a casa al distinguido colega.

Después de pasar dos noches viajando, tan pronto me “desmayo” en la enorme cama de la habitación. Me despierta el sonido del teléfono, que había olvidado encendido. ¡Son las seis! ¿Quién puede llamar a esta hora?

«Hola, soy Chiara Rigoni. En las aduanas me dijeron que habías regresado con el cuerpo. Debo explicarte una serie de cosas que tienes que hacer».

Por la luz que entra por las cortinas, me doy cuenta de que son las seis, pero de la tarde. Intento recuperarme. «¿Por qué no hablamos de eso más tarde? ¿Tal vez comiendo juntos?»

«Está bien» responde Chiara, tras una breve vacilación.

«Hay un restaurante en el centro. Nos vemos allí a las 9:30. La dirección es Izmir Caddesi 3/17».

«¿Puedes repetir?» pregunto un poco aturdido aún.

«I-Z-M-I-R-C-A-D-D-E-S-I 3/17» lo deletrea.

«Sí, lo he escrito. ¿A qué hora nos vemos?»

«21:30 – 22:00, para la cena» enfatiza.

En Turquía, deben tener sus propios horarios; sin embargo, después del desayuno a las tres y para esperar la cena, como un paquete de maní y un juto de rutas que están en el minibar. Con las fuerzas recuperadas, saco de mi bolso el mode de la inscripción hecha en el Monte Tauro, lo desdoblo con cuidado y empiezo a traducir del griego la huella.

Julian, habiento dejado el Tigris por la impetuosa corriente, yacía aquí. Era un buen emperador y un guerrero valiente.

“Yacía”, “yacía”. Ese verbo en pasado y no en el presente habitual, solo implica una cosa. ¡En el momento de la inscripción, el cuerpo o lo que quedaba de él ya no estaba allí! Por eso, el epígrafe se colocó en un cenotafio, en un monumento erigido para conmemorar el entierro de un hombre ilustre, pero cuyos restos se encuentran, ahora, en otro lugar. Pero, ¿dónde?

Para ya no pensar en esto, decido ir a ver la famosa columna levantada en la ciudad al Apóstata. Me visto rápido, salgo del hotel y llamo al primer taxi que veo.

« Can you drive me to the place of Julian’s column

«Ah, eh…» responde el joven taxista con una mirada de asombro. Sin embargo, la plaza es famosa por la columna de Julian; la única de la época romana que aún se conserva. Hago un gesto casi obsceno para imitar la columna, pero de alguna manera el chico logra compreder de forma correcta la mímica y comienza a manejar a toda velocidad.

« Ulus, ulus» repite incomprensiblemente el descontrolado taxista. Me deja en una plaza anónima, rodeada de edificios modernos. En el centro, hay una columna, de 10 a 15 metros de altura. En ella, se ven representados episodios de la vida de Julian. Camino admirando las distintas escenas, hasta que me sorprende el bajorrelieve del cortejo fúnebre del difunto emperador Constancio. Detrás del cadáver tendido en un carro, hay dos personajes coronados que abren la procesión. Hasta donde recuerdo, los estudiosos los han identificado como Julian y al otro, un poco más grande, como el dios Helios. Ahora, a la luz del descubrimiento del epígrafe y la tumba vacía, planteo la hipótesis de una interpretación alternativa. ¿Y si toda la escena no representa el cortejo fúnebre de Constancio, sino la ceremonia de traslado del cuerpo del Apóstata? ¡Quizás en las columna que se describen los episodios más destacados de su vida, también querían recordar su último viaje! En tal caso, Julian no sería el que está parado, sino el cuerpo tendido; mientras que los personajes coronados que lo siguen podrían ser el nuevo gobernante Valentiniano y, la figura más pequeña, su hermano Valente. Quizás el profesor también lo había adivinado. En realidad, creo que puedo afirmar algo que los autores antiguos no han transmitido. Cuando llegaron a Tarso, Valentiniano y Valente no solo rindieron homenaje a la tumba de su ilustre antecesor, se lo llevaron. Probablemente, pensaron que este no podía ser el lugar adecuado para albergar los restos mortales de un emperador. Quizás temían que terminarían de la misma manera: enterrados en un rincón olvidado de la Turquía más montañosa. Luego hicieron erigir el cenotafio cerca del río Cidno con la inscripción que encontró el profesor y, al mismo tiempo, ordenaron transportar el cuerpo de Julian a un lugar más adecuado. Pero, ¿dónde? No puedo sacarme esa pregunta de la cabeza. Ni siquiera mientras camino por el centro. Llego al punto de encuentro a las 20.30, con mucha antelación. Don Castillo: el nombre del restaurante elegido no me hace pensar en una taberna típica. Me siento en el escalón exterior del local. Veo pasar mujeres cubiertas, en su mayoría, por una burka larga y negra.

Chiara, con sus tacones altos, llega después de una hora y cuarto. «¿Llevas mucho tiempo esperando?»

«No» respondo, levantándome y estirando mis rígidas piernas. «Bienvenida».

«Vamos». Me toma del brazo.

El lugar es oscuro, no veo muy bien lo que estoy comiendo. Quizás sea mejor así. Los nombres de los platos son difíciles y ella, con la excusa de la sorpresa y de hacerme probar la comida turca, evita decirme toda la información hasta que terminé la porción entera. Pidió carne en todas las salsas y de todo tipo. Espero que solo sera ternera y no algún animal extraño.

Tengo una tarea que hacer, aunque de mala gana. «Ese amigo tuyo fue amable. Me ayudó mucho».

«Sí, él siempre es amable, con todos» responde ella con frialdad.

«Hablando de Fatih, le gustaría saber de ti, pero no quiere molestar».

Le entrego el papel. «Me dio su número de teléfono y dijo… en fin, que estaría feliz si tú…»

«Gracias», interrumpe, «pero no, quédate con el número. ¡Puede que te sea más útil a ti!»

No insisto. Evidentemente he tocado un tema delicado. «Entonces, ¿qué me tenías que explicar para mañana?»

Chiara enumera los distintos pasos en detalle. Primero, la embajada a las 8: tengo que conseguir un documento y hacer que me coloquen una visa en los documentos del hospital en Tarso, para poder recoger el cuerpo. Luego, hago una parada por la infame aduana para recuperar mi pasaporte. Y, finalmente, tomo un vuelo especial a las 11. Ella no estará allí, pero no debería tener ningún problema. Le agradezco sinceramente.

«Ha sido un placer» dice con una sonrisa que me parece traviesa.


Lunes 19 de julio

La embajada, desde fuera, es como imaginas una embajada, grande, blanca, con ese aspecto de casa victoriana de algunas villas de campo en el sur de Estados Unidos. Espero a un amo con un séquito de esclavos. Me da la bienvenida un gerente con una secretaria y poco tiempo para mí. Le entrego los documentos de la morgue. La secretaria los hojea distraídamente, los sella, coloca uno de sus pases y resuelve el papeleo con la misma rapidez. Incluso en la aduana las cosas fluyen mejor que en la ida. Finalmente recupero mi pasaporte. En el futuro, haré una copia de los documentos antes de salir (uno nunca sabe).

Me acompañan o, mejor dicho, me escoltan hasta que subo al “avión especial”. En realidad, es pequeño y tosco, para transportar mercancías. Me parece que las posibilidades de que despegue no son altas. Subo las escaleras hasta una gran entrada en la parte trasera (y no en la lateral), a través de la enorme bodega, cargada con un poco de todo. Detrás de la cortina hay unos diez pasajeros y, más adelante, está la cabina. Los asientos no están numerado. Me siento en el único espacio libre, junto a un señor que me mira de pies a cabeza y, luego, vuelve a leer su periódico. Esperamos mucho tiempo antes de que autoricen la salida. Olvidé el mp3 en mi maleta. Para no pensar en el despegue, saco el informe de ese extraño anatomopatólogo. Son páginas y páginas escritas a mano, en turco. Al final de la segunda copia hay un resumen en inglés. Se declara, en términos legales, que el Barbarino murió a raíz de la caída. Da informe de las múltiples fracturas y una falta en la nuca, pero no de un ataque cardiaco.

Me quedo asombrado. El asistente del profesor había hablado sobre una enfermedad como causa de muerte. Aquí parece que la muerte se debe a un golpe en la cabeza, quizás durante la caída. Vuelvo a guardar el informe. La policía se encargará de investigarlo.

Mientras tanto, es increíble, pero el avión ya ha alcanzado la altura del vuelo y me tranquilizo. Esta calma no dura mucho porque no recuerdo haber visto el ataúd mientras caminaba por la bodega. Perder una maleta es desagradable, pero ¡perder un cadáver! Como no creo que haya azafatas en la carga, aprovecho para levantarme, correr la cortina y regresar a la bodega. Hay un ataúd y me acerco, por seguridad. El nombre es el correcto, pero algo me llama la atención. Hay una inscripción en el lado corto. Sobre la madera se han grabado las letras: DDCF. ¡Extraño! Lo habrá hecho alguien de las aduanas, ya que en el viaje largo en la camioneta no lo había notado. De hecho, estoy seguro que no estaba allí antes. Parece un acrónimo, oscuro y familiar. Regreso a mi asiento.

Ese distinguido caballero sigue observándome, de manera sigilosa. Me inquieta un poco lo que he leído y el final del Barbarino. Regreso al tiempo que pasé en su servicio o, mejor dicho, bajo su “dictadura”. En realidad, no me arrepiento. Humanamente debería lamentar su fallecimiento, pero la verdad es que no lo puedo hacer. Después de todo lo que había escrito y hecho por él, no había podido conseguirme un puesto permanente en la universidad. Afirmaba que me lo merecía, sobre todo por el curriculum de estudio, pero siempre había alguien con méritos extraacadémicos que iba antes que yo. Hice bien en alejarme de ese mundo. Al llegar a Fiumicino, voy a la aduana con los documentos turcos. Afortunadamente, en Italia todo es más simple, solo colocan un par de sellos. Debo haberlo visto en una película: un traficante de drogas usa ataúdes de los soldados estadounidenses que murieron en batalla, para introducir drogas de contrabando a Estados Unidos. En mi caso, nadie se daría cuenta. No abren la caja sellada y el único perro antidrogas está echado en una esquina.

Le dio el cerficado del anatomopatólogo. «Dijeron que lo entregara para que lo remitiera a la Policía del Estado».

«No se preocupe» responde el funcionario de aduanas, «nosotros nos ocupamos».

Coloca los papeles en una enorme pila a su izquierda, donde los documentos parecen estar abandonados por meses.

No importa si no investigan esa muerte. Antes de salir, hago una última pregunta. «¿Ahora qué debo hacer con el ataúd?»

«¿Usted es pariente?» pregunta diligente el empleado.

«No, digamos… un amigo».

«Entonces, debe entregárselo a los herederos». Es la sentencia final del funcionario.

Salgo aún más confundido. Entre la multitud, veo un cartel con mi apellido. Siempre he deseado que alguien me estuviera esperando en el aeropuerto con un cartel claramente visible.

Me acerco. «Buenos días, soy Francesco Speri».

«Lo estábamos esperando» responde una mujer de unos sesenta años, con una fingida cortesía. «Gracias por todo lo que ha hecho por nosotros».

Ante mi mirada inquisitiva, la señora hace señas para que se acerce un joven. Se presenta. «Grazia Barbarino, un placer. Soy la hermana del pobre Luigi Maria y él es mi hijo. Hemos venido a darle un digno entierro a nuestro amado».

«El tono hogareño y la manera perfecta no me inspiran simpatía. ¿Tuvo un buen viaje?», pregunta la señora, no tan interesada en la respuesta.

«Le ofrezco mi más sentido pésame».

Ninguno de los dos parece realmente apesadumbrado. Yo tampoco. De hecho, estoy feliz de deshacerme del cuerpo.

«Gracias por todo una vez más» reitera el joven.

En realidad ellos podrían haber ido a Turquía. Intento que ese pensamiento no sea visible en mi rostro. «De nada. Era lo mínimo que podía hacer después de tantos años…»

«Sí, sí, me imagino» interrumpe la señora.

«Le doy una copia del informe anatomopatológico, en caso quiera llevárselo a su abogado» agrego, vocalizando cada palabra.

A pesar de la expresión curiosa del joven, la mujer coge el documento sin siquiera dignarse a mirarlo. También lo dejará de lado. Con un último asentimiento de condolencia, me despido del extraño grupo y me dirijo al tren.

Llego a casa alrededor de las 19:30, después de tomas el colectivo desde la estación de Sinalunga en Bettolle. Estoy feliz de estar de vuelta en la tranquilidad del pueblo en el que vivo desde que obtuve la beca de investigación en la Universidad de Siena.

Dejo la maleta y, de inmediato, bajo della vecina para recuperar mi gato. Lo había dejado con ella por estos días. Me abre la puerta un niño de unos 5 o 6 años.

«Hola, ¿está la abuela?»

El niño contesta: «¿Cómo se dice?»

Me quedo sin palabras.

«Mamá dice que siempre se tiene que decir por favor».

«Tiene razón. Entonces, niño hermoso, ¿está la abuela, por favor?»

«Pero, ¿cuál es mi nombre?»

De hecho, nunca lo he sabido. «¿Cómo te llamas?»

El pequeño torturador sonríe. «¡No te lo diré!»

«Dímelo, vamos».

«¿Y qué me das?» pregunta firme.

Y, luego, mis padres se sorprenden de que no quiera tener hijos. «¿Un caramelo?»

«Mamá dice que nunca debo aceptar caramelos de desconocidos».

«Pero yo no soy un desconocido. Vivo aquí arriba».

El niño extiende su mano derecha, le ofrezco un dulce de miel y menta que, afortunadamente, tenía en el bolsillo.

«Ahora, ¿me dices cómo te llamas?»

El niño cruza los brazos e inclina la cabeza hacia adelante.

«Gian…luca».

«Bueno Gianluca, ¿está la abuela?»

«Aunque no hayas dicho por favor» señala. «Pero, ¿cómo se llama mi abuela?»

Sabía que me iba a hacer esta pregunta, pero no recuerdo su nombre. «¿Federica?»

«No».

«¿Elisabetta?» adivino.

«Tibio» sonríe, contento por el nuevo juego.

«¿Elisa?»

«Caliente».

«Ahora escúchame bien. Querido Gianluca, ¿tu abuela Elisa está en casa… por favor?»

«No» y me tira la puerta en la cara.

Mientras me quedo confundido delante de la puerta, me acuerdo de una escena de Caro diario de Nanni Moretti. Él esta de vacaciones en la isla de Salina cuando llama a unos amigos; un niño, antes de pasarle la llamada a sus padres, lo obliga a imitar a varios animales. Por suerte Elisa había escuchado todo. «Francesco, bienvenido, ¿cómo le fue?»

«Fuera de unos retrasos burocráticos…»

Sonríe. «Pallino se ha portado bien. Aquí está. Míralo, te ha escuchado».

Un gato blanco regordete se asoma detrás de las piernas de la vecina y me saluda con u gemido, casi de reproche.

«Gracias una vez más, no habría sabido dónde dejarlo».

Regreso a casa con el gato en brazos. Después de una agradable cena, ambos nos vamos a dormir cansados. Estos días también habrán sido una aventura para él, en una casa que no es la suya.

Martes 20 de julio

«Bienvenido al trabajo, ¿fueron buenas las vacaciones?» pregunta el director en cuanto entro a la sucursal de Montepulciano Stazione.

Ah sí, no lo había dicho todavía. Después de dejar mi puesto como profesor en la universidad, terminé trabajando como agente bancario en ventanilla. No era lo mejor, ¡era un puesto fijo!

No le dije a nadie el motivo de mi viaje o, mejor dicho, los dos motivos: la búsqueda del profesor y del emperador.

«Todo bien… un poco cansado».

Es más difícil desenredar las preguntas de Vito Darino, el colega de la caja que está al lado de la mía. Como dicen por aquí “es un pez extraño”, por lo general apacible y manso, pero cuando se enfada un poco, se pone todo rojo, luego morado y, finalmente, se desinfla de repente. Está molesto con todo el mundo, convencido de que nadie entiende nada y, por eso, los ascendieron, mientras él se queda de por vida en el mismo puesto. Se define como “ single”, pero el término correcto es “solterón”. Creo que hace décadas no tiene pareja, siempre habla de mujeres, pero básicamente es un misógino.

«¿Te has divertido? ¿Has conocido alguna hermosa turquita?» Eso es lo primero que pregunta.

«No, he descansado». Nada más falso.

«También he visitado lugares turísticos».

«¿Dónde fuiste exactamente?» insiste.

Intento no ser tan preciso. «Bueno… a un sitio arquelógico. Sabes que es mi pasión».

«Claro, discúlpeme profesor» dice Vito con ironía.

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