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El Criterio De Leibniz
Eso era el auténtico espíritu de la investigación en grupo, y Marlon estaba feliz de formar parte de él.
Todavía estaba mirando la pizarra cuando llegaron Maoko y Kobayashi. Estaban discutiendo animadamente, en japonés, algo completamente incomprensible para él. Por el tono de voz y los gestos, le parecía comprender que Maoko quería absolutamente hacer una cosa y que Kobayashi intentaba disuadirla.
Lo vieron y dejaron de discutir.
—Oh, hola, Marlon-san —lo saludó Kobayashi—. Bien, has encontrado todo el material para la segunda máquina. Podemos empezar a construirla ahora mismo. Seguiremos con los experimentos más tarde —concluyó con energía, mirando a Maoko directamente a los ojos y haciendo énfasis en el «más tarde».
La muchacha hizo una mueca y fue a buscar su cartera, donde estaba el plano de la máquina.
Marlon consiguió los distintos cables, tornillos, y una variedad de accesorios para el montaje. Después colocó sobre la mesa las herramientas necesarias: alicates, destornilladores, tijeras e incluso un taladro eléctrico para perforar agujeros
Kobayashi y él empezaron a perforar la placa soporte, mientras Maoko daba las indicaciones con las medidas. Después montaron los elementos verticales del esqueleto del dispositivo. Colocaron algunos componentes en estos elementos y los conectaron a una caja eléctrica de conexiones sujeta a la placa. Prepararon con cuidado un imán que formaba un circuito resonante junto con un condensador constituido por dos placas una en frente de la otra, y cuya distancia se podía regular con un tornillo micrométrico. Regularon la distancia a tres milímetros exactamente, el mismo valor con el que estaba calibrado el condensador de la máquina original.
Después de cada fase de montaje, Maoko verificaba que las conexiones y las regulaciones correspondieran perfectamente a lo que indicaban los documentos.
Colocaron el generador de alta tensión en la placa de soporte y lo conectaron a la caja de conexiones y al imán.
Los parámetros que iban modificando durante los experimentos influían en la tensión, la corriente y la forma de la onda producida por el generador, por lo que conectaron este componente al ordenador para controlarlo.
Mientras fijaban los soportes para dos retículos de ionización llegó Drew, seguido en muy poco tiempo por Novak, Schultz y Kamaranda.
—Veo que habéis avanzado. Fenomenal —dijo Drew, observando el trabajo realizado. Fue a coger una caja y se la dio a Marlon—. Aquí están las piezas que he construido esta mañana. Faltan la placa del punto A y la placa secundaria —miró a Kobayashi, incierto.
El japonés le devolvió la mirada con aspecto serio.
—La máquina tiene que ser exactamente igual, Drew-san —dijo—. Si el comportamiento es idéntico al de la máquina original, sabremos que el efecto de intercambio es una realidad científica, reproducible y utilizable. Si no, tendrás que olvidar todo lo que hemos hecho hasta ahora.
Los científicos noruego, hindú y alemán ya estaban en la pizarra, concentrados en una ecuación particular.
Drew estaba contra las cuerdas y no tenía alternativas.
Fue al banco mecánico y preparó las dos placas.
Cuando se las llevó a Kobayashi, vio que todo lo demás ya estaba montado. Maoko estaba guiando a Marlon para la regulación de una distancia micrométrica12.
—Un poco más... más... no, ¡demasiado! —La muchacha medía con un micrómetro digital el espacio entre dos retículos de ionización—. Hacia atrás despacio... sigue... despacio... ¡para! Un poco más, pero poco, poco... cuidado... y... ¡para!
Marlon retiró inmediatamente su mano del tornillo de regulación, sin rozarlo.
Maoko se enderezó, respiró, y volvió a inclinarse sobre la mesa para repetir la medida y comprobar que correspondía a los datos iniciales.
—Cuatrocientos treinta y siete micrómetros. Perfecto. Fija el tornillo.
Marlon abrió y cerró varias veces la mano, para relajar los músculos cansados, y después la acercó lentamente al tornillo de regulación micrométrica para, con la máxima delicadeza, apretar la arandela de fijación concéntrica. Aguantaba la respiración para no provocar movimientos indeseados de la mano. Se retiró y miró a Maoko.
Ella no había quitado los ojos del micrómetro en ningún momento.
—Bien —declaró, mirando seriamente la pantalla del instrumento.
Miró a Drew.
—En nuestra opinión —dijo, mirando a Kobayashi, que aprobó con la cabeza—, esta regulación es probablemente la más crítica del proyecto. Durante la generación de energía necesaria para que ocurra el intercambio, los retículos producen un campo ionizado especial que genera un efecto secundario en el espacio a su alrededor, se acopla con las placas del punto A, la primaria y la secundaria, y, de alguna manera, provoca el intercambio.
—El ordenador da la orden al generador de alta tensión para que genere un impulso de energía de una duración de medio segundo —continuó Kobayashi—. Hemos observado que cambiar la duración del impulso influye poco sobre el funcionamiento. El efecto se produce siempre del mismo modo, con la condición de que la duración sea de al menos dos décimas de segundo. Por encima de ese umbral no se manifiestan cambios en el resultado del intercambio. Suponemos que el campo ionizado de los retículos alcanza la intensidad óptima cuando se impone, al menos durante el intervalo de tiempo mínimo, un valor de 1.123,08 V al parámetro K22 con una distancia entre los retículos de 437 micrómetros. Otros parámetros del sistema varían las dimensiones y la forma de la materia intercambiada, y queda por determinar qué determina las coordenadas del destino, para lo que hay que experimentar a partir del punto B, que la placa secundaria ha desplazado a este laboratorio.
—Bien —asintió Drew, serio—. Sigamos.
Montaron las placas A y A2, como habían denominado la placa secundaria, y Maoko controló de nuevo todas las conexiones y las regulaciones.
Marlon se sentó frente al ordenador, lanzó el programa necesario y comprobó la comunicación con el generador. Funcionaba perfectamente. Se volvió hacia los demás con expresión interrogante.
Drew estaba angustiado. Todo estaba listo para ensayar la segunda máquina, pero él tenía pavor de que el intercambio ocurriera en el interior de una persona. Habría sido un desastre, una tragedia para su carrera y para el futuro de la ciencia. Incluso para la víctima, para ser sinceros.
Kobayashi lo miraba como un samurái habría mirado a un compañero que no se atrevía a suicidarse por honor. Drew sentía el desprecio de su amigo, pero no podía cambiar su manera de sentirse. No tenía miedo solo por sí mismo, sino por todos los demás.
Maoko colocó los puños sobre sus caderas, inclinó la cabeza y se puso a mirarlo de soslayo, molesta, esperando.
Marlon lo miraba, nervioso.
Drew dudó todavía, inseguro, pero finalmente se decidió.
—De acuerdo —dijo, con resolución—. Intentémoslo.
Maoko se acercó al ordenador y miró a Marlon intensamente. Él entendió y se levantó enseguida, incluso aliviado de que le hubieran relegado de esa responsabilidad.
Maoko se sentó e introdujo los valores de todos los parámetros, y luego miró a Drew.
—Una muestra, por favor —dijo con voz seca, como el viento que azota la cima del monte Fuji.
Drew miró alrededor, después eligió un pequeño prisma de cristal y lo situó en la placa primaria.
Maoko miró a Kobayashi, que observó por última vez los instrumentos para asegurarse de que todo era correcto, y después afirmó con un gesto de la cabeza.
La joven acercó el dedo a la tecla de activación, dirigió su mirada a la muestra, e hizo un ademán para apretar la tecla, cuando un grito de Novak la paralizó al instante.
—¡Quietos! —chilló, corriendo hacia la mesa de experimentación seguida por Schultz y Kamaranda—. ¡No actives la máquina! ¡Todos quietos! —ordenó, agitadísima.
Maoko retiró la mano del teclado y miró con odio a Novak.
—Hemos comprendido cómo se definen las coordenadas —continuó la mujer noruega—. Están directamente relacionadas con la distancia entre la placa primaria y la secundaria según una función matemática que analizaremos más tarde, pero el problema es que, según nuestro trabajo, hay una relación particular con la longitud de Planck13.
Drew la miró atónito.
—¿Qué quieres decir exactamente?
—Quiero decir que algunos de vuestros estimados parámetros influyen sobre las coordenadas de destino, más de lo que cabría esperar, pero sólo si se ajustan a valores muy específicos y de acuerdo con combinaciones bien definidas —anunció triunfalmente—. Hasta esta mañana el destino se encontraba en el despacho de la profesora Bryce solo porque la relación con la distancia entre la placa del punto A y la placa en el laboratorio encima de este no cambiaba con una combinación de los parámetros oportunos. Cuando habéis montado la nueva placa secundaria el experimento ha funcionado igualmente, solo que, al ser menor la distancia entre las placas, el destino del intercambio también se ha reducido. Hemos encontrado una función aproximada que puede explicar este comportamiento. Por suerte para todos nosotros, no habéis encontrado las combinaciones cruciales con vuestros experimentos. Hay tres parámetros, el K9, el K14 y el R11, que, según lo que hemos comprendido, componen una triada de traslación. La triada desplaza el punto B de una mera posición relacionada con la distancia entre la placa A y la placa A2, corregida con la función que he mencionado, a una posición en el espacio completamente arbitraria. Y cuando digo arbitraria quiero decir «donde sea» —Kamaranda y Schultz asentían vigorosamente.
—Quiere decir... —balbuceó Drew.
—Quiero decir, egregio profesor Drew, que configurando correctamente la triada podemos situar el punto B en una posición cualquiera del universo conocido —concluyó Novak con los ojos brillantes y la expresión animada.
Drew estaba como loco. Había aguantado la respiración durante la explicación de la científica y ahora le faltaba el oxígeno.
Marlon tenía un sudor frío causado por todo lo que acababa de aprender, mientras Kobayashi y Maoko sonreían satisfechos. Quién sabe por qué.
—La longitud de Planck aparece en la ecuación de la traslación para establecer posiciones discretas del punto B —explicó Schultz—. Esto significa que, por ejemplo, podemos situar el punto B en la superficie de Júpiter, en las coordenados con latitud 30º N y longitud 125º E, y ni un metro más lejos, más cerca, arriba o abajo. La destinación alternativa más cercana podría estar a 100 kilómetros de distancia. Esto es solo un ejemplo, cuidado, porque todavía tenemos que encontrar los valores reales, y además hay que experimentar con la triada.
—Entonces... —tentó Drew.
—Entonces —intervino Kamaranda— si la máquina que acabáis de construir presenta alguna diferencia, por pequeña que esta fuera, estructural o de regulación, el destino se desplazará. En vez de donde estaba la botella de agua, ahora destruida, el punto B se encontraría en otro sitio, siendo la magnitud del desplazamiento proporcional a la longitud de Planck según la función que hemos encontrado.
—¡La máquina es igual! —exclamó Maoko con rabia, pero Kobayashi posó su mano sobre el brazo de la chica para calmarla.
—Hemos situado los retículos de ionización a 437 micrómetros de distancia —dijo el científico japonés—. El instrumento que hemos usado para calibrar la distancia tiene una resolución de un micrómetro, por lo que el valor exacto puede variar entre 436,5 y 437,4 micrómetros14. Supongamos que la distancia sea de 436,9 micrómetros. ¿Dónde estaría el punto B?
Novak, Kamaranda y Schultz volvieron a la pizarra, borraron una zona que no era indispensable y desarrollaron la función basándose en los datos reales recibidos de sus compañeros. La ecuación era compleja y tardaron unos minutos, hasta que Schultz anotó el resultado en una hoja y los tres volvieron a la mesa con el dispositivo.
—Suponiendo que no queremos modificar la triada —dijo el alemán—, es decir, dejando los parámetros como están, el punto B estaría a unos 18,6 metros respecto a la botella de agua. La dirección del desplazamiento no sabemos determinarla todavía, así que imaginaos una esfera de 18,6 metros de radio centrada en la posición de la botella. Pues bien, el nuevo punto B estará en un punto cualquiera de la superficie de esa esfera.
Drew miró por la ventana.
Ya era de noche. Había pocas personas por las avenidas de la Universidad cercanas al laboratorio. En los pisos superiores seguramente ya no había nadie, y lo mismo en los locales adyacentes. La superficie de la esfera imaginaria pasaba también bajo la tierra, además. ¿Podrían pasar tuberías de gas por allí? Drew pensaba que no. Una opresora sensación de impotencia se mezclaba con resignación se apoderó de él. Sentía como si tuviera una roca sobre el pecho que le impedía respirar. Fue a la puerta, la abrió y salió a respirar el aire fresco de su Manchester. Respiró unas bocanadas profundas, repetidamente, mientras los demás lo miraban desde dentro.
¿Podía pedir permiso a McKintock para realizar un experimento así? No, el rector lo habría ridiculizado por haber montado todo aquello y después no ser capaz de controlarlo.
Tenía que asumir su responsabilidad, y también los riesgos asociados.
Volvió a entrar y se dirigió a Schultz.
—¿Cuál sería el radio de la esfera imaginaria si el retículo de ionización estuviera a 436,5 micrómetros? ¿Y con 437,4?
—Unos 62 kilómetros en el primer caso, y 15 en el segundo. —Ya lo habían calculado, previendo la pregunta—. Y si la distancia fuera 436,99 micrómetros, la esfera tendría un radio de pocos metros, pasando por nuestros cuerpos —añadió Schultz para concluir.
Drew abrió mucho los ojos durante un segundo, después le dominó una sensación de cansancio.
¿Cómo podía experimentar con una tolerancia tan amplia?
No podía. Y al mismo tiempo no tenía alternativas.
—Hagámoslo —dijo con voz seria, bajando la cabeza y mirando al suelo con ojos vacíos.
Todos se colocaron alrededor de la mesa con la segunda máquina. Novak estaba cubierta de sudor frío, mientras que Marlon se apartó un poco, como si esto pudiera protegerlo de alguna manera.
Maoko observó de nuevo todo el sistema y después presionó la tecla con decisión.
Una masa roja y densa apareció en lugar del prisma de cristal, desecha, y comenzó a fluir lentamente por la placa.
Plop.
Plop.
Todos los presentes palidecieron.
Drew vomitó allí donde estaba, cayendo después de rodillas sobre su propio vómito.
Las piernas de Novak cedieron y tuvo que agarrarse a una estantería, pálida como un cadáver.
Kamaranda y Schultz se quedaron de piedra, y los japoneses no mostraron ninguna reacción.
Marlon tenía los ojos y la boca abiertos de par en par, aterrorizado.
Después de unos segundos, sin embargo, mirando la masa roja, notó algo.
Se acercó para ver mejor.
Había algo, en medio de esa pasta.
Cogió unas pinzas y, con un cuidado extremo, la introdujo en la masa.
Dudó un momento, después cerró el pico de la pinza sobre un trozo sólido.
Retiró la pinza con mucha atención y dejó caer el objeto encontrado sobre la mesa.
Los demás seguían sus movimientos como si estuvieran en un trance, menos Drew que seguía arrodillado, impresionado.
Marlon examinó el objeto durante unos momentos, después cogió un vaso de cristal y lo llenó con agua de un grifo del laboratorio.
Cogió el objeto con la pinza y lo sumergió en el agua, sin soltarlo. Lo sacudió varias veces para limpiarlo, y el agua del vaso se tornó de color rosa.
Alzó la pinza lentamente para sacar el objeto limpio.
Una sonrisa se dibujó en su rostro, y emitió un sonoro suspiro de alivio.
—Profesor —llamó—, profesor Drew...
Drew sacudía la cabeza, y daba la espalda a todo el mundo, como si no quisiera saber nada.
—Profesor —insistió Marlon—. Todo está bien, profesor. Mire esto.
Drew se levantó con dificultad, sin ganas, y se acercó reluctante.
Lo que vio lo dejó de piedra.
Marlon sujetaba un trozo de plástico rosa con la pinza, al que estaba sujeta una etiqueta estampada.
—Esta es la salsa de tomate que pongo todos los días sobre mi filete —explicó el estudiante—. El comedor de la Universidad la compra directamente a Italia, a un productor artesano, y la guardan en un refrigerador que está a unos veinte metros al este de aquí.
»Está muy rica, ¿sabe? —añadió—. Está aromatizada con orégano, mi especia preferida.
Capítulo XII
Maoko estaba volviendo a su apartamento, caminando despacio por las avenidas del campus, iluminadas por farolas de estilo victoriano. El aire de la noche era refrescante y energizante, después de un día como aquel.
Estaba muy cansada, pero, al mismo tiempo, excitada por los resultados obtenidos.
Era increíble que en un solo día hubieran podido construir una segunda máquina que funcionaba, y, además, llegar a una aproximación a la teoría del fenómeno. Drew había elegido bien su equipo, y la unión de esos expertos había tenido un resultado excepcional.
Estaba feliz de que Kobayashi la hubiera traído con él. Sabía haber contribuido de manera importante a la investigación, y esto la llenaba de orgullo. Después de todo, había conseguido calibrar el retículo de ionización con solo 0,1 micrómetros de error, un valor extremadamente reducido, puesto que había usado un calibrador con resolución de un micrómetro.
Llegó delante de la puerta de su apartamento, en una zona más bien aislada del campus. Giró la llave en la cerradura y abrió la puerta. Estaba dando el primer paso hacia el interior cuando un ruido precipitado la hizo girarse de golpe.
De la oscuridad surgió Novak, que se situó delante de ella con ojos incendiados.
—¡Señorita Yamazaki! —la interpeló bruscamente—. ¿Cómo se ha permitido, hoy, dirigirse a mí de ese modo? ¡Usted, una mera estudiante! —de manera impulsiva dio un paso hacia delate y pasó el umbral de la puerta—. ¡En todos mis años de enseñanza no he encontrado nunca nadie tan insolente como usted! —siguió, hablando con desprecio—. Quizá en vuestro país de comedores de arroz estáis acostumbrados a trataros como perros los unos a los otros, pero aquí, en occidente... ¡fff!
Maoko le había tapado la boca con una mano, cerrándosela con fuerza. Con la otra mano la agarró por la muñeca derecha y al mismo tiempo clavó su mirada en los ojos de la mujer noruega. Entonces Maoko abrió los suyos de manera innatural, sin parpadear, y sus pupilas negras parecieron agrandarse desmesuradamente, irradiando una luz hipnótica que entraba en los ojos de Novak y la iba paralizando.
Con un pie dio un golpe a la puerta para cerrarla y, después, mirándola fijamente todavía, le quitó la mano de la boca muy lentamente.
Novak permaneció inmóvil, con los labios medio abiertos y los ojos fuera de sus órbitas.
Maoko retiró delicadamente el bolso de su hombro y después, lentamente, le tomó la muñeca izquierda y la colocó sobre la derecha que ya estaba sujetando, cruzándolas y manteniéndolas juntas con una sola mano.
Sin quitar la mirada, buscó algo en un cesto de paja sobre un mueble cercano con la mano libre y sacó un rollo de cuerda. Tanteó hasta encontrar el extremo justo, lo sujetó e hizo caer el resto al suelo con destreza.
Lentamente dio unos giros de cuerda alrededor de una muñeca, después alrededor de la otra, y acabó dando unas vueltas alrededor de las muñecas cruzadas, sujetando todo con un nudo doble.
Novak estaba completamente paralizada.
Maoko dejó correr una pequeña longitud de cuerda para mantenerla en tensión con las muñecas de Novak, alzados a la altura de su abdomen.
Dobló ligeramente las rodillas y con la otra mano recogió el rollo, con un movimiento veloz de los ojos apuntó, y con estilo magistral lo lanzó por encima de un gancho en hierro macizo fijado al techo del que colgaba una lámpara de estilo antiguo.
Del rollo, que había caído cerca de ella, tomó el otro extremo de la cuerda, y con las dos manos empezó a tirar lentamente, levantando las muñecas de Novak hacia arriba.
Siguió tirando, palmo tras palmo, hasta que los brazos de la mujer noruega estuvieron sobre su cabeza y empezaron a tensarse. Novak emitió un gemido sofocado, pero lo calló inmediatamente, mientras seguía mirando delante de sí con una mirada ausente.
Maoko tiró más, lentamente pero firmemente. Ahora los brazos estaban estirados al máximo y comenzaban a levantar el peso del cuerpo. Novak empezó a gemir de manera sumisa, continuamente, mientras la frente se le llenaba de sudor.
Maoko tiró un poco más, hasta que los pies de la mujer noruega estuvieron levantados con un ángulo de unos sesenta grados con respecto al suelo. En ese momento ató el extremo libre de la cuerda a un robusto toallero fijado a la pared, al lado del fregadero de servicio de la cocina.
Del cesto de paja cogió un trozo de cuerda más corto y ató los tobillos uno contra el otro, y después se alejó para ver el resultado de su trabajo.
La mujer noruega colgaba del techo, tensa y perfectamente vertical, apoyada ligeramente, en vertical, sobre la punta de sus pies, que eran el único punto de apoyo que le quedaba.
Ya no gemía. Ahora respiraba lentamente, jadeando, y todo el cuerpo se le había cubierto de sudor por la tensión muscular.
La camiseta había salido de la falda, descubriendo una parte de su abdomen sudoroso.
«No está mal», se felicitó Maoko a sí misma.
Cerró la puerta con llave, se quitó el abrigo y los zapatos y fue al baño; después se preparó un té japonés. Degustó algunas de sus pastas y finalmente se acomodó en un sillón para leer una novela. Había sido un día largo y ajetreado; sentía la necesidad de relajarse. Las aventuras amorosas de la protagonista del libro la llevaron a un mundo fantástico, pero también muy real; los japoneses tienen una sensibilidad particular por los matices y los detalles, y su nivel de introspección es superior. Sobre todo, las mujeres; escuchan todo el tiempo e interaccionan con el entorno de una manera profunda.
Midori era una estudiante de letras enamorada de Noboru, un pescador joven que vivía en un pueblo costero a cien kilómetros de distancia. Se habían conocido en un parque, un año antes, con ocasión del florecimiento de los cerezos15, y se habían enamorado perdidamente. Cada pensamiento de ella era un pensamiento de él; habían descubierto que se comprendían tan profundamente que se consideraban una sola persona, indivisible. Pero Noboru tenía un trabajo durísimo. Salía con la barca en medio de la noche, con los compañeros, para pescar, y el mar estaba agitado a menudo. Uno de los chicos había caído al agua, una vez. Gritaba, en la oscuridad, pero no podían verlo. Lanzaron varios salvavidas hacia el lugar de donde provenía la voz, pero ola tras ola la voz se había ido alejando. Hasta que se hizo el silencio. Solo oían el murmullo violento e indiferente de las olas que golpeaban la embarcación, y agitaban la red en el mar oscuro.
Estás con nosotros, Ryuu,
estás con nosotros.
Cada noche vendremos contigo sobre el mar negro,
y sabremos que nos estás esperando
con tus fuertes brazos abiertos.
Subirás al barco como la espuma de las olas
y a nuestro lado, junto a nosotros, tirarás las redes,
como las noches pasadas,
cuando tus ojos y tu sonrisa
nos hacían afrontar la tempestad con alegría.
Noboru había escrito esta elegía a su amigo perdido, y la había mandado a Midori en una de sus numerosas cartas. Ella había llorado por él, y por Ryuu, a pesar de que no lo había conocido. Noboru era un poeta, con un ánimo dulcísimo y sensible, pero la vida que llevaba no le permitía exprimir su talento como merecía.