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La Chica Y El Elefante De Hannibal
La Chica Y El Elefante De Hannibal

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La Chica Y El Elefante De Hannibal

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—¿Tin bim suny?

—Tin Tin Ban Sunia.

—Tin Tin Ban Sunia —repetí, y sostuve los extremos del eje sueltos sobre mis manos para que girara libremente.

La esclava asintió con la cabeza y se puso a trabajar enrollando el hilo en el ovillo mientras yo sostenía el eje de la herramienta.

—No entiendo lo que eso significa.

Cuando el último hilo salió del eje, me lo quitó y comenzó a tejer una nueva cuerda.

—¿Conoces a la mujer llamada Lotaz? —pregunté.

La esclava giró la rueca y empezó a trabajar el hilo, aparentemente ignorándome.

—Lotaz tiene el pelo largo y rizado —dije—. Y se pone colores en los labios y las mejillas.

Tomé una bolita de algodón de la canasta, quité las semillas y saqué unas cuantas fibras como había visto hacer a la chica. Ella me quitó el algodón y rápidamente lo trabajó en su hilo de creciente longitud. Cogí otra bolita y seguimos trabajando, pero ella no reaccionó a ninguna de mis palabras.

—¿Puedes oírme?

Nada.

—¡Tu pelo está en llamas!

Me quitó otra bolita de algodón de la mano pero no dijo nada.

—¡Hay un horrible soldado corriendo hacia aquí para cortarnos en pedacitos y alimentar a los leones!

Sin la más mínima respuesta, finalmente, dije:

—Tin Tin Ban Sunia.

La chica sonrió. Aparentemente, podía oír, y le satisfacía lo que dije, aunque no tenía ni idea de lo que había dicho.

Continuamos así; ella haciendo hilo, mientras yo sacaba el algodón y charlaba sobre el campamento, Yzebel, Obolus y mi aventura con la jarra de vino. Incluso le dije que había visto a Hannibal, y lo guapo que era.

Creí que tenía mi edad, doce veranos, quizá un poco más joven, esbelto y con menos de dos flechas de altura. Su tez era más oscura que un melocotón de canela, y sus ojos, oscuros como la noche en el bosque. Ella no decía una palabra y nunca reconocía mi presencia excepto para tomar las bolitas de algodón de mi mano y trabajarlas en su hilo.

Pronto habíamos transformado la cesta de algodón en tres grandes bolas de hilo. La chica los colocó en la cesta, la recogió y pasó junto a mí.

—Tin Tin Ban Sunia —dijo.

Por lo que yo sabía, podría haber significado «Adiós, encantada de conocerte» o «Ya he terminado, puedes irte» o «Por favor, no me molestes más».

Me senté con las piernas cruzadas en la estera cuadrada donde había estado durante los dos últimos ovillos de hilo y miré a la chica que se alejaba de mí, sintiéndome abandonada.

Después de unos pasos, ella se detuvo, miró hacia atrás, y con una gran sonrisa dijo:

—Tin Tin Ban Sunia. —Ladeó la cabeza en la dirección que había empezado, como diciendo—: Vamos. ¿A qué esperas?

Salté y corrí a caminar a su lado.

—¿Tin Tin Ban Sunia?

Me señaló el camino y me dio un asa de la cesta para que la lleváramos entre las dos. El camino subía una pendiente empinada, donde luego serpenteaba a través de un bosque de pinos en el lado oscuro de Stonebreak Hill. Las tiendas y chozas de abajo daban paso a chozas hechas de troncos, con techos de ramas de paja. Parecía que habíamos dejado el barrio más pobre y nos habíamos adentrado en el rico.

Las cabañas estaban separadas entre sí y no había nadie alrededor. Abajo, el ruido de la actividad continuaba, con mucha gente ocupándose de sus asuntos, pero allí en el bosque, todo lo que oía era la brisa en las copas de los árboles y un solitario cuervo graznando a lo lejos.

—¿Quién vive aquí arriba?

No esperaba respuesta pero pensé que podría leer algo en la expresión de la chica. Lo hice. La sonrisa fácil de la chica había desaparecido, reemplazada por una mirada de aprensión.

—Tin Tin Ban Sunia —susurró señalando una pequeña cabaña al final de un sendero lateral, lejos de los demás. Estaba rodeada de altos y oscuros árboles.

La aprensión en el rostro de la chica se convirtió en una mirada de terror. Era obvio que no quería ir ahí.

—Volvamos.

Hice un gesto hacia el camino.

Ella miró hacia donde yo apuntaba pero luego se dirigió hacia la cabaña. Todavía tenía el asa opuesta de la cesta, así que fui con ella, pero sin ningún entusiasmo.

Cuando nos acercamos a la cabaña, la puerta crujió en sus bisagras de cuero y salió un repulsivo hombre buey. No llevaba más que la parte inferior de una túnica atada con una cuerda bajo su enorme vientre, y un par de botas negras. Su cabeza peluda se apoyaba en hombros redondos, como si no tuviera cuello. Nunca había visto a nadie con tanto pelo. Cubría su pecho, su vientre y la mayor parte de su cara. Probablemente su espalda también, pero no quería ver más.

Mordió el último trozo de carne del hueso de un pequeño animal y lo tiró a un lado.

—¿Eso es todo lo que has hecho? —le gruñó a la chica y señaló la cesta.

Su voz áspera y ronca me puso muy nerviosa. Algo grasiento corrió por la comisura de su boca, y escupió en el suelo a mis pies. Me miró fijamente y se limpió la barbilla con el dorso de la mano.

La chica y yo nos echamos hacia atrás. No sabía que un hombre gordo pudiera moverse tan rápido, pero dio un paso adelante y movió la mano antes de que yo tuviera oportunidad de darme la vuelta. Apreté los ojos con fuerza, esperando sentir que me golpeaba la cara, pero él golpeó a la chica en su lugar. No fue una bofetada con la mano abierta, sino un duro golpe con el puño. El golpe la hizo tropezar con un árbol. La parte de atrás de su cabeza golpeó el tronco, y se quedó sin fuerzas, cayendo al suelo.

Dejé caer la cesta y corrí hacia la chica, cayendo de rodillas a su lado. La hice rodar y grité. La sangre corría por su boca y nariz, y se empezaba a formar un moretón en un lado de su cara. Sus ojos estaban cerrados.

—Tin Tin Ban Sunia —susurré y la cogí en brazos.

Nunca vi venir la bota del hombre.

Capítulo Ocho


La bota del hombre gordo me golpeó en el costado, haciéndome caer de espaldas en la tierra. Intenté gritar, pero mis pulmones no tenían aire. Me puse de rodillas y me incliné hacia adelante, agarrando mi estómago con ambas manos, tratando de respirar. Cuando agarró el brazo de la chica para arrastrarla hacia su choza, intenté levantarme, pero una gran presión me aplastó el pecho y caí de nuevo al suelo, todavía respirando con dificultad.

Los ojos de la chica se abrieron de golpe, hizo un débil intento de ponerse de pie, pero tropezó y sucumbió a la fuerza del hombre que la arrastraba. Ella gritó y se agarró a un poste de la puerta con la mano que tenía libre, pero él le quitó la mano, la metió dentro y cerró la puerta de un portazo. Entonces oí la aldaba de madera cerrarse.

* * * * *

No sé cuánto tiempo estuve sentada en la tierra llorando, pero finalmente me levanté. Me sentía mareada cuando quité las hojas y ramitas de los tres ovillos de hilo y los puse en la cesta. Cuando dejé la cesta al lado de la puerta, no oí nada desde dentro. Llamé y esperé una respuesta, pero nada. Golpeé la puerta e intenté abrirla, pero no cedió.

—Tin Tin Ban Sunia —susurré a través de una grieta en la madera. Nadie respondió.

Después, me alejé por el sendero. Cuando llegué a la tienda de Bostar, mis lágrimas estaban secas. Me sentía mal. No solo me dolían el estómago y el costado, sino que me sentía herida por dentro. No era un sentimiento que pudiera entender. Me perturbó, como si hubiera hecho algo malo al no ayudar a la chica. Solo quería ir a Obolus y acurrucarme en ese lugar suave entre su barbilla y su pecho donde había dormido la noche anterior.

Le puse una sonrisa a Bostar porque parecía feliz de verme, y dijo que le gustaba mi vestido. Era un hombre grande, como el de Stonebreak Hill. Le di el cuadrado de tela del día anterior, que había atado en mi cinturón, y le vi repartir los panes. Seguramente no era como el hombre que había golpeado tan fuerte a Tin Tin Ban Sunia.

—¿Tú…? —me interrumpí, al darme cuenta de que mi voz me había fallado. Tragué saliva y empecé de nuevo—. ¿Tienes algún esclavo, Bostar?

Arrugó su frente y estudió mi cara antes de responder.

—No, mi niña. No puedo permitirme esclavos.

—Necesitamos ocho panes hoy.

Lo observé por un momento mientras apilaba el pan en la tela. Luego tomé dos monedas y las joyas que Yzebel me había dado y se las entregué.

—¿Cuánto cuesta un esclavo? —pregunté.

Bostar eligió la pequeña cadena de oro para examinarla.

—Un esclavo costaría un puñado de estos. —Sujetó la pequeña cadena por el extremo.

—Oh. —Puse el resto de las joyas en mi bolso.

—Espera aquí un momento.

Entró.

Tiré de las esquinas de la tela para atarlas, pero él salió con más panes.

—Esta cadena de oro es demasiado para ocho panes. Te doy tres más para que quedemos en paz.

—Hum —dije—. Yzebel tenía razón.

—¿Sobre qué? —Apiló los panes adicionales en la tela.

Yzebel me había dicho que Bostar era un buen hombre, un comerciante justo. ¿Cómo sabía de los hombres? ¿Cómo aprende una chica la diferencia entre las personas, los buenos y los malos?

—¿Ves dónde está el sol, Bostar?

Miró al cielo.

—Rozando las copas de los árboles.

—Yzebel me dijo que volviera a sus mesas antes de que toque las copas de los árboles.

—Entonces deberías apurarte, pequeña. —Me ató el paquete en la espalda; se había soltado cuando quité la tela del pan—. ¿Te veré mañana? —preguntó.

—Puede que me veas todos los días durante mucho tiempo. —Lo miré.

—Bien. Eso significa que los dioses no están disgustados conmigo —hizo una pausa, me miró y añadió—: aún.

Lo miré fijamente, preguntándome a qué dioses les rezaba y por qué. El hombre en Elephant Row había dicho que los dioses del inframundo me habían hecho revelar a los elefantes contra sus cuidadores. Quizás esos mismos dioses estaban durmiendo cuando ese hombre lastimó a Tin Tin Ban Sunia.

—No lo pienses tanto, pequeña. Solo es un poco de humor de panadero.

—¿Bostar? —pregunté.

—¿Sí?

—Hay un hombre en Stonebreak Hill, que vive en una choza en los árboles. Es grande como tú, pero cubierto de pelo. ¿Lo conoces?

Bostar levantó las cuatro esquinas de la tela para atarlas juntas sobre el pan.

—¿El que vende hilo?

Asentí con la cabeza.

—He oído hablar de él.

—Tiene una esclava a la que trata muy mal.

—Sí, dicen que trafica con esclavos.

—Creo que ella es un poco más joven que yo, y muy dulce, aunque no habla nuestro idioma.

—Muchos de los esclavos traídos a Cartago vienen de lugares lejanos donde hablan lenguas extrañas.

—Estuve allí arriba con ella hoy, y él la golpeó con el puño.

Las manos de Bostar se detuvieron, encima del bulto.

—Todo lo que ella había hecho era hacer solo tres ovillos de hilo para él. A él no le pareció suficiente, así que la golpeó en la cara.

Bostar sacudió la cabeza.

—Tan cruel —dijo—. Nunca hay ninguna razón para golpear a un niño.

No le dije que a mí me pateó en el costado.

Cuando le quité el paquete, Bostar me puso la mano en el hombro.

—Los mercaderes del mal finalmente serán redimidos.

No entendí lo que eso significaba.

Bostar debió de ver la mirada confusa en mi cara, porque sonrió y dijo:

—No te preocupes, niña. Y recuerda, las cosas siempre se solucionan.

—Lo recordaré, Bostar. Adiós.

—Adiós —dijo cuando me fui—. Cuídate.

* * * * *

No quería pasar por el lugar donde conocí a Tin Tin Ban Sunia. Me preguntaba si otro sendero me llevaría, dando un rodeo, a las Mesas de Yzebel; pero me sentí obligada a pasar por la tienda de la esclava. Vi otra cesta de bolitas de algodón sobre la pequeña estera, y su rueca de hilar estaba a un lado. Ella no estaba, y el lugar parecía desierto.

Tras pasar por la tienda, alguien me habló a mi espalda. Me giré, casi perdiendo el equilibrio, y la carga de pan.

—Me has asustado.

—Lo siento.

Esas fueron las suaves palabras de Tendao.

El costado me dolía más que antes, pero no quería contarle a nadie lo que había pasado. Aproveché para descansar, dejé mi carga en la hierba junto al sendero y pensé en cuánto se parecía Tendao a Hannibal, salvo que Tendao no tenía la fuerza de autoridad que vi en Hannibal. Obolus, aunque elefante, era un macho también; más fuerte que cualquiera de los otros, pero luego se asustaba por cosas pequeñas, como yo.

—¿Irás a Lotaz por mí? —me preguntó Tendao.

Dudé, no quería volver a verla. Pero sabía que Tendao tenía problemas para hablar con la gente, y me había ayudado, así que no debía dudar.

—Por supuesto.

Me ofreció un objeto.

—Esto debe llegarle antes del atardecer.

Cuando lo sostuve, era mucho más pesado de lo que esperaba.

—¿Qué es esto?

—Es nuestra diosa, Tanit. Lotaz la quiere para su altar.

La figura era linda y elegante, los brazos tallados en ónix negro, con piedras azules pulidas para los ojos. Las dos perlas que Lotaz me había dado la noche anterior eran ahora pendientes colgantes. La diosa Tanit estaba sentada en un trono que se erigía sobre una base cuadrada, todo del mismo bloque de piedra.

—¿Tú hiciste esto? —le pregunté, mirándole.

—La escultura ya estaba terminada hace días. Solo necesitaba las perlas para completarla.

—Es hermosa. —Entonces vi algunas palabras talladas en la base—. ¿Sabes cómo hacer palabras?

—Sí, más o menos.

—Dime las palabras.

—«Yo soy Tanit tu diosa tu Tanit soy yo» —leyó Tendao.

—¿Me enseñarías?

Tendao me miró por un momento, luego miró hacia otro lado, al sendero. Finalmente, se volvió hacia mí.

—¿Y tú por qué…? —Bajó la voz—. ¿Por qué quieres aprender palabras?

—Quiero aprender sobre todo. Palabras, elefantes, gente.

—Te enseñaré, pero debes prometer que nunca se lo dirás a nadie. Los sacerdotes prohíben que cualquier persona fuera del templo sepa leer y escribir. —Señaló cada grupo de símbolos en la estatua mientras los pronunciaba—. ¿Notas algo especial en el patrón de las palabras?

Los miré de nuevo pero no entendí.

—Lo siento, Tendao, no sé leer. Solo veo que algunas palabras se repiten.

—Eres más brillante de lo que crees, amiga mía. Sí, las palabras se repiten. —Volvió a leer, esta vez empezando por el extremo izquierdo de la línea en lugar del derecho, pero sonaba exactamente igual—. Ves, se lee igual, hacia adelante y hacia atrás.

—Es increíble, Tendao. ¿Todas las palabras se escriben de esa manera?

—No, no todas.

Entonces recordé mi pulsera.

—¿Puedes leer esto?

Sujeté la estatua con el codo derecho y extendí la muñeca izquierda para que él la viera. Sus ojos se abrieron de par en par al girar el brazalete de mi muñeca para examinar las finas tallas.

—¿De dónde has sacado esto?

—Uno de los soldados lo dejó en una mesa de Yzebel anoche. Ella me lo dio.

—Esto no fue hecho aquí ni en Cartago. —Examinó el otro lado—. Ningún artesano de esta región puede hacer un trabajo de esta calidad.

—¿Puedes leer las palabras?

—¿Palabras? —preguntó—. ¿Dónde?

—Alrededor del círculo en la parte superior, palabras muy pequeñas.

—Ah, sí. Ahora las veo. Estas palabras son nuestras, pero el artesano no es de los nuestros.

—Di las palabras para mí.

—«Todos los elefantes regresan a Valdacia» —dijo Tendao.

—¿Valdacia?

—Sí, y hay más. —Inclinó la cabeza para leer el resto, siguiendo alrededor del círculo, de derecha a izquierda—. «No importa cuán lejos marchen».

—¿Qué es Valdacia? —pregunté.

—Nunca he oído hablar de ese lugar.

—«Todos los elefantes regresan a Valdacia» —repetí—. ¿Cómo era el resto?

—«No importa cuán lejos marchen».

—«Todos los elefantes regresan a Valdacia, no importa cuán lejos marchen» —repetí la frase y saqué la muñeca de su mano para ver las palabras por mí misma. Mientras entrecerraba los ojos ante la luz que titilaba, me di cuenta de que el sol pronto se iría del cielo—. ¡Oh, no! —dije—. Debo volver rápido a las Mesas de Yzebel.

—Sí —dijo Tendao—. Se está haciendo tarde.

—Vigila el pan mientras voy a darle la estatua a Lotaz.

—Claro.

Corrí por el sendero, sosteniendo la estatua de Tanit. El dolor en mi costado era casi insoportable, pero tenía que apurarme.

Cuando llegué a la tienda de Lotaz, su gran esclavo estaba sentado en la alfombra, con las piernas cruzadas y los antebrazos apoyados en las rodillas. Se puso de pie cuando yo dejé de correr.

—Entonces —dijo—, regresa la chica elefante.

—¿Chica elefante?

—He oído cómo revolucionaste a todos los elefantes de Elephant Row.

—Yo no los revolucioné.

—¿En serio? —Sonrió, y noté que no quería herirme; solo bromeaba.

—Bueno —dije—, hubo un poco de alboroto.

—Un poco de alboroto a veces es algo bueno.

—¿Cómo te llamas?

—Soy Ardon. ¿Y tú?

—Liada. —Me gustaba Ardon y pensé que podría ayudarme—. Quiero hablarte de una esclava, pero debo volver rápido a las mesas de Yzebel. ¿Puedo darle esto a Lotaz ahora? Es de Tendao, lo prometido por la jarra de vino de pasas.

—Lotaz no está aquí en este momento. Se ha ido a ver a Artivis. ¿De qué esclava hablas?

—La que convierte el algodón en hilo, en la tienda que está por ahí atrás. —Hice un gesto inclinando la cabeza.

—¿Una así de alta? —Sostuvo la mano plana, con la palma hacia abajo—. ¿Ojos oscuros?

—Sí —dije.

—¿Qué pasa con ella?

—Por favor, debo irme ahora. ¿Le darás esto a Lotaz cuando vuelva? —Le tendí la estatua—. Mañana te hablaré de la chica esclava.

Tomó la figura, y corrí de vuelta hacia Tendao. Le dije que Lotaz no estaba.

—Salió a ver a alguien llamado Artis.

Tendao pareció sorprenderse por esta noticia.

—¿Quieres decir Artivis?

—Sí, Artivis. Su esclavo me dijo que Lotaz fue a su encuentro.

—Tengo que irme.

Se fue corriendo, por el sendero.

* * * * *

Cuando llegué a las Mesas de Yzebel con el pan, ya había atardecido pero aún había algo de luz. Ninguno de los soldados había llegado todavía.

—Llevas un buen bulto —dijo cuando lo dejé en una mesa.

—Sí, Bostar nos dio once panes por una sola cadena pequeña. —Le entregué el bolso y luego, sin pensarlo, me presioné con la mano el costado derecho.

—¿Por qué haces eso?

—Oh —dije, quitando la mano para desatar el paquete de pan—. No es nada.

Si le dijera lo que había pasado con el gordo de Stonebreak Hill, no me mandaría a hacer más recados. O incluso insistiría en que Jabnet me acompañara. Quería probarle que podía trabajar por mi cuenta sin problemas.

Yzebel abrió el monedero y echó las monedas de cobre restantes y el par de pendientes en la palma de su mano. Sonrió.

—Lo hiciste bien con Bostar. —Metió todo en su bolso y apretó el cordón—. Ahora vamos a trabajar. Los soldados estarán aquí pronto.

Jabnet tenía un cerdo asándose en el segundo fuego, así que me puse a encender las lámparas. Después, rebané melones amarillos y saqué las semillas, y me sentí muy aliviada de que Yzebel no me hubiera preguntado por qué había tardado tanto en conseguir el pan.

—Por favor, pela esos cacahuetes por mí —me dijo desde el lado del hogar, donde cortaba zanahorias para el guiso—. Pon un cuenco lleno en cada mesa y espolvoréalas con sal. Pero solo un poco. La sal es preciosa hasta que los próximos bueyes crucen el desierto.

Terminé con los cacahuetes y puse ocho cuencos de barro vacíos en cada mesa, junto con cucharas de madera, como si los hombres las fueran a usar.

Justo después del anochecer llegaron dos soldados pidiendo la cena. Llené sus cuencos con estofado y les serví rodajas de melón, junto con pequeños trozos de pan. Vinieron más, y pronto todas las mesas estaban ocupadas. Me apresuré de un soldado a otro con los jugosos cortes que Yzebel iba sacando del cerdo asado.

—¿Vendrá Hannibal esta noche? —le pregunté mientras sostenía un cuenco para atrapar una loncha que Yzebel apuraba del hueso.

—No. Probablemente esté cenando con esa mujer, Lotaz.

La miré.

¿Esa mujer? ¿Qué quiere decir? ¿Y he podido percibir una cierta inquina en las palabras de Yzebel, como si Lotaz fuera una criatura diferente a ella?

Justo cuando estaba a punto de preguntarle qué quería decir, un hombre hambriento gritó exigiendo más carne.

Durante toda la noche, los soldados no pararon de entrar y salir. Busqué a Hannibal, pero no vino. Al final, solo quedaron tres. Se tomaron mucho tiempo en consumir su comida y bebida, hablando de una gran expedición que se preparaba para Gadir, en Iberia. Yo no sabía nada de Iberia, así que decidí preguntarle a Yzebel sobre ello más tarde.

En algún momento después de la medianoche, aquellos últimos tres hombres se fueron. Yzebel, Jabnet y yo comenzamos a limpiar las mesas.

—Bueno —dijo Yzebel—, al menos nos dejaron un poco de comida esta noche.

Recogimos las monedas y joyas de las mesas, y luego nos sentamos los tres a cenar.

—¿Dónde está Iberia? —le pregunté a Yzebel.

Antes de que pudiera responder, cuatro hombres borrachos se acercaron tambaleándose por el camino, mirando hacia nosotros.

—¡Ajá! —gritó uno de ellos—. Mirad eso, amigos míos. Es la mismísima chica elefante. —Me señaló y se rio—. Llamemos al poderoso Obolus, y ella lo hará bailar sobre las mesas para entretenernos esta noche.

Reconocí al hombre. Era la última persona que quería ver.

Capítulo Nueve


Los cuatro soldados tropezaron con una mesa y cayeron sobre los bancos. Derribaron una lámpara y el aceite se incendió y se extendió rápidamente por la mesa, provocando un pequeño fuego y varias carcajadas. Jabnet retrocedió y yo también, sin saber qué hacer.

Yzebel se quitó el andrajoso delantal y sofocó las llamas con él. Los hombres aplaudieron su ingenio, y luego golpearon la mesa pidiendo comida y bebida.

Jabnet reemplazó la lámpara rota y les dio los últimos tres cuencos de comida. Cuando llevé uno vacío a la mesa para que compartieran con el cuarto hombre algo de estofado, ya habían engullido lo que iba a ser nuestra cena.

—¡Cuidado! —gritó el hombre que yo había reconocido—. La fea niña elefante nos derribará, como hace con todas las bestias del bosque.

Sus amigos encontraron este comentario muy ingenioso, y aparentemente Jabnet también, porque se rio a mis espaldas. El soldado bocazas era el mismo que se burló de mí cuando Obolus me sacó del río. Sus ojos grises y brillantes estaban demasiado cerca de una nariz retorcida, y sus escasos dientes estaban torcidos, rotos y amarillos. Su pelo parecía un brote de hierbas muertas, y me pregunté por qué no era rojo como su barba desaliñada. No me gustaban ni él ni sus amigos y quería que dejara de llamarme «chica elefante».

Sabía que era más prudente irme, pero en vez de eso le lancé mi mirada más fiera. Siguió riéndose de mí.

—Oh oh —dijo otro de los soldados. Tenía los tres dedos medios de la mano izquierda amputados, quedando solo el pulgar y el meñique, que usaba como un cangrejo—. Ten cuidado, Sakul, te hace mal de ojo.

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