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Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas
Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas

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Tú, que tan bien sabes dominar mi espíritu, eres mi dueña. Y estás a cada momento. Porque me cura de la melancolía tu recuerdo afable: de tus palabras susurradas en el viento y de tu rostro iluminando el espacio que podría estar vació a no ser porque adoras a este loco que vive solo para ti.

Tu ser me resulta más hipnótico que un cuento fantástico, tan envuelto en misterios como una historia de suspenso, pero al mismo tiempo tan real y profundo como una novela de crudeza realista. Y no se trata de ninguna contradicción, porque a veces me resultas tan certera y paradójica.

Con una visión que excede a lo cotidiano trato de llegar a ti y adentrarme en lo más recóndito de tu amor. Y consigo ver a través de tus ojos (que son infinitos receptáculos de clarividencia, como lo sería una bola de cristal para una vieja versada en cristalomancia, pero tan delicados y puros como el oráculo de Delfos), puedo ver, decía, por medio de tus ojos, esa profundidad de mujer madura, esa fuerza indomable que llevas en lo profundo, y me hace pensar en la fortaleza de un dios. A veces me resultas demasiado divina para proceder de descendencia terrenal. Tus antecesoras solo pueden ser las mismas que las de Ariadna, divina casta de diosas.

Y mientras tanto, solo tengo un oscuro minotauro que gira y gira en el laberinto circular de mi cerebro, esperando que un Teseo (divino amor que me profesas) rompa con su hilo esta soledad brutal.

Por eso me pregunto, junto a la poeta: ¿Padece más quien espera la caricia de su amor, o aquella tristeza que no tiene a nadie a quién esperar? Aunque la respuesta es obvia, el dolor, cuando es producto de la espera del amor, no es amargo, y aparece mi promesa de que aun teniéndote cerca nunca dejaré de escribirte cartas de amor. Porque me amas y porque te amo, porque te espero, y porque tú también esperas, pero sobre todo porque nuestro amor siempre será una insatisfacción infinita.

Tuyo, donde sea.

GRATITUD

La gratitud deriva de las manos y parte por nuestros brazos hacia el nervio espinal. Es de color violeta que personifica la templanza y la reflexión. Se ofrece con un sabor dulce y con un perfume leñoso. Su efigie simbólica es la Madera y siempre estará tallada en este material. En las cartas del Tarot la amoldo con El Colgado, que pende de la rama de un árbol y ejemplariza la entrega y sacrificio. En el zodiaco occidental la figuro con el signo Capricornio, matriz de toda generosidad. En el zodiaco chino la revelo en El Jabalí, que nunca guarda resentimiento y es de espíritu altruista. La gratitud es Condensada y se dirige al Oeste detrás de un Lobo que se alimenta de lo viejo y elogia lo nuevo.

CAPÍTULO CUATRO

Desfilaron nueve días para que mi humanidad ingresara por el límpido portal de su casa en la fiesta de sus quince años. Llegué temprano, con mi regalo sanguinariamente inocente (para ese tiempo mi madre trabajaba como modista y el presente que le llevé fue un corte de una tela barata) y con una sonrisa que camuflaba el nerviosismo. Media hora más tarde me encontraba sentado en la sala principal orquestando la manera de no salir a bailar. Al fondo, en la antesala, las voces airadas de expertos en charlas se intensificaban en la misma proporción que incrementaba el vigor de la música. De seguro estaban sus padres, familiares y personas allegadas, gentes de cenáculos sabatinos, todos disfrutando de los placeres de la convivencia del instante (o al menos así lo imaginé, pues no me abordó la curiosidad de observar quiénes eran y me aventuro a manifestar que aunque lo hubiese hecho lo más probable es que no hubiera reconocido a ninguno). Me rodeaban en su mayoría sus compañeros del instituto. Mi ineptitud para interactuar afloraba a cada instante y no sabía cómo responder al momento: el animal de caverna se enfrentaba por vez primera al mundo selvático de las fieras sociales.

Llegó el momento del baile. Las piernas me tartamudeaban y me imploraban el alivio del reposo y no porque estuvieran cansadas sino porque les avergonzaba su tosquedad. Ella era la experta y me tomaba de las manos como si hubiera querido enseñarme en un instante las danzas que quizá no aprenda en toda la vida. No recuerdo si bailé con alguien más. Lo más seguro es que no. Me retiré con la anticipación que me imponía el reloj y al salir de la fiesta me despidió con un beso en la mejilla. El postre, inalcanzado por mi apremio, apareció un par de horas más tarde en mi pórtico. Sus brazos delicados extendiéndome el platillo descartable constituyeron un paso más hacia el enamoramiento.


Aunque el gordo era el más rudo, el mudo era el más fuerte. Me estrujaron por fuera y por dentro mientras silenciaron mi desesperación al tapar mi boca que gemía con desconsuelo e impotencia, y mis lágrimas impactaban en el pavimento.

El joven era el más impetuoso y al contrario de lo que se pueda pensar, nunca mostró indecisión y arremetió en mí con la misma predisposición que sus mayores.

Seguramente algún alma asustadiza habrá visto la atrocidad. Estoy segura de ello, pues a lo lejos noté una luz, algún vehículo que enfocó el desenfreno y luego huyó. Podrás pensar, querida amiga, que fue una alucinación propia de mi desesperanza, como aquellos refugios de agua que imaginan los peregrinos del desierto en la aridez de sus exilios. Pudo haber sido una visión o un recuerdo inventado por mi memoria avejentada, pero estoy segura de que no. Fue real, tan real con la bestia de tres cabezas que poseyó mi cuerpo aquella noche.

CARTA CUATRO

Los medios de comunicación que hoy disponemos acercan a las personas cada día más. Telecomunicaciones de imagen y audio se pueden obtener solo con presionar un botón. La Red es un medio que ha recortado las distancias. Si un antiguo pintor hubiese observado semejante prodigio, de seguro hubiese pensado que se trataba de alguna poderosa alquimia. Si hubiese sido alguna santa del medioevo quien lo hubiera contemplado, indudablemente hubiese creído que era un artificio del maligno.

La tecnología depende del tiempo, y avanza junto a él. Desde que el primer homínido plasmó la primera pintura rupestre en alguna caverna ya olvidada, hasta que en este preciso instante, en alguna parte del mundo, la menos experimentada de las impúberes teclea en su teléfono algún mensaje de texto, la intención de comunicarnos no ha variado. Solo han variado los medios.

Cuando el humano fue capaz de formar un lenguaje articulado (tanto oral como escrito), su deseo de expresión se fortaleció. Uno de los medios más usados en todos los tiempos ha sido la carta.

Las cartas de escritoras, políticos y oradores romanos aún son estudiadas por su valor literario, y las de las antiguas griegas por su valor filosófico.

Las Escrituras Sagradas están repleta de estas manifestaciones. Los Santos fundamentaron la teología vigente a base de epístolas. Y el gran libro contiene las epístolas a los colosenses, a los filipenses, a los gálatas, a los hebreos, a los romanos, como también las dirigidas a los corintios y a los tesalonicenses, donde los apóstoles continuaron propagando sus ideas.

Se sabe que Anastasia Dross, renombrada filósofa latinoamericana, escribió, aparte de novelas, ensayos, poemas y obras de teatro, más de veinte mil cartas. En promedio, Dross debió escribir una carta por día.

En el otro extremo está Alessandra Zimbardo, filósofa italiana que murió el mismo año que Dross, para quien escribir una carta era un proceso agotador y un verdadero tormento. Zimbardo lo confesó en sus memorias: No puedo redactar carta alguna, cuya importancia sea variable, que no me demande horas de frustración.

Las cartas han sido tomadas como un poderoso recurso literario.

Un escritor francés, autor de su famosa novela Cartas persas, logra, a través de epístolas que emiten dos personajes, realizar una fuerte crítica a la sociedad de su época. En esta obra no se salvó ni la respetada sociedad burguesa, ni las instituciones políticas y religiosas, ni mucho menos la literatura de su tiempo.

Uno de los casos que más me impactó hace algunos años fue la obra de una autora islandesa titulada Las tribulaciones de la joven estudiante Dögg, que trata sobre una joven apasionada que dirige a una amiga los escritos de sus desventuras al no poder declarársele a un muchacho, desesperación que termina con el suicidio. Esta novela al parecer influyó mucho en la juventud, muchachas que exaltadas al terminar de leer la obra desataron una ola de suicidios. Esto me incitó a leerla. Una enciclopedia nos narra: Las tribulaciones de la joven estudiante Dögg fue imitada por las jóvenes no solo en el vestuario, sino también en su trágico final: según se dice, causó más suicidios que palabras contienen sus páginas.

Al leerla se me acabó la magia. Comprendí que era una novela de su tiempo y que en ninguna circunstancia podría influir en la época actual.

Las cartas han cumplido un fin: el de expresar las situaciones, las ideas, los sentimientos, los pensamientos, de quienes las redactan. La tecnología nos da ahora las cartas electrónicas, que viene a realizar la labor de una forma mucho más acelerada. Los mensajes de texto han sido otro medio que de igual forma acortan las distancias. El predecesor incuestionable del mensaje de texto del celular es el telégrafo.

No obstante el lado positivo, también me gustaría evidenciar alguna objeción. Aunque estas pulidas tecnologías acortan el espacio y el tiempo, padecen del defecto de lo efímero, en tanto que una carta real inmortaliza el instante.

Este es un buen motivo para considerar el valor de una carta (en el sentido tradicional) como insustituible en una manifestación y exaltación del vínculo que hemos formado en torno a nuestro amor. Por ello me gusta que nos escribamos. Porque considero que las cartas (las que se vienen redactando desde los tiempos de las antiguas filósofas griegas) contienen un grado mucho mayor de perdurabilidad y significación que cualquier otro medio.

Quizá aún existan personas que añoren, en imaginaciones románticas, esas esperas de respuestas que tardaban días o semanas en llegar. Que imaginen cómo sería escribir una carta expresando todo lo que siente o se conoce, como hacían nuestras buenas filósofas. Aunque lo más probable es que en las épocas actuales sean totalmente excepcionales las personas que piensen que el uso exclusivo de las cartas tradicionales sea la mejor forma de comunicación. Por otro lado, cada época tiene sus opciones y las personas se aclimatan a sus recursos.

Hace algunos siglos se empezaron a publicar las primeras crónicas, lo que un siglo más tarde fue llamado noticia (y que hoy se pueden leer cada día, precisamente en los diarios), y las personas disponían de otro medio que los comunicaba. El siglo diecinueve tuvo el telégrafo para unir a los pueblos y continentes. El siglo veinte tiene la radio, el teléfono, la televisión. Ahora el siglo veintiuno cuenta con unos poderosos recursos como la Red y los medios inalámbricos como la tecnología celular móvil. Recursos que hubiesen sido inverosímiles para nuestros antepasados son, sin embargo, muy posibles y cotidianos para nosotros. Y aquí viene lo más asombroso e interesante. Recursos que para nuestras generaciones futuras serán factibles y comunes, para nosotros hoy no son más que ciencia ficción. Lo más probable es que nuestros hijos y nietos gocen de la ilusión cercana de un ser querido a través de hologramas. Pero estoy convencida de que la ciencia no se quedaría allí, concebirá medios que en estos días para nuestra poca capacidad imaginativa son inconcebibles. Medios tan impresionantes que hoy los tildaríamos de bonitas imaginaciones, o en casos más supersticiosos los tacharíamos de maldiciones o milagros. Tal como a alguna santa del medioevo le hubiese parecido una maravilla celestial el poder escribir un mensaje donde ella se hubiese encontrado, y que a los pocos segundos hubiera podido aparecer escrito en otro lugar muy distante. O tal como a un antiguo pintor le hubiese resultado un prodigio el poder observar una imagen en momento real en una simple pantalla.

En todo caso, eres tú, quien finalmente decidirás el valor que debe tener cada carta que te escribo, pues para ti están destinadas, y para ti lo estarán mientras pueda seguir escribiendo.

Tuya, con cartas o sin cartas (aunque preferiblemente con ellas).

CAPÍTULO CINCO

Los días empezaron a transcurrir con un acrecentado deseo de sentirnos juntos. La costumbre de tenernos cerca se transformó en una necesidad tan imperativa como sus ganas de ir al baño en los recesos. Y allí nos encontrábamos, hablando trivialidades, sentados en los bancos más apartados. Eran momentos sublimes, dosificados por una sensación que jugueteaba en nuestros estómagos. Su sonrisa me cautivaba y me enloquecía aquella carcajada despernancada y vivaz que volvía atento hasta al más despistado.

Lo más representativo en esta etapa fue mi timidez. Ella era extrovertida y hablantina, y yo un timorato con las palabras atravesadas en la garganta. Aún me impresiona el hecho de que pudiéramos relacionarnos. Yo lanzaba frases entrecortadas y carentes de ingenio y ella las alimentaba con una conversación fluida y exuberante.

Con el tiempo, un viejo almendro se convirtió en un sereno cómplice. Nos arropaba con su timidez y hacía buen tercio entonando el violín del silencio. Él nos guardó los secretos de nuestros besos clandestinos que pocas veces nos dimos y que eran prohibidos en la institución. A la salida, me aferraba a la idea de caminar junto a ella y empecé a esperarla cada mediodía. Con el tiempo, este rito se convirtió en algo cotidiano y una plática de siete cuadras nos envolvía diariamente.


El instituto de mi juventud era privado y se encontraba a un kilómetro del pueblo principal. Para llegar al sector, se debía atravesar un puente corto de apenas cinco metros que se suspendía sobre uno de los caudales del arroyo. Luego existían dos bifurcaciones. La primera era el camino más corto que atravesaba un minúsculo caserío de apenas cien construcciones. La segunda estaba cubierta por asfalto y pese a que el recorrido era más extenso en la amplitud de su camino, pues bordeaba el pueblo en forma de una letra u, atravesando la zona de bosques de tecas que pertenecían a la familia del rector, era el que prefería recorrer en varios momentos de soledad, sin temor al aislamiento en su recorrido, por carecer de luminarias o viviendas asentadas en sus bordes. Esto explica en parte por qué mis gemidos intensos nunca tuvieron una respuesta de auxilio.

Aquella noche, tendida y con la mirada perdida hacia el firmamento pude notar, en los cortos momentos en los que abrí mis ojos durante distintas ocasiones, cómo el viento de inicio del invierno mecía las hojas de las tecas. Alguna de ellas me habrá impactado el rostro mientras observé las nubes que se agolpaban y cubrían la luminosidad de la luna. La penumbra resultó más intensa.

CARTA CINCO

A partir de cierto límite el retorno es imposible. A ese sitio hay que llegar.

El Escritor Sombra

Decía un sabio de antaño que cuando soñamos el porvenir lo deshacemos, que dilucidar una circunstancia es en cierta medida impedir que esta acontezca. Quizás esta magia febril se deba a su pasión por la metafísica. Este individuo de sabiduría milenaria buscaba la unión con lo que las antiguas doctrinas catalogan como absoluto al tiempo que exploraba la idea de la inmortalidad, o por lo menos simulacros análogos.

Entendemos que nuestro futuro es tan incierto que quizás imaginarlo equivalga a hacerlo pedazos. Lo único cierto que podemos tener del futuro es su cualidad de ser incierto.

Amar no es mirarse el uno al otro, es mirar juntos en la misma dirección, era el decir de un escritor francés. Y pienso que es la máxima en la que se puede resumir el estar enamorado. Ya no es el futuro de uno el que interesa, sino el de dos, que son uno, por utilizar una expresión poética. Es decir, un futuro compartido. Tomar decisiones que acarrearán consecuencias para ambos. Y eso de las decisiones siempre me recuerda a lo intrincado de las construcciones que suelen llamarse laberintos. Y esto último, es decir el laberinto, me pone en presencia con la cabeza del toro.

En los mitos clásicos destaca la historia del Minotauro, una criatura bestial con cuerpo de humano y cabeza de bóvido. Su madre era la reina de Creta, Pasífae, y había sido engendrada por un toro blanco que Poseidón había obsequiado a Minos, marido de Pasífae. Al nacer la abominación, el rey Minos encargó al inventor Dédalo que construyera una arquitectura capaz de mantener oculto al híbrido y de la cual no pudiera escapar. Lo encerraron en el laberinto y le ofrendaban en sacrificio a mancebos y doncellas que Minos reclamaba como tributo a Atenas. Cuando el héroe griego Teseo ingresó a Creta decidido a liberar a la ciudad de la sombra de aquel engendro, se ofreció como víctima para el sacrificio. La princesa Ariadna, hija de Minos, se enamoró del valiente y decidió brindarle ayuda al ofrecerle un ovillo de hilo que el guerrero fue soltando desde la entrada del laberinto. Al encontrar al Minotauro dormido, Teseo lo golpeó hasta la inanición y regresó a la entrada del laberinto gracias a la ayuda de su madejo.

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