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Un Helado Para Henry
Un Helado Para Henry

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«El domingo pasado vino un periodista italiano, sabes, uno de esos pesados de cojones sin disciplina que han nacido con el don de la sabiduría y que piensan que son más inteligentes que los demás. Le puse en su sitio enseguida. ¡Parecía un pez fuera del agua!»

«¿Y qué quería?» preguntó Ted.

«Ya sabes cómo son los europeos, siempre democráticos en busca de entrevistas para saber qué es lo que nos mueve a comprar armas.»

«¿Y te entrevistó?»

«Pues claro, y si hubieses estado tú, también te habría entrevistado.» replicó Leland.

«¿Qué te preguntó?»

«La mierda habitual que asocia la posesión de armas con los atentados en los colegios y cosas así…Las armas no se disparan solas, le dije…Y si él hubiese pensado un instante en cuántos americanos tienen armas, según su teoría, los Estados Unidos sería una tierra poblada por los fantasmas de las personas que se han disparado a ellos mismos por diversión. Me hierve la sangre cuando oigo comparaciones entre personas como nosotros, que respetamos la segunda enmienda, y algún jodido loco. ¡Tenemos más de trescientos millones de armas por ahí y quiere ir de persona ética! ¡Qué se jodan, ellos y sus viejas piedras!» Dijo rojo de rabia el jefe Wright.

«Hiciste bien en cantarle las cuarenta, jefe. Me estoy imaginando a ese periodista mientras te hace las preguntas con el intento de moralizarte. Además, ¿quiénes son los europeos? ¿Piensas que alguno de ellos cree en esa bandera azul con estrellitas? ¡No entiendo a qué esperan los ingleses para darles su merecido! Esos pueblos apenas se soportan entre ellos y encima no hablan ni el mismo idioma, les unen solamente esa estúpida moneda, que para empezar debería estar por debajo del dólar…¡Qué se queden sin armas y se preparen para que algún gobierno enfermo les joda! Parece que ya se han olvidado de ese jodido dictador suyo, pero, de todas formas, seguirán sin entender la importancia de la segunda enmienda y seguirán viéndonos solo como cowboys, y cuando llegue algún fanático loco para joderles, se verán obligados a implorar nuestra ayuda…»

«Ya, ¡silban y llega la caballería!»

«Y te voy a decir una cosa, estoy seguro de que se hacen las pajas viendo a Obama en la televisión; ya les estoy viendo quejarse por cualquier gilipollez en el mundo y culpando a los Estados Unidos.»

«¡Exacto, Ted!» dijo el jefe Wright dando un puño sobre la barra de madera del bar.

«Hombre, no te niego que a mi edad yo también estoy empezando a pensar que quizás sea justo limitar la venta de armas a los civiles. Me refiero a las automáticas. Esas solamente las tendrían que tener las personas sensatas y con todos los tornillos. Mejor aún, sería mejor venderlas a la gente que ha prestado su vida a un uniforme y que ha hecho un juramento: gente fiable, gente que ama a este país y a su bandera, gente como nosotros, Leland…» dijo Burton antes de dar un sorbo a su cerveza.

«Sí, pero hay que estar siempre preparados para protegerse con los mejores modos…»

«Para protegerse, una pistola es más que suficiente y algunas armas solo sirven para la guerra.» respondió Burton, todavía conmovido por el arrebato anterior de Wright.

«Depende del enemigo, Ted. ¿Cómo se llamaba esa película de western italiana en la que Clint Eastwook dice: “Cuando un hombre con una 45 se enfrenta a otro con rifle, el hombre de la 45 es hombre muerto”?»

«¡No sabía que los italianos hiciesen películas!» respondió Ted riendo a carcajadas junto con Leland y el camarero que les había escuchado hablar.

«Eres un canalla, Ted Burton, y siempre me has gustado por eso, pero esa es una gran película, ¡te lo aseguro!»

Ted y el jefe Wright terminaron su cerveza rápidamente para ir a recoger sus fusiles de asalto y desafiarse en el polígono.

«Hoy invita la casa, pero para ti vale lo que está escrito en ese cartel.» le dijo Leland a Ted, señalando el cartel que decía: “los niños disparan gratis”.

«Gracias viejo, pero no hacía falta el cartel: con solo mirarte ya me siento más joven, aunque sea un oficial jubilado» dijo irónicamente Burton.

«Te sentirás como un bebé cuando veamos el resultado de tiro con la M4. ¡Me apuesto diez cervezas, amigo!» dijo Leland a Ted.

«Lo veo, viejo. Te venceré solamente para no tener que llevarte a casa en brazos después de haberte bebido todas las cervezas de golpe…» respondió Burton riendo y siguiendo al amigo hasta la zona de tiro con el fusil en el hombro y la caja de las municiones en la mano.

​CAPÍTULO 9

Henry, en el intervalo de una clase a otra, se relajó y se olvidó enseguida de ese ejercicio de clase, cuando, de repente, oyó por la ventana la música inconfundible del camión de helados, bueno, en realidad no era la canción de siempre, pero se parecía mucho. Henry se asomó y vio que el camión no era el de siempre.

“El señor Smith habrá cambiado de camión…” pensó el chico, dándose cuenta de que al bueno de Smith no le tenían que ir muy bien las cosas, ya que el gran camión pintado de rosa y que llevaba sobre el techo un cono de helado enorme de plástico, había sido sustituido por una vieja furgoneta gris que tenía alguna que otra abolladura en un lado. Parecía haber salido de una de las tantas fotografías que aparecían en los grandes volúmenes de historia sobre la Segunda Guerra Mundial, que el padre de Henry tenía a la vista en la estantería del salón y que Bet había comprado en un rastro cuando estaba embarazada.

“¡Claro! Habrá sido por culpa de la lluvia…el verano pasado duró prácticamente un mes y el señor Smith no hizo mucho negocio, así que habrá vendido el camión y lo habrá sustituido por eso!”

«¿En qué piensas, Henry?» le preguntó Nicolas metiéndole el dedo entre las costillas.

«En nada, estaba mirando por la ventana. Me han entrado ganas de helado.»

«¿Por qué?» le preguntó Nicolas mirándole a los ojos.

«¡Porque acaba de pasar el señor Smith con su nueva furgoneta!»

Nicolas dirigió la mirada hacia la ventana, dio dos pasos adelante y sacó la cabeza, girándola a derecha e izquierda, luego, se giró hacia Henry y le clavó los dos dedos índices en las costillas, justo debajo del pecho. Henry hizo un extraño sonido de dolor y soltó todo el aire fuera de los pulmones y se inclinó hacia adelante.

«¡Querías engañarme Henry Lewis, pero al final te he engañado yo!» dijo el niño pelirrojo riendo.

«Sentaos, niños» ordenó el viejo maestro Johnson mientras entraba en clase con su habitual caminar indeciso, la gorra de béisbol de los NY Yankees y el New York Times bajo el brazo.

«Hoy vamos a hablar del Presidente Kennedy y ¡estoy seguro de que os va a gustar!»

Mientras Johnson se sentaba y colocaba, primero, el periódico y, después, la gorra sobre la mesa, Henry, recuperado ya del doble golpe fatal de Nicolas, antes de sentarse volvió a mirar por la ventana para ver si estaba todavía el camión del señor Smith, pero no vio nada.

“A lo mejor tenía prisa”, pensó Henry mientras volvía a su sitio para sentarse y mientras miraba al señor Johnson intentando abrir el periódico para mostrarlo a la clase.

Henry comprendió que la historia de aquel Presidente no solo le haría olvidar inmediatamente a la profesora Anderson y a su ejercicio de matemáticas, sino que le quitaría las ganas de helado que la visión de aquella furgoneta le había hecho tener.

KENNEDY ASESINADO POR UN FRANCOTIRADOR

Era el título de aquella edición del periódico. La clase sería interesante y se podía saber por las miradas absortas de los estudiantes por el título de aquel viejo periódico. Nicolas estaba tan sorprendido que no tuvo el tiempo de sacarse el meñique de la nariz con la intención de excavar a fondo entre las piedras poco preciosas de su nariz pecosa.

«Sácate ese dedo de la nariz, Nicolas. Vivo o muerto, siempre tenemos que tener respeto cuando se habla de un Presidente de los Estados Unidos de América; no hay moco que valga. Si no puedes sonarte, te aguantas. Lo tienes que soportar.» Le regañó el maestro Johnson.

Ninguno se rio; la mirada del viejo maestro era penetrante y el timbre de su voz era profundo y calmado, lo que se espera siempre de un sabio.

​CAPÍTULO 10

Barbara Harrison, sin quererlo, era guapísima y cuando iba femenina era una de esas mujeres que hacen perder la cabeza a cualquier hombre. Estaba tan acostumbrada a que la cortejasen que ya en la Universidad se aburría de los continuos piropos de los chicos y le disgustaban los de los adultos, que buscaban descaradamente montársela a pesar de que todavía era menor de edad. Entre estos había un amigo de la infancia de su padre, Donald Coleman, que durante unas vacaciones en Florida tuvo la genial idea de colarse en el cuarto de Barbara cuando ella no tenía ni quince años. Lo hizo al tercer día de las vacaciones, medio borracho y en medio de la noche, aprovechando que su mujer y los padres de Barbara se habían quedado a bailar la música hawaiana en una rumorosa fiesta en la playa, organizada cerca de la casa que las dos parejas habían alquilado juntas.

Solamente la larga amistad con el padre de Barbara salvó a Donald de una denuncia por intento de agresión sexual a una menor, pero eso no lo salvó de la ira de Barbara, que en aquella época tenía un gran talento para las artes marciales, precisamente el taekwondo, que practicaba desde hace cuatro años.

Colleman, esa noche, había vivido una horrible pesadilla: primero se había hecho ilusiones con que la joven chica estuviese dispuesta a echar un polvo con él, cuando ella se levantó solo con bragas después de sentir los dedos hambrientos del hombre tocar sus nalgas, y unos minutos después, él se encontró con un ojo morado y una costilla rota, tirado en el suelo. En vez de un beso, se llevó un puñetazo y una patada que ni siquiera vio venir porque, en la oscuridad de la habitación, los movimientos de la joven Barbara Harrison fueron rapidísimos.

Barbara le dio que no diría nada a sus padres, que él tendría que inventarse una excusa por esos golpes, pero que si volvía a intentarlo de nuevo, primero le mataría y luego le denunciaría.

Donald Coleman le dijo a su mujer y a los padres de Barbara que unos ladrones habían intentado robarle el monedero y que cuando intentó defenderse, él se llevó la peor parte. Las vacaciones en Florida para él y para su mujer terminaron al día siguiente, unas horas después de salir del hospital. Durante los años siguientes, los encuentros entre los Colemans y los Harrison disminuyeron drásticamente y Barbara no estuvo jamás presente en esas ocasiones. Donald se avergonzaba de haber hecho lo que había hecho y siempre buscaba excusas para declinar la invitación de su amigo Antony Harrison, hasta que el padre de Barbara se cansó y decidió no llamarle más.

“Haces bien en no seguir llamándole, papá, siempre he considerado a ese amigo tuyo un baboso y un idiota…y, además, su mujer tenía celos de la belleza de mamá”, eso es lo que Barbara siempre decía cuando salía el tema: “¿qué es de los Coleman?”, hasta que, con el tiempo, en casa de los Harrison se dejó de hablar de ellos.

Volviendo a casa después de la hora corriendo en Central Park, el portero del edificio paró a Barbara para entregarle un paquete.

«¿Quién lo envía?» preguntó curiosa Barbara.

«Viene de un atelier italiano, señorita Harrison, no sabría decirle más» respondió el portero sonriéndole.

Ya en el cuarto piso del edificio en Upper East Side, Barbara cerró la puerta de su apartamento empujándola con un pie y se apresuró a poner el paquete sobre la mesa de la luminosa sala de estar.

Estaba indecisa; no sabía si abrirlo enseguida o después de ducharse, aunque tenía mucha curiosidad, como cuando de pequeña se levantaba la primera en Navidad y sin hacer ruido, caminando de puntillas, iba a mirar, a través de los cristales polarizados de la puerta corredera del salón, los regalos y a fantasear con Papá Noel y después volver, siempre en silencio, a su habitación y fingir dormir, antes de que se despertaran sus padres y su hermano. Como entonces, prevaleció su paciencia y su fuerza de voluntad, y racionalmente llegó a la conclusión de que enfriarse, todavía sudada, no era la mejor idea.

Bajo el agua caliente, envuelta en vapor, pensaba en quién podría haberle enviado un regalo desde Italia; estaba segura de que había sido Robert, aunque su madre le había prometido que le enviaría un regalo especial por su cumpleaños, que sería en unas semanas; sin embargo, su instinto no la engañó: Robert había enviado el paquete. Barbara abrió el paquete solamente después de haber metido las últimas cosas en la maleta que cogería más tarde, antes de irse con Robert a Maine para su fin de semana.

En la nota que encontró abriendo la caja estaba escrito: “para ti…”, firmado con las iniciales de Robert Brown: “RB”. Robert no era uno de esos hombres que se extendía al escribir, prefería hablar las cosas, se le daba mejor. Barbara deshizo el lazo de seda rosa que envolvía la elegante caja blanca y en la que estaba escrito “Atelier Livia Risi”.

Dentro había un espléndido vestido, un único ejemplar llamado “Pizzo Jersey BuyBy”, diseñado y creado por una estilista italiana. El vestido estaba cortado al bies y esto hacía mucho más complicado el proceso de costura, ya que se necesitaba una gran cantidad de tejidos, pero solamente un vestido con corte al bies puede encajar perfectamente con el caminar de una mujer. Era de color fucsia, con escote en V negro que llegaba hasta el esternón; se podía incluso llevar sin sujetador gracias a la goma negra bordada, que iba por la parte del pecho y por debajo. Ese vestido era especial para la estilista italiana; era un vestido que estaba perennemente presente en cada colección primavera-verano. Era de encaje y bordado con diferentes capas: doble capa por delante, donde debía cubrir más y una única capa donde se podía dejar entrever con elegancia y sensualidad la belleza armónica de un cuerpo femenino como el de Harrison, que sin duda ese vestido resaltaría aún más.

«¡Wow!» exclamó Barbara cuando extendió el vestido sobre la cama para admirarlo.

Harrison no estaba acostumbrada a vestir muy femenina, en su interior latía el corazón de un macho e intentaba evitar ropa femenina o sugerente. Obviamente, cualquier cosa que se metiese le quedaría divinamente, pero ella quería ser valorada por los hombres y por las mujeres por otras cualidades, esas que van más allá de la apariencia física y que al final, de una manera u otra, todos le reconocían. En el trabajo no aceptaba las miradas de aquellos que intentaban hacerle una radiografía con la mirada.

“Si no quieres tener problemas conmigo, concéntrate y no te pierdas en inútiles imaginaciones. ¿He sido clara?” Era la frase que repetía siempre cuando conocía a alguien por primera vez y se quedaba mirándola durante el trabajo. Llevaba sus cuarenta y dos años con el esplendor de una magia que había parado el tiempo desde hace ya diez años. Cuando Barbara se miró al espejo con el vestido puesto, su refinada belleza y su innata elegancia resaltaron hasta el punto de sorprenderla. Robert aceptaba el lado masculino y, a veces, descuidado de Barbara, pero la quería ver también así: fascinante y femenina; una mujer celestial e inalcanzable y capaz, con la simplicidad de cualquier movimiento de su cuerpo, de hipnotizarle y hacerle enamorarse de nuevo. Ese día Barbara le contentaría, después de pintarse la raya de los ojos y de haber encontrado los zapatos perfectos que conjuntasen con ese magnífico vestido, salió de casa para ir al restaurante en el que él la esperaba. Harrison estaba feliz por haber aclarado las cosas por teléfono el día anterior y por cómo Robert consiguió sorprenderla. Algunas semanas sin él habían alargado esa insoportable sensación de vacío que Barbara sentía desde que era una niña; perdió a su hermano mayor por un repentino e inexplicable fallo cardiaco mientras dormía. A partir de ese día, la dulce y sensible niña cambió su carácter y adoptó las características que recordaba más evidentes en el hermano: la fuerza y el coraje, convirtiéndose así en la Barbara Harrison capaz de superar las expectativas que su familia había inicialmente puesto en ambos hijos, con la intención de aliviar aquel tremendo dolor que sus padres llevaban en el corazón desde la muerte de su hermano Richard. Harrison había tenido alguna que otra aventura con diferentes hombres, pero solo con Robert había saboreado esa sensación familiar, una sensación llena de calidez y protección, y que le hacía diferente a los otros. Él la quería con locura, ella lo sabía y a su manera, bajo su coraza, le correspondía. Ese hombre solamente le pedía que estuviese con él, que viviese el presente para no condicionar el futuro y que recorriesen juntos el camino de su existencia, al menos hasta que el amor les uniese, y él no quería otra cosa que no fuese jurarle amor eterno

​CAPÍTULO 11

Ronald Howard dejó felizmente el taller de Jim Lewis mientras conducía su coche de época, escoltado por esos dos coches blindados que había dejado durante días para proteger su Mercedes. Jim estaba feliz por haberse librado de esa situación tan pronto, Ronald tenía prisa y él no deseaba otra cosa. Como adultos, no tienen mucho que decirse un millonario y un mecánico, sino referirse a alguna vieja situación vinculada a recuerdos borrosos y, a menudo, inventados de la época de estudiantes, que eran siempre y solamente recuerdos rememorados por la fantasía de Ronald, a veces, tan lejos de la realidad que a Jim le costaba secundar con credibilidad. Ronald tenía al menos el detalle de no hablarle de economía o política, quizás para tratar torpemente de ser solidario con los problemas del amigo y de las clases sociales menos favorecidas. Ronald era un idiota, pero no un canalla y esto Jim lo apreciaba, como apreciaba ese cheque de diez mil dólares que tenía entre las manos.

“Diez mil dólares por montar un tubo de escape y por dar fluidez a una puerta es un robo a mano armada…¡Qué Dios te lo pague Ronald, a ti y a tus tonterías del pasado!” pensó Jim riendo a carcajadas. El calor en el taller era insoportable. Después de haber doblado y guardado el cheque en el monedero, se dirigió al baño para mojarse la cabeza con agua fría. Había cerrado los estores de su oficina, iría a recoger a su hijo Henry al colegio y después ambos irían a casa de su hermana Jasmine, comerían juntos y luego iría al banco para ingresar ese respetuoso cheque, quizás cambiándose antes de ropa. Todo habría salido así si no fuese porque cuando salió del baño y volvió al taller se encontró con Shelley Logan montada en su scooter, vestida solamente con unas sandalias, unos pantalones cortísimos blancos y una camiseta de tirantes rosa, que sin sujetador dejaba entrever sus pechos con forma de copa de champagne y sus pezones eternamente duros.

«Se atasca, Jim, ¿puedes ayudarme?» dijo Shelley con ese aire sexy y malhumorado, que solo ciertas chicas peligrosas saben asumir.

«A lo mejor hay que desbloquear tu moto, Shelley…»

«Sí, creo que sí, y solo tú puedes ayudarme. Sabes, no me gustaría tener que ir a pie con todo este calor…» respondió Shelley maliciosamente, alargando las piernas y tirándose hacia atrás para poner el caballete.

“Es increíble que solo tengas poco más de veinte años, Shelley. Youporn te ha jodido el cerebro a ti y a toda tu generación y yo me pongo en la fila. Había perdido el número, pero ahora creo que es de nuevo mi turno…” pensó Jim Lewis acercándose a la moto de la chica.

«¿Te molesta si bajo el estor? Sabes, el calor aquí dentro es insoportable…»

«Hazlo. ¿Tienes algo de beber por aquí?» respondió Shelley mientras se hacía una coleta con una goma que tenía en la muñeca.

«En la oficina hay una nevera. Coge lo que quieras y tráeme algo también a mí» dijo Jim antes de bajar el estor.

Shelley volvió con dos pequeñas botellas de vodka, las mismas que están en el minibar de los hoteles.

«Eh, pequeña, ¿puedes bebértela de un trago o para ti es demasiado?»

«Tengo tanta sed, Jim…» respondió Shelley, justo antes de brindar con el hombre y beberse de un trago toda la botella.

“Eres una niña mala, Shelley…” pensó el hombre antes de acercarse a la chica y cogerla por la coleta, obligándola primero a darse la vuelta y después a ponerse de rodillas en el suelo, hasta verla a cuatro patas agitándose como una perra en celo.

«¿Es así como lo hace tu novio, Shelley?» dijo el hombre excitado, siempre cogiéndola por la coleta como si fuese una correa.

«No, él me quiere, Jim…»

«¿Es para esto para lo que vienes aquí?»

«Sí…»

«Eres una niña mala Shelley, ¿lo sabes?» le preguntó excitado Jim, sin esperar a ninguna respuesta y bajándole después los pantalones y las bragas y ahogar su cara entre las nalgas de la chica, que enseguida se dejó llevar con un grito de placer cuando la lengua de Jim la recorrió de abajo a arriba, como un feroz depredador antes de devorar a su presa.

CAPÍTULO 12

Por la Bay Ave de Toms River, en Nueva Jersey, el límite de velocidad es de treinta y cinco millas, pero esto le daba igual al hermano mayor de Joanna: Zibi. Él era el que más rápido conducía y se manejaba al volante, o, al menos, es lo que decía su hermana.

Ese día, mientras Henry volvía del colegio a pie por la Bay Ave, vio pasar en el coche a Zibi y a su hermana. El pelo dorado de Joanna se agitaba por el viento, que entraba fortísimo por la ventanilla abierta del lado del copiloto de una Ford Capri negra -3.000 cc del ’73.

El coche frenó bruscamente, unos diez metros después de haber pasado a Henry, que estaba caminando por la acera, rodeada por el típico césped inglés.

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