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Los argonautas
Quiso arrancarse Fernando este paladeo de recuerdos melancólicos. «¡A escribir!» Necesitaba terminar la carta, pues al amanecer del día siguiente llegarían a puerto… Pero la música le retuvo, paralizando su voluntad con la vibración de algo conocido. ¿Qué cantaba el violoncelo?… Vio de pronto, como trazada en el aire por los sones graves de dicho instrumento, la varonil figura de Wolfram de Eschembach, el noble trovador consejero de Tannhauser el maldito, y su imaginación puso palabras al canto melancólico de las cuerdas. «¡Oh tú, mi dulce estrella de la tarde, que lanzas desde el fondo del cielo tu suave resplandor!…» El wagneriano canto le hizo recordar otra estrella aparecida en un momento doloroso de su existencia, y de nuevo olvidó el presente y quedó inmóvil en su asiento, como un cuerpo sin alma, como un fakir en rígida meditación, en torno del cual crecen las lianas y se enroscan las serpientes mientras su espíritu vive a miles de leguas.
Se vio en una calle mal alumbrada, levantándose el cuello del gabán mientras ella se estremecía en su abrigo de pieles. Les hacía temblar el brusco tránsito del dormitorio caldeado al vientecillo glacial del anochecer. Salieron de la casa con cierto encogimiento, sin atreverse a mirar los muebles y los cuadros, modesta decoración reunida al azar cuatro años antes. Guardaban demasiados recuerdos para ser contemplados con indiferencia, y ellos se habían propuesto mantener hasta el último momento su fingida serenidad. Ojeda dio unos duros a la portera, que les salía al paso arrebujada en un mantón para abrir los cristales del zaguán. La adelantaba la propina del próximo mes.
–¡Que Dios se lo pague, señoritos! Tápense bien, que hace mucho frío… ¡Hasta mañana, señoritos!
Fernando se conmovió con las palabras de la buena mujer. ¡Cuándo sería ese mañana!… Mañana vendría su viejo criado a levantar la casa, a llevarse aquellos muebles que él le regalaba para evitar la profanación de una venta.
Ella, al dar algunos pasos en la calle, se detuvo y ordenó imperiosamente:
–¡Escupe!…
¿Por qué?… Pasada la sorpresa, él obedeció. Recordaba que en todos sus viajes, cada vez que se creían felices en un lugar, formulaba su amante el mismo deseo. «Escupe para que volvamos.» Equivalía a dejar algo de sus personas que alguna vez había de atraerlos irresistiblemente. Hizo lo mismo ella, y súbitamente tranquilizada se agarró de su brazo. Los menudos pies, montados en altos tacones, vacilaban doloridos cada vez que descendían de la acera al arroyo empedrado con guijarros desiguales. Por esto se apoyaba con fuerza en Ojeda, haciéndole sentir del hombro a la rodilla el adorable y firme contacto de su cuerpo.
–Volverás, Fernando—murmuraba—. Se lo he pedido… a quién tú sabes, y así será. Tú te ríes de estas cosas, tú eres un impío, pero para eso estoy yo: para pedir por ti y que salgas en bien de esta aventura que se te ha metido en la cabeza.
¿Volver a Madrid?… Ojeda recordaba las palabras de su amante cuando al empezar la tarde se habían juntado. Ya que él se iba en la misma noche, ella saldría para París dos días después.
–¡Y así lo haré!—afirmaba la mujer—. ¡Oh, Madrid! ¡cómo lo odio! ¡qué horror quedarme aquí para siempre!… Y bien mirado, lo que temo es vivir en él… sin ti… ¡Pobrecito Madrid! ¡Yo que lo quiero tanto! ¡yo que te he conocido viviendo en él!… Pero no, no podría estar aquí una semana más. Te vería por todos lados; cada calle nos guarda un recuerdo. No; decididamente… lo detesto. Pero tú volverás, dime que volverás pronto. Piensa que has escupido para volver, y eso es importante. No vendrás aquí mismo… conforme… Pero volverás a Europa. ¡Y esto es Europa, Fernando!… Nos juntaremos en París, y si no en Suiza… o si te parece mejor en Italia, o tal vez en Atenas o El Cairo. Todo lo conocemos. ¡Hemos sido felices en tantos lugares!… Pero dime cuándo vas a volver. ¡Dímelo cierto!… ¡no me engañes!
El rostro de Fernando se crispó con una risa dolorosa. ¡Volver! Aún no había emprendido el viaje y al término de él le aguardaba lo desconocido, con sus aventuras y misterios. Volvería pronto; cuando más, tardaría un año. ¡Palabra!
–¡Un año!…—murmuró ella—. ¡Maldito dinero!
Pasaban ante el convento y tuvieron que bajar de la acera cediendo el paso a unas devotas enmantilladas de negro que se dirigían a la iglesia. Ojeda inclinó la cabeza. «¡Adiós, don Miguel!» Se despedía mentalmente del ilustre vecino. Aquél había sido un hombre completo, un hombre representativo de su época: soldado de mar y tierra, cautivo rebelde, héroe ignorado, creyente y mujeriego, adulador sin éxito de nobles y ricos. Sólo había faltado en la vida intensa del gran hidalgo el embarque para las Indias.
En las calles en cuesta que descendían a la Carrera de San Jerónimo, unos terrenos sin edificar dejaban abierto un ancho espacio de cielo entre las casas. Los ojos de los dos se fijaron al mismo tiempo en una estrella que resaltaba sobre las otras con brillo extraordinario. Él, volviendo la mirada hacia su compañera, creyó ver el reflejo del astro, como un punto de luz, en el temblor de una lágrima. A través del velillo del sombrero columbraba su pálido perfil, empequeñecido por un gesto de dolorosa timidez, los labios apretados, las alillas de la nariz dilatadas por la angustia, una raya profunda entre las cejas: la arruga vertical que anunciaba siempre sus preocupaciones y sus enfados.
–Oye, y no te burles—dijo ella rompiendo el silencio—. Quería pedirte que cuando estés allá y te acuerdes un poco de mí contemples a esta misma hora esa estrella. Lo pensé anoche… lo he pensado todas estas noches. Tú la mirarás acordándote de mí, y yo la miraré al mismo tiempo. Será como en las novelas… ¡y quien sabe si algo de nosotros llegará a encontrarse! ¡Hay en el mundo cosas tan misteriosas!…
Lo decía con acento de desesperada humildad, como un condenado a muerte que se acoge a la más absurda esperanza, y Ojeda, después de contestarle, se arrepintió de su franqueza ¡Pobre María Teresa! Cuando ella contemplase la estrella al anochecer, él estaría viendo el sol de las primeras horas de la tarde. Y aunque para los dos fuese de noche al mismo tiempo, ¡quién sabe si luciría sobre sus cabezas el mismo astro!… Cada hemisferio de la tierra tiene su cielo y sus constelaciones.
Ella bajó la frente, anonadada. «¡Tan lejos! ¡tan lejos!…» Con voz queda siguió haciendo preguntas, curiosa por conocer la distancia que iba a separarlos y atemorizada al mismo tiempo por su magnitud. ¿Y era cierto que una carta tardaría cerca de un mes en establecer la comunicación entre sus pensamientos? ¿Y transcurriría un espacio de tiempo igual para obtener la respuesta?… Ellos que se habían creído infelices cuando en sus cortas separaciones, viviendo el uno en Madrid y el otro en París, pasaban dos días sin noticias.
–Óyeme bien—dijo acortando el paso y fijando sus ojos en los de Fernando con imperiosa resolución—. No quiero que te vayas. ¡No te irás, no debes irte!… Me dice el corazón que va a ocurrir algo malo.
Golpeaba el suelo con un pie; apretaba convulsivamente con su garrita enguantada una muñeca de Ojeda, como si temiese verlo desaparecer.
Él tuvo un movimiento de impaciencia. ¡Quedarse!… Era imposible, le aguardaban allá. ¿Cómo podía ocurrírsele esto en el último momento?… Además, nada adelantarían con tal resolución. Unas horas de felicidad con la esperanza de que no iban a separarse, y luego, al día siguiente, las mismas exigencias que le obligarían a partir, la misma necesidad de rehacer su vida.
–No, Teri; tú sabes que debo marcharme. Tú misma me lo aconsejaste; te pareció bien que fuese como un valiente a la conquista de la fortuna. Hace un mes que hablamos del viaje con relativa tranquilidad, y ahora… ahora te opones como una niña. Valor; mírame a mí. ¿Crees que no sufro como tú?…
Pero ella bajaba la cabeza con obstinación. Habían hablado del viaje durante un mes tranquilamente porque todavía estaba lejos. Confiaba… sin saber en qué: no quería pensar. Era algo como la muerte, que todos sabemos que vendrá a su hora; pero la vemos tan lejos… ¡tan lejos!… Guardaba cierta calma cuando el viaje era sólo un motivo de conversación; pero ahora era una realidad, un hecho que iba a ocurrir dentro de unas horas, y no podía resignarse.
–Y no te veré, Fernando; ¡piénsalo bien! No te veré, y pasarán días, semanas, meses, ¡quién sabe si años!… Y tú tampoco me verás, y sólo habrá entre nosotros pedazos de papel en los que intentaremos poner el alma y sólo pondremos letras. ¡Señor! ¡Terminar así… tal vez para siempre, cuando hemos pasado cuatro años juntos, creyendo morir si transcurrían unas semanas sin vernos!…
Estaban en la Carrera de San Jerónimo, marchando en dirección contraria a la gran corriente de gentío que remontaba la calle hacia el interior de la ciudad. Las familias burguesas, endomingadas, llevaban blanqueados los zapatos por el polvo de los paseos. Grupos de hombres comentaban con enérgica gesticulación los incidentes de la corrida de novillos de aquella tarde. Mujeres del pueblo, tirando de la mano de sus pequeños, seguían al marido, que iba con la capa caída, la gorra ladeada y los ojos brillantes, canturreando todos algún coro de la zarzuela de moda. Venían de merendar en las Ventas y paladeaban la última alegría del vino barato, la tortilla de escabeche y la contemplación del mísero paisaje de las afueras, más abundante en techos de cinc, polvo y pianos de manubrio que en aguas y árboles.
–¡Qué rabia me da esta gente!—decía Teri mirándolos con hostilidad y evitando su contacto—. No, rabia no; ¡pobrecitos! Tal vez envidia… ¡Pensar que ellos se quedan y que tú te vas!… Son más dichosos que nosotros: vivirán aquí, donde tan felices hemos sido.
Luego añadió, con un acento de infantil ligereza que contrastaba con su máscara trágica y el brillo lunar de sus ojos:
–Mira, en vez de irte a América, de escribir versos y todas esas ambiciones de judío que te vienen de pronto por ganar dinero debías ser uno de éstos; albañil, por ejemplo: no, albañil no; podías caerte de un andamio, ¡pobrecito mío!… Carpintero; eso es; o ebanista… Ebanista mejor. Y estarías de lo más guapo con tu capa y tu gorra; y yo con mantón y moño alto, lleno de peinetas. Y ahora nos iríamos a nuestro barrio cogiditos del brazo; no como vamos, sino más alegres, y mañana de buena mañana, tú al taller y yo a buscar a mi hombre a mediodía con la cestita llena, y comeríamos juntos en un banco de paseo o al borde de una acera… Y mi hombre, como es buen mozo, seguramente que gustaría a otras, y yo me pelearía con ellas y les arrancaría el moño… Di, ¿no me crees capaz de reñir por ti, para que no se te lleve otra?… Pero el mundo está mal arreglado. ¡Y pensar que estas pobres gentes tal vez nos envidien a nosotros!… ¡A ti, que te vas sin saber por qué ni para qué! ¡A mí, que seguramente voy a morir!… No hay justicia, Señor, ni pizca de justicia.
Este deseo de vida popular transformó repentinamente sus ademanes y su lenguaje.
–¡Dinero cochino!… ¡dinero indecente! El tiene la culpa de todo lo que nos pasa. Por él te vas tú y me quedo yo muerta de pena. ¡Pero Señor! ¿no podría ser ese dinero canalla como el sol, como el aire, que es de todos y para todos? Las mujeres no entendemos de muchas cosas, pero yo creo que así debía arreglarse el mundo para que las gentes fuesen felices… Y si no puede ser así, que lo supriman al muy ladrón… No, no hables; no me irrites con tus palabrotas de sabio; no me hagas la contra, mira que estoy muy nerviosa. Di conmigo: «¡Muera el dinero!».
Y como si con estas palabras hubiese desahogado toda su indignación, añadió mansamente:
–El caso es que hago mal en insultar a ese bandido. Huye de nosotros, pero él volverá; volverá pronto y seremos felices. Deja que se termine mi pleito con los hijos de mi marido; va a ser de un momento a otro y acabará bien, todos me lo dicen. Entonces no llevaré esta vida de pobreza disimulada, de bohemia elegante; no tendré que ceñirme a mi viudedad y a los regalos de mi tía; y seré rica y tú no sufrirás más, no trabajarás, pues te mantendré yo… ¡yo!, ¡tu María Teresa, que será tu mujercita!
Sintió cómo el brazo de Ojeda se estremecía bajo su mano; cómo su cuerpo, pegado a ella en el ritmo de la marcha, parecía repelerla con sobresalto.
–No vayas a empezar como siempre, Fernando. Mira que no lo sufro… Sí señor, te mantendré; será mi mayor gloria. Tú te marchas por mí, por hacerte rico, por rodearme de lujos y comodidades, y vas ¡pobrecito mío! como un soldado va a la guerra, a sufrir, a matarte de fatiga. ¿Y no quieres que si yo llego a ser rica te dé lo mío?… ¡A callar! Ya sabes que no te aguanto cuando te pones tonto con tus caballerías… Sí señor, te mantendré, te guardaré como un pájaro en su jaula, y harás versos o no harás nada. Cumplirás conmigo sólo con quererme mucho. Y yo me daré el gusto de sostener a mi hombre, de regalarlo y mimarlo, de preocuparme con sus cosas y llevarlo hecho siempre un brazo de mar. Serás mi chulo; serás mi «socio», como dicen las de los barrios bajos… A veces me acuerdo de algunas vendedoras que he visto en la plaza de la Cebada, con sus enaguas muy almidonadas y sus buenos pendientes de oro. Ellas venden, trabajan, manejan el dinero, y el hombrecito está a sus espaldas sin hacer otra cosa que proporcionar a la razón social su autoridad de macho o guardar el puesto cuando la socia se ausenta. ¡Qué delicia! Así te quisiera yo. ¡Todo lo mío para ti!… Mi chulo rico, déjame soñar. Déjame forjarme ilusiones. No me contradigas. No me gustas cuando te pones tan digno, tan caballeresco. Más te querría si fueses ladrón; me parecerías más interesante… ¡Ay!, ¡me siento tan triste!… ¡tan triste!
Estaban ahora en el Salón del Prado, alejados del movimiento de la gran calle, caminando entre macizos de verdura, por una avenida solitaria en cuyo suelo trazaban los focos de luz grandes redondeles blancos.
Callaba María Teresa, como si la excitación de su falsa alegría hubiese cesado de golpe al ponerse en contacto con esta soledad. Apretó más fuertemente el brazo de Fernando, y rozándole el rostro con el ala de su sombrero, murmuró:
–Di, ¿y si me fuese contigo?…
Era una súplica, un murmullo tímido, la petición que se considera imposible, pero se formula como última esperanza.
Ojeda sonrió tristemente. ¡Partir juntos!… Una felicidad que había pensado muchas veces; pero él ignoraba cuál iba a ser su vida allá. Seguramente de penalidades y miserias sin cuento. ¡Y ella, criatura de lujo, acostumbrada a las comodidades del dinero, quería seguirle en su incierta aventura!… No; estas resoluciones extremas únicamente son aceptables en el teatro. La vida tiene otras exigencias. Es posible el sacrificio como algo momentáneo, heroico, que sólo puede durar poco tiempo: ¡pero el sacrificio por toda una existencia!…
–Recuerda, Teri, tu frase habitual: «La vida es la vida». Hay que darla lo que es suyo. Vendrías conmigo valerosamente, y a los primeros pasos la escasez de dinero, la falta de consideración de las gentes, el escándalo que dejaríamos a nuestras espaldas, la pérdida de los intereses que estás defendiendo, se encargarían de demostrarnos nuestra locura. Y tú callarías porque me quieres, y lo soportarías todo con resignación; lo creo; te conozco bien… ¡Pero el remordimiento de haber accedido yo a tu locura! ¡La tristeza de no haberme opuesto con mi experiencia de hombre! ¡El miedo de adivinar en una palabra tuya, en una mirada, la lamentación del pasado! Entonces sería cuando nos perderíamos para siempre. No; mejor es separarnos ahora. Yo volveré pronto, te lo juro. ¡Y quién sabe!… Tú vendrás allá… más adelante: cuando yo sepa cuál puede ser mi suerte.
Ella se soltó bruscamente de su brazo, anduvo algunos pasos titubeante, y casi se desplomó sobre un banco. Su diestra, oprimiendo un minúsculo pañuelo, pasó entre el velillo y el rostro para cubrirse los ojos. Lloraba; lloraba silenciosamente, sin estremecimientos ni hipos de dolor, como si su llanto fuese una función natural largamente contrariada. Por fin se abría paso la desesperación, adormecida toda la tarde, engañada por los momentos de olvido voluptuoso. Y las lágrimas sucedían a las lágrimas, trazando luminosas tortuosidades sobre el fondo mate de su cutis. Al alzarse el velo para enjugarlas, Ojeda vio un triángulo de arrugas en las comisuras de sus ojos, un cerco de negrura cadavérica en torno de ellos. La nariz parecía más afilada, a boca más profunda: era una mujer distinta a la que media hora antes buscaba sus ropas a la luz de la chimenea. Diez años habían caído de golpe sobre su cabeza. Su faz parecía arañada por el cansancio y la pena.
Fernando suplicó como un niño atemorizado. ¡Valor! Debía sobreponerse a sus emociones. Teri era valiente cuando quería.
–Te vas—gimió ella, sin escucharle—. Ahora me convenzo. Hasta este instante no había visto claro. Es cierto que te vas. ¡Y no hay remedio!… ¡Qué cosa tan horrible!
Así permanecieron mucho tiempo: María Teresa, apoyada en el respaldo del banco, con una mano en el rostro y la otra perdida en el manguito; Fernando de pie, intentando infundirla valor con palabras incoherentes. Los dos temblaban de frío sin darse cuenta de ello, estremecidos por el viento glacial que hacía oscilar los focos de luz. El dolor los mantenía como alejados de sus cuerpos, sordos a sus sensaciones, insensibles a toda impresión externa.
Avanzaban lentamente, por una calle inmediata al paseo, las rojas linternas de un coche de alquiler.
–Llámalo—dijo ella con resolución, incorporándose—. Acabemos pronto; esto no puede durar más tiempo… Mejor que nos separemos aquí.
Él asintió con la cabeza. Sí; mejor sería. ¡Para qué prolongar este martirio!…
Y cuando el coche se detuvo, María Teresa marchó hacia él, irguiendo el busto, pero con paso vacilante, torciendo el rostro para no ver a Ojeda. Titubeó un momento al poner el pie en el estribo, y acabó por retroceder.
–Págale y que se vaya… Iremos a pie hasta la Cibeles. Nos veremos un momento más.
Fernando aprobó otra vez. El dolor anulaba su voluntad, y por esto aceptó como una dicha la prolongación de su tormento.
Volvieron a tomarse del brazo y caminaron silenciosos, lentamente. Sus ojos se rehuían. Evitaban hablarse, temiendo despertar con las palabras su desesperación. Les bastaba sentirse el uno junto al otro, percibir las vibraciones de sus dos vidas con el roce de sus cuerpos puestos en contacto. Teri parecía obsesionada por sus recuerdos y murmuró unas palabras, como si se hablase a ella misma, con una voz monótona y vagorosa, igual a la de los que sueñan:
–La semana que viene… ¿te acuerdas? La semana que viene hará cuatro años que nos conocimos.
Ojeda sintió disiparse su torpeza con este recuerdo, pero continuó marchando en silencio. ¡Cuatro años… sólo cuatro años! Y habían sido tan largos y nutridos como todo el resto de su vida… ¡Más, mucho más! Su existencia anterior apenas contaba para él; era como un limbo de sucesos incoloros. Su verdadera vida había empezado junto a María Teresa.
Pensaba con irónica conmiseración en su existencia antes de conocerla. Creía entonces haber paladeado todas las variedades y complicaciones del amor, y hasta se consideraba hastiado de ellas. Había tenido por suyas mujeres de alto precio, arrebatándolas en una puja de generosidad a los amigos más íntimos con quebranto de su fortuna. ¡Lo que había malgastado años antes, cuando al morir su madre se vio en posesión de una fortuna algo mermada por sus prodigalidades de hijo de familia!… Sus amores en la buena sociedad habían alcanzado igualmente cierta resonancia. Aún guardaba en el pecho una ligera cicatriz, un puntazo recibido en un duelo con cierto señor que, después de tolerar ciegamente todos los amigos anteriores de su esposa, se había sentido de pronto terriblemente celoso de Ojeda. El amor le hacía encogerse de hombros en aquella época de su vida: un pasatiempo como la ambición o como el juego; un dulce engaño para entretenerse. Él estaba de vuelta, a los treinta y dos años, de esta mentira que llena el mundo, mantiene la vida y es la principal ocupación de la humanidad.
Todo le había sido fácil en los primeros tiempos. Recordaba a su madre, una señora pálida y cortés, de personalidad algo borrosa, que parecía encogerse como oprimida por la majestad del esposo. Su amor a Fernando, el hijo primogénito, era el único sentimiento vehemente que desdoblaba y hacía vibrar con energía su dulce pasividad. Recordaba también a su padre, imponente personaje triunfador en el Parlamento durante veinte años por la corrección con que sabía llevar la levita así como por sus discursos solemnes, que duraban tardes enteras ante los escaños vacíos. Hablaba inglés y alemán, lo que le proporcionaba cierto prestigio misterioso, indiscutible, y cada vez que su partido era llamado al poder, su nombre figuraba el primero en la lista de ministros. Nadie osaba disputarle la dirección de las relaciones diplomáticas. Jamás se había sorprendido la más pequeña mota en su levita ni el más leve rastro de idea propia en sus palabras. Y junto con todo esto, una corrección hidalga, que le acompañaba hasta en los menores actos de su vida, una rectitud señoril y bondadosa que parecía ennoblecer su rimbombante mediocridad intelectual.
Ojeda le había admirado hasta los veinte años, dándole preferencia en sus afectos sobre la madre buena, dulce e insignificante. Había paladeado en las tribunas del Congreso tardes de orgullo y de gloria, pensando que aquel señor que desde el banco azul hacía resonar la cúpula con su voz grave y movía los brazos con tanta elegancia, era el autor de su existencia. Luego, cuando la afición a los versos le sacó del círculo solemne y entonado en que se movía su familia y vivió en el Ateneo y en las redacciones de los periódicos, su facultad admirativa fue achicándose, y sin dejar de sentir cierta veneración por la personalidad moral de su padre, creyó menos en la valía de su inteligencia.
Al morir este personaje, en vísperas de ser ministro por séptima vez, Fernando acababa de ingresar en el cuerpo diplomático, como si con esto siguiese una tradición de familia. Apenas cesaron de hablar los periódicos «de la irreparable pérdida que había sufrido el país» con la muerte del hombre ilustre, hízose el silencio en torno de su recuerdo, con esa facilidad de olvido que acompaña a los hombres del teatro y de la política. Siempre que Fernando encontraba al jefe del partido o algún otro personaje ilustre amigo de su padre, era objeto de presentaciones. «Éste es el chico de Ojeda… ¡Pobre Ojeda! Un hombre que valía mucho.» Y tras este responso continuaba su plática sobre accidentes de la política. Mientras tanto, la madre vivía encerrada en la estupefacción dolorosa que le había producido aquella muerte, considerándola algo inaudito, inexplicable, como si los personajes del calibre de su esposo no pudiesen morir, y se imaginaba a todo el país en el mismo estado de ánimo.
Quiso avanzar Fernando en su carrera, ir destinado a una Legación, y la buena señora no se atrevió a oponerse a sus deseos. Ella quedaría en Madrid con su hija, mientras el primogénito daba en el extranjero nuevo lustre al apellido del padre. Los graves señores volvieron a evocar por unos momentos a su olvidado compañero. «Hay que hacer algo por el chico de Ojeda.» Y Fernando pasó diez años fuera de España como secretario de Legación, con frecuentes traslados que le hicieron viajar desde las naciones del Norte de Europa a las repúblicas de la América del Sur, siempre acompañado por la protección de los amigos del «malogrado personaje». Pero esta protección se mostraba cada vez más lejana, más tenue, como el recuerdo ya esfumado del grande hombre. El hijo del eterno ministro, habituado a la adulación y a la influencia social desde los tiempos en que era estudiante, iba notando el vacío de la indiferencia en torno de su personalidad diplomática. Nada significaba ya ser «el chico de Ojeda». Ahora eran «los chicos» de otros personajes de gloria más reciente los que merecían los empujones del favor. Además, una falta absoluta de adaptación le hacía chocar con los superiores, que le consideraban intolerable por su independencia. Empezaba a hablar con desprecio de «la carrera». En una Legación, el ministro, que había alcanzado sus ascensos, antes de que se inventasen las máquinas de escribir, por el primor caligráfico con que copiaba los protocolos, decía a Ojeda con irónica superioridad: «¡Qué letra tan pésima la suya!… ¿Y usted hace versos? ¿Y usted presume de literato?». Otros jefes le echaban en cara sus aficiones «ordinarias», su marcada intención de evitar las reuniones entonadas del mundo diplomático para juntarse con la bohemia del país, juventud melenuda que recitaba versos y discutía a gritos, en torno de los ajenjos, bajo nubes de tabaco. Un ministro había escrito durante un año entero a Madrid para que sacasen de su Legación al secretario Ojeda, individuo peligroso que muchos tenían por socialista. En realidad, sólo deseaba alejarlo para que la señora ministra recobrase su calma de buen tono y no se comprometiese con un inferior cantando romanzas y recitando poesías en la penumbra del anochecer.