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El préstamo de la difunta
A principios de 1914, un nuevo sport había enloquecido á todas las gentes distinguidas de París y de las capitales de Europa y América que forman sus arrabales. El mundo decente movía las caderas bailando el tango. Y á la cabeza de esta humanidad «tangueante» figuraron Mauricio y Odette.
El se había encerrado con un profesor argentino, jurando á los dioses no volver á la luz hasta poseer esta nueva ciencia, como poseía las otras. Y una tarde empezó á recibir la admiración del mundo, moviendo sus acharolados pies con altos tacones, su talle encorsetado por el ceñido chaquet, su cabeza de brillante laca con el pelo rígido y echado atrás, bajo las lámparas eléctricas de un hotel de los Campos Elíseos.
Ella compartía la misma admiración en otro extremo de la escena, y los dos se buscaron con la atracción de dos astros que se presienten, con el irresistible impulso de dos afinidades electivas, para no separarse más.
Bailaron en adelante el uno para el otro. Imposible encontrar el ritmo sublime en brazos distintos. Y sin romper el misterioso silencio de la danza sagrada, mientras se contoneaban, graves y meditabundos, con todas las potencias intelectuales fijas en el movimiento de los pies, reconocieron los dos la necesidad de no perder la pareja para seguir bailando eternamente.
Así se amaron, así se casaron, y el «todo París» se levantó una mañana dos horas antes que de costumbre para asistir á una ceremonia nupcial adornada con la presencia de todos los poderosos de la industria y un sinnúmero de personajes políticos, amigos del abuelo de la desposada.
El amor idílico de los recién casados no ofrecía dudas. Mauricio había procedido como un verdadero enamorado, diciendo ¡adiós!, sin esperanza de retorno, á sus varias amantes, sacerdotisas de las más nobles artes: la comedia, la ópera y el baile. ¡Se acabaron las locuras! Su mujercita y los estudios serios nada más. Ella seguía coqueteando como antes, pero por costumbre, sin dar pretexto á osados avances, queriendo añadir á la felicidad del esposo el incentivo del peligro.
Habían instalado su dicha en el hotel de los Delfour, suntuoso edificio elevado por el primer millonario de la familia junto al parque Monceau, entre las viviendas de sus compañeros de riqueza y con la fachada posterior sobre el mismo jardín. La viuda Delfour se refugió en el último piso con los muebles de su antiguo esplendor, dejando libre el resto de la casa á su hijo y su nuera, para que ésta pudiese satisfacer sin obstáculo sus gustos decorativos.
Todas las fantasías é incoherencias del estilo bizantino-persa, incubado en Munich, hicieron irrupción en esta casa de salones rojos y dorados é imponentes sillerías del tiempo de Napoleón III.
Mamá Delfour, siempre vestida de negro, con el aire grave y reflexivo de una mujer que conoce el precio de la vida, presenció impasible las invenciones de la recién llegada: fiestas orientales que alborotaban el tranquilo hotel; tés danzantes; túnicas de lino transparente, estrechas como fundas y con enormes flores de realce, en las que encerraba su magra desnudez.
Como su hijo adoraba á Odette, ella se esforzó en justificar todos los caprichos y saltos de humor de la nuera. ¡Pobre niña! Se había criado sin madre, viviendo como un muchacho.
II
Y vino la guerra. Uno de sus primeros efectos fué dilatar los ojos de la nueva señora Delfour con una expresión de asombro. ¡Pero era posible esta calamidad!… ¡Ahora que la gente se divertía más que nunca!…
La suegra pareció crecerse, saliendo de su tímido encogimiento. Su mirada se posó sobre personas y cosas con grave lentitud, como si las reconociese de nuevo. Había visto mucho. Sus primeras palabras de amor con el fabricante Delfour se cruzaron en 1870, durante el sitio de París. Luego, de recién casada, había presenciado la tragedia de la Commune.
El hijo se fué cuando su mujer empezaba á admirarle como un hombre nuevo, viendo realzadas sus gracias varoniles por las ventajas del uniforme. Quiso entrar en la aviación, pero la aviación marchaba mal al principio de la guerra, y para ser de una utilidad inmediata, permaneció en la artillería.
También Odette quiso ser útil á su patria. Todas sus amigas frecuentaban los hospitales. Y se lanzó á ser enfermera, admirando el uniforme blanco con su capa azul y su alba toca: algo sencillo y nuevo que sentaba perfectamente á su belleza. Su afán por lucir esta última moda le hacía abandonar muchas veces á los enfermos, paseando en automóvil por el Bosque de Bolonia la blanca túnica con cruces rojas en las mangas y en el pecho. Mientras tanto, la viuda Delfour, sin abandonar su eterno traje negro de burguesa, pasaba días y noches en un hospital.
La guerra ofrece sus satisfacciones y deleites. ¡Los tés entre mujeres, sin la presencia de hombres molestos que agobian con sus galanteos; vestidas todas ellas de blanco, como criadas de balneario, recibiendo las ojeadas envidiosas de las que no llevan uniforme, y fabricando géneros de punto para los soldados con la torpe suficiencia de una labor enseñada recientemente por la doncella!…
–Mi marido combate en Alsacia.... ¿Y el señor Delfour, dónde está?…
El señor Delfour andaba del lado de Bélgica; y su esposa, lanzando en torno una mirada de orgullo, hacía el relato de sus glorias. Dos citaciones en la orden del día: cruz, segundo galón. Pero llovían héroes, y Odette experimentaba cierto despecho al oir que todas las otras casi decían lo mismo de sus hombres.
¡No poder distinguirse!…
Un día el hotel del parque Monceau se conmovió con una terrible crisis de nervios y de lágrimas, acompañada de choque de puertas, llegada de automóviles, desfile de médicos. El teniente Delfour estaba herido de gravedad por la explosión de una granada. Odette quiso marchar al lado de su esposa inmediatamente.... ¡Imposible!
Luego quiso morir, mientras la madre permanecía erguida, silenciosa, pálida, con los ojos parpadeantes y secos, mordiéndose los labios.
Al volver Odette á las reuniones íntimas, experimentó cierta satisfacción. Ninguna amiga osaba ya compararse con ella.
–Mauricio está herido…gravemente herido.
Y todas se apiadaban del esposo seductor maltratado por la guerra.
La general admiración hizo que acabase por familiarizarse con las misteriosas heridas. ¿Cómo serían éstas?… Se imaginó á su marido cojeando, con una mana en un bastón y la otra apoyada en su brazo. Formarían una pareja interesante. El porvenir les reservaba aún largas horas de felicidad. Ella le protegería y le alegraría con ternuras de madre y caricias de amante.
Una tarde, en la rue Royale, vió á un subteniente de pocos años, casi un niño, que marchaba al lado de su novia con una manga vacía. Mauricio también había perdido un brazo; estaba segura de ello. Por eso sus cartas breves, de una alegría penosa, eran siempre dictadas.... ¡No importa! Ella sería el apoyo de su esposo; su brazo sustituiría al brazo ausente. Lo interesante era volver á contemplar su rostro, mirarse en sus ojos claros, acariciadores y graciosamente irónicos. ¡Ay, cómo le amaba!…
Las amigas la acogían siempre con la misma pregunta: «¿Cómo signe el herido?…» Y ella contestaba con seguridad: «Mejor. Pronto vendrá á París.»
Y pasaron meses; y llegaron cartas y más cartas de letra extraña, dictadas por él. La madre, inquieta, interrogaba á, los antiguos amigos de la familia, graves varones que indudablemente ocultaban algo.
–Las heridas son muchas; pero ya está fuera de peligro. ¡Valor! Lo importante es que viva.
Una mañana Odette saltó de su lecho, súbitamente despertada por algo extraordinario que conmovía el hotel. Al levantar la cortina de una ventana, vió al otro lado de la verja un automóvil cerrado, con cruces rojas. La marquesina de cristales de la escalinata apenas le dejó distinguir á un grupo de hombres que subían cuidadosamente algo envuelto, como un mueble frágil. Su corazón dió un salto. ¡Mauricio!…
Cuando, mal vestida, se deslizó por la escalera, corriendo á un salón del piso bajo, los domésticos, azorados y trémulos, pretendieron detenerla.
Entró, reconociendo inmediatamente la dolorosa cabeza que descansaba sobre las almohadas de un diván. Era él, atrozmente desfigurado, con las mejillas surcadas por el lívido arabesco de las cicatrices…pero era él.
De sus ojos sólo quedaba uno. La falta del otro estaba oculta por una venda negra que moldeaba la cuenca vacía. Luego vió su pecho cubierto por el paño azul de una blusa vieja de oficial.
Pero al llegar aquí, la mujer vaciló sobre sus pies, como si la sorpresa le asestase un puñetazo demoledor. Lanzó un grito.... El herido no continuaba. Le faltaban los brazos, le faltaban las piernas, era un tronco nada más, conservado por los prodigios de la cirugía; un harapo rematado por una cabeza viviente.
–¡Odette!… ¡Odette!—murmuró la boca negruzca humildemente, como si pidiese perdón por su desgracia.
Pero Odette había huído, atropellando á los criados que se agolpaban en la puerta. Corrió por los pisos superiores sin saber lo que hacía, dando alaridos como una mujer de la tragedia griega, chocando con muebles y paredes, mesándose los sueltos cabellos, loca de sorpresa, de miedo, de repugnancia.... ¡Y aquel monstruo era su marido!… ¡Y habría de permanecer junto á él toda su existencia!…
–¡Odette!… ¡Odette!—seguía gimiendo abajo la voz humilde y dolorosa.
El ojo único se fué cubriendo de lágrimas. Todos huían. Hasta los criados le contemplaban á distancia, buscando ocultarse cada uno detrás del compañero, queriendo escapar y avanzando la cabeza al mismo tiempo, con una expresión doble de curiosidad y repugnancia.
Evitaban el tocarle, como si fuese algo gelatinoso y repelente: un pulpo con las extremidades rotas; una mucosidad informe de la guerra. Él, que tenía millones y tanto amaba la vida, quedaba al margen de la vida para siempre.
Su miseria había creado el vacío. Hasta su perro favorito gemía á corta distancia, avanzando y retrocediendo en violentas alternativas de lealtad y de espanto.
Y así sería siempre.... ¡Ay, morir! ¡Morir cuanto antes!
De pronto, el grupo de domésticos se deshizo. Alguien había entrado con violencia. El monstruo vió un peinado blanco que venía hacia él; sintió en sus cortadas mejillas el contacto de una boca que acababa por acariciar frenética el vendaje de su órbita hueca. Un rocío tibio mojó su cuello; unos brazos nerviosos de pasión abarcaron su tronco informe, como si fuesen á mecerle....
–¡Mamá!… ¡Oh, mamá!
–¡Hijo mío! ¡hijo mío!
EL REY DE LAS PRADERAS
I
Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía sus estudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.
Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificio que ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir del colegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en un silencio respetuoso de seres inferiores.
Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; era asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que todas las otras soñasen despiertas, á la hora del té, describiendo cada una de ellas la posición social y el aspecto físico del futuro esposo que aún se mantenía oculto en el misterio del porvenir.
–Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.
–Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... ¿Y tú, Mina?
La intrépida señorita Graven daba siempre la misma respuesta:
–Yo me casaré con un hombre célebre.
Ella no necesitaba soñar con un millonario. Todas sabían que allá, en el Oeste, existen minas de oro y pozos de petróleo cuyo valor figura en forma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban á su nombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.
El viejo Craven había empezado su caza del dólar, como simple peón de mina, en California. La fortuna pareció divertirse siguiendo los pasos de este hombre que apenas sabía leer ni escribir. Un espíritu diabólico salido de las entrañas de la tierra le hablaba al oído, guiando sus manos.
Allá donde él cavaba surgía oro, plata, ó, cuando menos, cobre. Perforaba un pozo para que los mineros de su campamento no muriesen de sed, y, en vez de encontrar agua, saltaba petróleo de su fondo. Detrás de su avance victorioso iban constituyéndose sociedades anónimas y sindicatos de capitalistas. En el Wall Street, los grandes capitanes del dinero recibían al viejo Craven como á un igual cuando se le ocurría perder una semana en el ferrocarril yendo de San Francisco á Nueva York.
Podía haber dejado á su hija una fortuna inmensa; pero el minero era hombre de acción más que de administración, y se gozaba en emprender cada año un nuevo negocio, abandonando los mejores provechos de los anteriores á los consocios fríos y marrulleros que quedaban á sus espaldas. Él necesitaba ir siempre adelante, olvidando la buena suerte de ayer para soñar con la nueva fortuna de mañana.
El señor Foster (padre), su compañero de miseria cuando ambos eran simples jornaleros, poseía una fortuna mayor que la suya, por haberse limitado á seguirle en las explotaciones segaras, dejándole avanzar solo en las que consideraba aventuradas. Pero, aun así, el día en que Graven murió, aplastado por la caída del andamiaje de un pozo de petróleo, su desconsolado camarada Foster, que era su albacea testamentario, se encontró, al hacer el balance, con que la única hija de su amigo representaba para el que se casase con ella unos sesenta millones de dólares.
Por esto Mina, al oír hablar á sus amigas de un marido rico, sonreía con cierto desprecio. Ella no necesitaba dinero, y podía casarse con quien le placiese. Con no menos indiferencia acogía la imagen del atleta, hábil en todos los deportes, que evocaban otras. A la señorita Craven le bastaba con su propio atletismo. Su padre la había enviado á la famosa Universidad cuando era una pequeña salvaje de trece años, acostumbrada á galopar días enteros en las llanuras de Arizona sobre caballos domados por ella misma. Su madre, una mujer sencilla, había muerto como abrumada por la avalancha de millones que iba derrumbándose sobre su hogar; y Craven, preocupado por esta hija algo indómita que no le dejaba dedicarse con tranquilidad á sus negocios, la había metido en un colegio célebre para que fuese una gran señora como las que él había visto de lejos en las ciudades. La fama de este centro de enseñanza, establecido en un bosque de varias leguas, con lagos, montañas y palacios, había llegado confusamente hasta sus oídos. Le bastaba con saber que vivían en él varias hijas y sobrinas de antiguos presidentes. Y allá, envió á Mina, poco antes de su muerte.
Ésta, aburrida y furiosa al verse encerrada en el enorme parque, que á ella le parecía pequeño, ideó varios planes terribles, que, afortunadamente, no puso nunca en práctica. Pensó incendiar el palacio en que estaba el gabinete de Física con sus instrumentos, creados únicamente para aburrir á las pobres muchachas; pensó igualmente, durante los primeros meses, en matar á tiros de revólver á cierto vejete que explicaba matemáticas y se había reído sarcásticamente de su ignorancia. Luego abandonó tales proyectos, y, con la ambición de demostrar que no era una salvaje, se entregó al cultivo de todas las artes que estaban de acuerdo con sus facultades.
Llegó á ser la primera en el gimnasio. Saltó horas y horas el caballo de madera, con un volteo incansable, riendo de este ejercicio pueril con la superioridad de una amazona acostumbrada á ponerse de pie sobre caballos en pelo, apeándose y volviendo á subir en el animal sin que éste detuviese su carrera. Fué capitana de polo-water, atravesando como una náyade el profundo cristal de la piscina del gimnasio. En la clase de esgrima cansaba al profesor con su florete impetuoso y sus piernas de acero. La directora de la Universidad empezó á inspirarle cierta antipatía por haberle prohibido que tirase al revólver en un rincón del parque, lo mismo que tiraba de pequeña en algunos de los campamentos de Craven, ante los viejos mineros.
La gloria estaba para ella en los ejercicios físicos, dejando á sus compañeras los laureles de las ciencias y de las letras. De todo el profesorado, amaba á la maestra de francés, porque podía hablar con ella de París y las artistas célebres como de un mundo lejano entrevisto en los periódicos de modas. También amaba á la maestra de español, que le describía cómo eran las corridas de toros y le enseñaba á ponerse la mantilla lo mismo que una andaluza.
No necesitó de estudios penosos y áridos para sobrepasar á todas. La admiraban por su hermosura física de bello animal sano, vigoroso y de líneas correctas. Cada vez que en el polo-water se arrojaba en la piscina de cabeza, sin más vestido que un ligero mallón de muchacho, el público lanzaba un murmullo aprobador, á pesar de la identidad de sexo. Los viejos profesores del establecimiento y los visitantes, que eran siempre personas graves, se sentían inquietos ante su cabellera de un rubio subido, igual á la llama de una antorcha, y la fijeza algo insolente y dominadora de sus ojos claros. Los hombres se ruborizaban sin saber por qué, apartando la mirada, como si no pudieran resistir el encuentro de sus pupilas.
Ni millonarios, ni hombres de sports. Ella tomaría á quien quisiera escoger. Los hombres iban á ofrecerse á Mina Craven formando legión, satisfechos y felices si se dignaba hacerlos sus esclavos. Estaba segura de ello.... Y pasaba por su memoria la imagen de James Foster (hijo), un muchacho de orejas demasiado separadas del cráneo, fuerte mandíbula y ojos de perro bueno, que tenía un año más que ella.
Inmediatamente, como un síntoma de cariño fraternal, sus dientes castañeteaban de cólera y se le cerraban los puños. ¡Qué deseos tan vehementes tenía de aporrear á este compañero de juegos infantiles!…
Todos los veranos, al vivir juntos durante las vacaciones en la casa del tutor, Mina daba de puñetazos á su amigo, el cual, perdida la paciencia, acababa por devolverle los golpes.
Y la señorita Graven, que había aprendido recientemente á batirse á la japonesa, deseaba, al abandonar el colegio, medirse con James definitivamente. Quería hacerlo caer á sus pies, como un adversario aborrecido y apreciado al mismo tiempo.
II
El viejo Foster, que nunca tenía bastantes horas para los negocios, aprobó con alegre laconismo los propósitos de la hija de su amigo. Su cargo de tutor le había proporcionado muchas inquietudes, y celebraba librarse de Mina por algún tiempo.
Luego de salir de la Universidad, la joven había desaparecido, con gran espanto de Foster, que creyó en un secuestro ó un asesinato. Transcurrieron dos meses, y antes de que la policía hubiese averiguado su paradero, se presentó Mina tranquilamente en el despacho de su tutor. Quería conocer la vida de cerca, tal como es, y para esto había huído á Chicago, viviendo como una obrera. Pero las crueldades de la realidad le hicieron arrepentirse muy pronto de esta escapatoria, sugerida por ciertas lecturas, y volvió en busca de su tutor y de las comodidades que corresponden á una muchacha millonaria.
Una dama vieja y pobre fué la encargada por Foster de acompañar á Mina, dando cierta respetabilidad á su juventud independiente y poco miedosa de la opinión ajena. El millonario, después de ordenar esto, ya no supo qué otra cosa podía hacer. Por eso se alegró cuando su pupila le dijo que pensaba viajar por Europa, acompañada de su escudero femenino.
Mina Craven, atrevida de maneras como un muchacho, ganosa de desafiar la curiosidad de las gentes con sus audacias y excentricidades, fué una americana de las que pueden llamarse «de exportación». El viajero observador atraviesa los Estados Unidos, de Nueva York á San Francisco y de Chicago á Nueva Orleáns, viendo mujeres que son iguales á las de todas partes: buenas madres, buenas esposas, ó excelentes muchachas que aspiran á ser lo uno y lo otro. Sólo rodando por el viejo mundo, en París, en Londres ó en Roma, se encuentra la americana atrevida, arrolladoramente hermosa y de voluntad refractaria á los escrúpulos, la cual ha servido de modelo para tantos personajes de novela y de comedia.
Los condes y marqueses deseosos de una heredera rica se agolparon en torno de miss Craven en los grandes hoteles, en las playas de moda y las estaciones invernales de Suiza. ¡Diez y nueve años, y sesenta millones de dólares!…
–Miss, cásese usted—decía la dama acompañante, como si, á pesar del enorme sueldo que le había señalado el tutor, quisiera libertarse de la esclavitud que suponía aguantar el carácter desigual é imperioso de la joven.
–Yo sólo me casaré con un hombre que sea célebre.
Y Mina quedaba pensativa después de esta declaración. ¿Qué celebridad podía encontrar?…
En Londres había creído enamorarse de un duque que databa del tiempo de los Estuardo. Después olvidó este amor, adivinando que en el porvenir tendría celos de la cuadra de dicho personaje. El duque la olvidaría por sus caballos de carreras. En Francia puso sus ojos en varios escritores célebres. Pero todos eran casados ó arrastraban desde su primera juventud compromisos ineludibles. Además, ¡tan viejos vistos de cerca! ¡tan prosaicos en sus costumbres íntimas, á pesar de las raciones de idealismo y poesía que servían al público en forma de libros y piezas de teatro!…
En Italia se interesó por dos pintores, y anduvo como loca durante una semana por un tenor de fama universal. Pero le bastó invitar una noche á comer á este ruiseñor humano, para desprenderse de sus ilusiones. ¡Qué torrente de necedades cuando hablaba! ¡Qué feo y vulgar al despojarse de sus trajes escénicos y limpiarse los colores del rostro!…
Estando en Sevilla durante la Semana Santa, sintió interés por un torero joven al que adoraba España entera. El rey era su amigo; el presidente del Consejo de ministros preguntaba por su salud siempre que recibía una cornada. Era una gloria nacional, y Mina le siguió durante unas semanas de plaza en plaza. Pero, al fin, el héroe tuvo la misma suerte que los otros. No se atrevía á resistir la mirada de la millonada; balbuceaba al contestarle. Además, descubrió de pronto que este gladiador, que parecía un gigante en medio del circo, tendiendo la fiera cornuda muerta á sus plantas, apenas sobrepasaba con su cabeza los hombros de ella.
Pensó, después de esto, si su felicidad consistiría en casarse con un boxeador campeón del mundo; pero le bastó presenciar un encuentro entre dos hombres medio desnudos, que parecían dos fardos de músculos barnizados de sudor, para renunciar á tal idea.
¡Ay, el hombre célebre! ¿Dónde encontrarlo?… ¿En qué debía consistir su celebridad?…
Mientras tanto, James Foster (hijo) le salía al encuentro en los lugares donde menos podía sospecharse su presencia. Se presentaba ruboroso, balbuciente, tímido, como un señor que desea pedir algo importante y asegura que ha venido á visitar á un amigo, por casualidad, aprovechando el haber pasado por cerca de la casa.
–Estoy de paso para Australia; y al enterarme de que vivimos en el mismo hotel....
Y la entrevista ocurría, por ejemplo, en Madrid. Según el joven Foster, todo el mundo era camino para ir adonde él deseaba. Otras veces, al encontrar á su compañera de infancia en Bucarest, decía ruborizándose:
–Vengo de América, con dirección al Transvaal, y al pasar por aquí la encuentro. ¡Qué feliz casualidad!
Foster (hijo) podía justificar con un motivo glorioso estos viajes incesantes que le hacían cruzar la tierra en todas direcciones. Mientras Foster (padre) reunía nuevos millones y defendía la integridad de los antiguos, él se dedicaba á la tarea de hacer su nombre célebre. Tal vez sentía este deseo á impulsos de una antigua rivalidad con Mina; tal vez aspiraba á la celebridad únicamente por serle grato.
Buscaba la gloria siguiendo el camino de sus aficiones, y por esto se había dedicado á cazador, persiguiendo y matando animales peligrosos en todas las latitudes del planeta. La señorita Craven recibía con frecuencia periódicos deportivos con el retrato de James carabina en mano, vestido de viajero ártico ó cubierto con un gran fieltro de cazador del centro de África. Los artículos contaban sus hazañas, las heridas que llevaba recibidas, las aventuras tenebrosas de las que había salido con vida milagrosamente.
Los ojos de ella pasaban sobre todo esto con fría curiosidad.