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La formación en investigación en la universidad
Estos aspectos han marcado la necesidad de una legislación que respondiera a este nuevo contexto universitario. Norberto Fernández Lamarra (2003, p. 27) plantea:
“Las universidades tuvieron legislación específica desde el año 1885, en que se sancionó la denominada Ley Avellaneda. Posteriormente se fueron dictando diversas leyes universitarias, la mayoría contradictorias entre sí, pero se hacía necesario una legislación para el conjunto de la educación superior”.
El periodo democrático de 1990 a 1995 se caracterizó por la falta de una política universitaria definida (Mollis, 2001). En 1993 se sancionó la Ley Federal de Educación, que, por primera vez en la historia de la educación argentina, se refería al conjunto del sistema educativo desde nivel inicial hasta el posgrado universitario. Para el nivel superior y posgrado contiene ocho artículos y se establece que habrá una legislación específica. El 7 de agosto de 1995 se promulga, con gran disenso de parte del movimiento estudiantil, algunos rectores y profesores universitarios, e incluso de ciertos representantes del poder legislativo, la ley Nº 24521 de educación superior. La misma comprende a las instituciones de formación superior, universitaria y no universitaria, nacional, provincial o municipal, tanto estatales como privadas, todas las cuales forman parte del Sistema Educativo Nacional. Consta de cuatro títulos, subdivididos en capítulos y secciones con un total de ochenta y nueve artículos. Introduce cambios sustantivos en lo que respecta a los históricos conceptos de autonomía, financiamiento y gobierno universitario (Mollis, 2001).
En relación a este encuadre socio-histórico, Norma Paviglianiti (1996) describe las características del contexto general en el cual se encontraba inserta la universidad pública y por lo tanto, la UBA. Al respecto, puntualiza que las políticas educativas, entre ellas las universitarias, están inmersas desde los noventa en la problemática de las propuestas neoconservadoras de recomposición de la economía y de la sociedad. En este contexto,
“se refuerza la posición que sustenta el rol subsidiario del Estado y, por lo tanto, colocan la centralidad de la responsabilidad por el desarrollo de la educación en los individuos, las familias, las iglesias y las empresas como educadores; la responsabilidad originaria es la de las instituciones privadas. A través del libre juego del mercado se permite la libre competencia entre las instituciones y los individuos y es el único modo posible para que el sistema funcione con eficiencia y calidad”.
Es así como la educación superior deja de ser considerada una responsabilidad del Estado, pasa a ser una responsabilidad individual y un bien que se compra en el mercado como cualquier otro material, por lo tanto, el Estado se desliga de la responsabilidad del financiamiento del sistema público de educación superior. Su objetivo está dirigido a que las cuentas del sector público cierren con políticas de ajuste que se han elegido como las únicas para salir de la “crisis fiscal”.
De esta manera, en la década del novente la educación superior oscila, a veces paradójicamente, entre el dictado de una ley, cuestionada y con bajo consenso, el desarrollo de nuevas formas de regulaciones internas y externas, pero también el reino de la irracionalidad, superposición de esfuerzos que han contribuido a complejizar la oferta, pero no a elevar su calidad en términos de conocimientos y respuestas a la realidad (Riquelme, 2003).
En esta época, las recomendaciones de organismos internacionales como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo han venido promoviendo un nuevo modelo de universidad, que se manifiesta en la definición de su agenda de cambios. Se impusieron mecanismos regresivos de subvención estatal que generaron un desfinanciamiento progresivo, la participación cada vez más reducida del Estado en la financiación de las actividades de investigación, la tendencia a la vinculación de las instituciones de enseñanza superior con empresas, la implementación de políticas de evaluación externa y rendición de cuentas, y la modificación de las condiciones de trabajo de los académicos, entre otras consecuencias. La Argentina cumplió eficientemente los pasos propuestos por la “agenda internacional de la modernización de la educación superior” (Llomovatte, 2006, p. 87).
Sobre los puntos enunciados, Araujo (2003, p. 43) plantea que el Estado evaluador introdujo un nuevo lenguaje en el cual términos provenientes del mundo de los negocios han significado la transferencia al mundo universitario de la gestión de la calidad total utilizada como estrategia de innovación en la industria, erosionando las creencias y los valores más arraigados –libertad de cátedra y búsqueda desinteresada del conocimiento en la tradición universitaria. En efecto, la búsqueda de fuentes alternativas de financiación ante los límites impuestos a la inversión pública en educación, la necesidad de encontrar una mayor articulación entre los currículos y las demandas del mercado laboral, así como responder a economías basadas en el desarrollo científico tecnológico, redefinen la autonomía universitaria en la toma de decisiones, acentuando valores e ideales ligados a las cualidades extrínsecas en la educación superior.
Según Fernández Lamarra (2018), el sistema universitario argentino ha experimentado una notoria expansión institucional en el período 2000-2015. El estudio muestra que, a diferencia de lo que era el caso al año 2000, cuando el mayor dinamismo de este proceso radicaba en el sector privado, en los últimos años el papel más importante en la creación de nuevas universidades lo asume el Estado nacional. En este sentido, se verifica una tendencia a la creación de instituciones universitarias en provincias, ciudades y localidades pequeñas del interior del país y el conurbano bonaerense, donde no existía oferta local de educación universitaria o bien la demanda se cubría con la oferta de educación superior no universitaria. Otro factor que se señala en el mismo estudio y que sin duda ha tenido incidencia en el desarrollo acelerado del sistema universitario argentino entre 2000 y 2015 es el crecimiento de la educación a distancia, la cual, según algunos resultados, no estuvo orientada por políticas que planifiquen y articulen la oferta de las instituciones, lo que razonablemente se deduce de la superposición de la oferta académica que se verifica en las diferentes regiones (Fernández Lamarra, 2018, pp. 155-157).
Lo hasta aquí descripto: pérdida de legitimidad de la universidad, transición del paradigma moderno a la actualidad y las características político-educativas por las que viene atravesando nuestro país, nos muestra cuál es el contexto general que sirve de marco a la situación curricular existente en las universidades, situación que provoca repercusiones a nivel institucional. La universidad ha sido y es una de las instituciones más exigidas de la contemporaneidad. Sobre ella recaen expectativas muy intensas, exigiéndosele desde la formación profesional de calidad hasta la resolución de problemas sociales a través de la investigación y la extensión. Entre las demandas que acosan a nuestras instituciones universitarias, definidas por escenarios globales de incertidumbre y crisis, surge con mayor fuerza la búsqueda de respuestas apropiadas en términos curriculares, a las exigencias de un mercado laboral altamente selectivo y a la vez, empequeñecido, cambiante e indefinido. El avance tecnológico y las relaciones económicas globales, aunado a la intención de incorporar al conocimiento científico como dinamizador de esas relaciones, signan el campo del currículum universitario.
El currículum está en el corazón de la institución universitaria (Krotch, 2003), pues constituye el núcleo de contenidos de enseñanza que dan sentido a la institución como tal. Una característica del desarrollo curricular y disciplinario actual es su creciente especialización, mientras al mismo tiempo aumenta la importancia que adquiere lo interdisciplinario. Este doble movimiento es promovido en gran medida por los nuevos requerimientos de la ciencia y el papel que en su desarrollo tiene la aplicabilidad del conocimiento en el mercado.
Al respecto, Alicia de Alba (1993, p. 31) afirma: “utopía y posmodernidad se perfilan para nosotros como una forma de expresar la síntesis de múltiples retos que enfrenta actualmente el currículum universitario de cara al siglo XXI. Retos que nos permiten comprender algunos de los rasgos determinantes del momento actual y pensar en posibles y deseables contornos o perspectivas para un nuevo currículum”. Así es como la autora, sintetiza a un conjunto de retos que caracterizan nuestro mundo actual y que por supuesto no quedan desvinculados de la educación superior y específicamente de la universidad. Entre ellos nombra: la pobreza, la crisis ambiental, el contacto cultural, los avances de la ciencia y la tecnología, los medios de comunicación e informática, las mayorías y minorías, la democracia... etc.
Lo hasta aquí planteado nos muestra cuál es el contexto general que sirve de marco a la situación curricular existente en las universidades y sin dudas podemos afirmar que provoca repercusiones a nivel institucional. Es así como a partir de los noventa la UBA plantea una Reforma.
Sobre el tema, se pueden encontrar dos documentos: uno, llamado “Acuerdo de Gobierno para la Reforma de la Universidad de Buenos Aires”, realizado en Colón en mayo de 1995, y un material de discusión que formó parte del “Encuentro sobre el Programa de Reforma de la UBA-Reforma curricular” llevado a cabo en Mar del Plata en julio de 1996. En ellos se señala la necesidad de “producir una serie de cambios cualitativos que nos permitan atender con calidad y pertinencia las cambiantes necesidades de la sociedad y de las personas”. Asimismo, se plantea, entre otras cosas, que la reforma curricular será considerada el eje de esta reforma. Así lo expresaba el entonces rector de la UBA, Oscar Shuberoff, en la convocatoria al encuentro de 1996:
“...Debemos encarar prioritariamente, la reforma curricular. Se hace imprescindible entonces, iniciar una amplia discusión en la comunidad universitaria que asegure la activa participación de todos sus miembros en la búsqueda del consenso que será, en definitiva, el motor que dé vida y fuerza a la Reforma...”.
Las posteriores gestiones encabezadas por el rector Etcheverry (2002 a 2006), el rector Hallú (2006 a 2013) y el rector Barbieri (2013 hasta la actualidad) han impulsado la actualización curricular y han apoyado los proyectos de reforma curricular propuestos por las diferentes unidades académicas. Específicamente en la Facultad de Filosofía y Letras (anclaje empírico del presente trabajo), se viene propiciando, en las nueve carreras que la conforman, un proceso de reforma de los planes de estudio que aún no ha concluido.
La unidad académica seleccionada, la Facultad de Filosofía y Letras, tiene una amplia trayectoria y tradición en la formación académica de investigadores y docentes en las diferentes disciplinas en las que prepara profesionales. La formación en investigación resulta central. En los siguientes cuadros que se extrajeron de los informes de Ciencia y Tecnología de la UBA, se observa el amplio número de becarios que tiene la Facultad y, por ende, un fuerte interés en la formación de futuros investigadores que se sostiene a lo largo de los años.


Como requisito para culminar la licenciatura, algunas carreras piden tesis o trabajos de investigación, pero otras no. No obstante, los dos campos laborales predominantes que se mencionan en las carreras de esta unidad académica son la docencia y la investigación. Asimismo, otra particularidad es tener como requisito para todas las carreras la aprobación de tres niveles de comprensión de un idioma latino y un idioma anglosajón. Según los resultados obtenidos en un estudio del año 20005 en esta facultad, más de la mitad de los alumnos encuestados en aquel entonces se encontraban disconformes con la formación recibida en investigación, formación para la docencia e idiomas, por considerarla no suficiente.
Este descontento se identificó y se sigue identificando más fuertemente en el caso de la investigación (77% de los encuestados). Los alumnos demandan para mejorar su preparación en este campo una mayor participación en equipos de investigación (ya formados o en formación). La idea que tienen en su mayoría es que se aprende a investigar investigando y durante toda la carrera. En relación a la formación docente recibida para ejercer en el nivel medio o superior, el 55% consideró que es insuficiente y que sería necesaria mayor práctica en instituciones (60%) y mayor trabajo con los contenidos en función del nivel y destinatario al cual van dirigidos (60%), ya que consideran necesario saber hacer la transposición didáctica y la selección, organización y secuenciación de la mejor manera posible a la hora de enseñar su área disciplinar. En cuanto al aprendizaje de idiomas, el 51% opinó que la formación recibida no es suficiente y que sería importante aprender a hablar un idioma (82%) en primera instancia y a escribir en segunda (57%). Como se observa, hay una fuerte demanda de mayor relación con estas prácticas profesionales, la referida al licenciado como investigador y al profesor como docente (Calvo, 2000).
Asimismo, de la investigación anteriormente mencionada surgió que la relación teoría-práctica y la formación profesional (en docencia e investigación) aparecen como los ejes más importantes para tener en cuenta ante una reforma curricular. Es así, como este trabajo se propone llevar a cabo un análisis de uno de estos aspectos: los espacios curriculares de formación en investigación en las carreras de grado de la Facultad de Filosofía y Letras.
La formación en investigación resulta central para continuar con la producción de conocimiento científico que posibilita a la vez el desarrollo de estrategias que permitan accionar sobre la realidad social. Es sabido, aun desde el saber popular, que no resultan suficientes los cursos de metodología que otorga una carrera para formar a un investigador y que hay que propiciar otras modalidades de formación, tales como integración en equipos de investigación, participación e involucramiento en todas las tareas de investigación, así como la realización de seminarios y talleres de objetivación de la práctica cotidiana en una articulación continua entre teoría y práctica. Tanto los planteos teóricos (Geltman y Hintze, 1987; Gibaja, 1987; Borsotti, 1989) como la demanda de los estudiantes coinciden en la necesidad de aprender a investigar investigando. En este sentido, resulta de interés, a través de este trabajo, conocer cuáles son y qué características presentan a nivel didáctico, las instancias curriculares que se proponen en el nivel de grado para la formación en investigación en nuestra facultad. A su vez, conocer este punto permitirá tener en cuenta nuevos aspectos que se podrán considerar en futuras reformas de planes de estudio con la perspectiva de mejorar la calidad académica.
Entre las concepciones de la universidad, Tardif (2002) nos recuerda nuestro compromiso con la formación de investigadores, aquella que remite a la Universidad de Humboldt sobre la cual se asentaron las bases de nuestra universidad, a saber: (a) la misión de una formación general y universal; (b) centro de investigación, hegemonizada por la búsqueda de la verdad científica, y (c) formación que articula cultura general y ciencia, la enseñanza y la investigación.
Como se observa, desde las más significativas concepciones sobre la universidad se reconoce, como un gran pilar institucional a la investigación. En este sentido la producción de conocimiento científico se constituye como uno de los ejes que dan identidad al quehacer universitario junto con la docencia y la extensión.
Rojas Soriano (2008, pp. 21-34) afirma, desde su contexto y perspectiva teórica, que la docencia ocupa un sitio privilegiado dentro de las actividades que realizan las instituciones de nivel superior, debido al reconocimiento que tiene en el conjunto de la sociedad, por lo que la mayor parte del presupuesto se destina a salarios de quienes sostienen esta actividad. Por ello, se ha señalado por parte de quienes forman parte de tendencias emergentes como necesaria la elaboración de políticas y estrategias para la formación de profesores, así como la organización e instrumentación de programas específicos tendientes a la preparación didáctica-pedagógica de las personas que se dedican a la enseñanza. En cambio, sobre la investigación, el mismo autor plantea que en el proyecto académico no se ha hecho tanto énfasis en la formulación de políticas orientadas a la preparación de investigadores a pesar de la insistencia en el discurso oficial de impulsar la ciencia y la tecnología a través de la política de incentivos y de estímulo a los posgrados.
“La falta de una política integral de investigación ha dificultado establecer programas para la formación de investigadores. Por lo mismo, son pocos los elementos teóricos o éstos se encuentran dispersos sobre dicha formación, considerada como un proceso objetivo que se inserta en una realidad más amplia como es la educativa y la social en general” (Rojas Soriano, 2008, p. 34).
Por lo tanto, preguntarnos en torno a la formación de los investigadores en la universidad resulta de interés ya que problematiza y busca aportar conocimiento sobre un tema de relevancia académica y social, ya que no sólo implica a la institución productora de ese conocimiento sino también a la sociedad que aparece como destinataria de ese conocimiento producido.
Es en función de lo expuesto que surgen preguntas tales como: ¿Cómo se forma en investigación en la universidad? ¿Cómo actuará la relación teoría y práctica en la formación de los licenciados y específicamente en su formación en investigación? ¿Cómo se articula este eje didáctico (la relación teoría y práctica) en estas instancias curriculares de formación, con las características propias y específicas de lo que implica investigar? ¿Cómo se articula el interjuego entre teoría y empiria propio del proceso investigativo y el interjuego teoría y práctica propio del proceso de la formación en las profesiones? ¿Cómo juega en todo esto el contenido con el que se trabaja? ¿Cómo atraviesa estas relaciones las características particulares de la profesión para la cual se está formando en el área de investigación?
Así el hecho social en el cual se centra este trabajo es: la articulación teoría y práctica en los espacios de formación en investigación en las carreras de grado que se cursan en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). El problema general indagado es: ¿Cómo se manifiesta la articulación teoría y práctica en los espacios curriculares de formación en investigación de las carreras de grado que se cursan en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA)? Esta pregunta general puede comprenderse mejor a través de dos preguntas más concretas: ¿De qué modo el lugar que ocupan los espacios de formación en investigación en las carreras de grado facilita o inhibe la articulación teoría y práctica?, y ¿de qué modo las características didácticas (en cuanto a contenidos y estrategias de enseñanza) presentes en los espacios de formación en investigación en las carreras de grado facilitan o inhiben la articulación teoría y práctica? Cabe señalar, que para poder cumplir con los objetivos y responder al problema planteado, se organizó a nivel metodológico (ver capítulo 4), un diseño cualitativo o de generación conceptual con instancias participativas ya que se formularon preguntas abiertas que buscan la comprensión profunda y compleja del hecho social estudiado.
Capítulo II
El caso a estudiar: breve historia de la UBA y la Facultad de Filosofía y Letras
a) La Universidad de Buenos Aires
Durante el siglo XVIII el mundo cambiaba rápidamente: se transformaban los métodos de producción y, al mismo tiempo, los conocimientos sobre la naturaleza, el modo en que los hombres se veían a sí mismos, a la sociedad y a los gobiernos. Esta revolución del pensamiento se conoce con el nombre de ilustración o iluminismo y la época pasó a la historia como el Siglo de las Luces. Ya a finales del siglo XVIII un movimiento de reforma buscó separar a la universidad de la dominación escolástica y de la influencia de la Iglesia en términos generales. Esta tendencia adquirió diferentes expresiones en distintos Estados europeos.
Pero, en líneas generales, todos estos cambios aspiraban a modificar las características de la universidad transformándola en una institución de la que se esperaba la generación de un conocimiento útil para la sociedad, orientada en muchos casos a la acción y a la resolución de problemas concretos. Este clima, dejará su impronta en el origen de la Universidad de Buenos Aires, fundada en el año 1821. La UBA es la segunda universidad creada en nuestro país, luego de la Universidad de Córdoba.
En 1820 –siguiendo el recorrido histórico desarrollado por Buchbinder (2010, p. 44)– luego de la caída del gobierno central de las Provincias Unidas del Río de la Plata, la ciudad de Buenos Aires ingresó en una nueva etapa de su historia. Se convirtió en la capital de un Estado Autónomo: el de la provincia de Buenos Aires. Las nuevas autoridades, lideradas por el gobernador Martín Rodríguez y su ministro de Gobierno, Bernardino Rivadavia, procuraron llevar a cabo una reorganización del aparato del Estado para modernizarlo y adecuarlo a las circunstancias políticas. La renovación del sistema de enseñanza pública se encontraba también entre los objetivos del gobierno. En este contexto fue creada, por un decreto del gobierno provincial del 9 de agosto de 1821, la Universidad de Buenos Aires.
Al respecto de la creación de la UBA, Fernández Lamarra (2003, p. 24) señala que fue concebida como una instancia educativa suprema del territorio de la naciente Argentina y como un instrumento de formación de dirigentes y de conciencias al servicio del proyecto de carácter capitalista y centralista que inspiraba a los gobernadores de Buenos Aires en esa época. Su primer rector, Antonio Sáenz, le otorga un cierto equilibrio entre los enfoques tradicionales escolásticos y las concepciones iluministas en pugna con ellas.
La UBA en sus orígenes adoptó una organización por departamentos. El proyecto de Sáenz contemplaba la existencia de seis departamentos: el de Primeras Letras, que tenía a su cargo la educación básica; el de Estudios Preparatorios; el de Medicina; el de Ciencias Exactas; el de Jurisprudencia y el de Ciencias Sagradas. Durante los primeros años los principales esfuerzos organizativos se concentraron, en los departamentos de Primeras Letras y Estudios Preparatorios. El principal problema de los otros departamentos radicó en la escasa cantidad de alumnos que recibían. El departamento de Ciencias Sagradas, por ejemplo, no pudo comenzar a funcionar por falta de alumnos.
En julio de 1825, Antonio Sáenz falleció y el rectorado de la Universidad fue asumido por José Valentín Gómez. Este último debió afrontar un conjunto de tareas que hasta entonces no habían sido resueltas: por ejemplo, la institución todavía no contaba con un reglamento interno que delimitara las atribuciones de los distintos funcionarios y órganos de gobierno o la expedición de títulos y grados. Todo esto, trajo nuevos cambios en la organización de los departamentos.
Hacia mediados de 1830 la universidad comenzó a experimentar las consecuencias del proceso de aguda politización impulsada por el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Señala Buchbinder (2010, p. 49) sobre esta época:
“La universidad, a pesar de su indudable declive académico y científico, continuó desempeñando el papel de instancia de formación y sociabilidad para todos los que aspiraban a ejercer un rol relevante en la vida política de la provincia. Gran parte de la dirigencia política del estado provincial de la etapa posrosista adquirió su instrucción formal durante la década de 1840 en los claustros de la universidad”.