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La Corona De Bronce
La Corona De Bronce

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El Camarlengo se asomó al balcón que daba sobre la plaza delantera y gritó, con todo el aire que tenía en los pulmones, vuelto hacia los fieles amontonados que esperaban con curiosidad.

―¡Nuntio vobis gaudium magnum! Habemus Papam, eminentissimun e reverendissimum dominum Adrianus Florentz, qui sibi imposuit nomen Adrianus sextus!

Voces y exclamaciones se levantaron desde la plaza, a la espera de que el nuevo Papa se dejase ver y hablase a la multitud de los fieles. Mientras Innocenzo ayudaba al nuevo Papa a vestir los paramentos sagrados del ritual, en su mente los pensamientos corrían veloces. Este Adriano VI no durará mucho, antes de que alguien de la familia Dei Medici meta las manos. Pero que dure un mes, un año o un siglo, ya nadie podrá culparme. Desde mañana Innocenzo Cybo vuelve a Genova.

Como todos los demás, el Cardenal Alessandro Cesarini hizo el equipaje para volver a su sede, en Orvieto. Llegado el cuatro de marzo del año del Señor de 1522, en un primer momento, se quedó un poco asombrado por el hecho de que su sede episcopal hubiera sido arbitrariamente ocupada por su colega, pero al escuchar la propuesta de éste último casi no pudo creer lo que oían sus orejas. Él, que habría matado por tener la curia episcopal de Jesi, dejada vacante por el Cardenal Baldeschi, veía como se la ofrecían en bandeja de plata de quien había sido escogido como el titular, sólo porque estaba ligado a los lugares en que había transcurrido la infancia. ¡Increíble, pero cierto! ¡Una oportunidad que no podía dejar escapar! Sellado el pacto con Jacobacci, Alessandro Cesarini, deseoso, de todas maneras, de reposar unos días, envió un mensajero a Jesi para anunciar su llegada y su toma de posesión a las autoridades ciudadanas. El mensajero llegó a Jesi el 12 de marzo y el Consiglio Generale de la ciudad, reunido para la ocasión en la Sala Maggiore del Palazzo del Governo y presidida por el noble Fiorano Santoni, tuvo en cuenta el nombramiento, aunque el Cardenal Jacobacci les hubiera gustado más, y deliberó también en cuanto a reconocer a Cesarini un vitalicio de 25 florines al mes. Todo esto cuando ya el Cardenal estaba a las puertas de la ciudad por lo que ni siquiera tuvieron tiempo de preparar un digno recibimiento al nuevo Obispo, que se encontró entrando en una ciudad indiferente a su llegada. Cesarini no se quedó desilusionado sólo por la acogida sino, sobre todo, por el hecho de encontrar ciudad y condado en condiciones bien distintas de lo que se esperaba. Después del saco sufrido por la ciudad en el año 1517, habían seguido algunos años de mal gobierno por parte del Cardenal Baldeschi que había reducido la zona a condiciones de miseria jamás vistas desde tiempos inmemoriales. Además de los males y las vejaciones que habían producido los ejércitos invasores, la peste había vuelto como una pesadilla para aterrorizar a la población. Y de esta manera Cesarini, que todavía tenía muchos intereses en la zona de Anagni y Orvieto, enseguida comenzó a pasar gran parte de su tiempo lejos de Jesi, aduciendo como excusa sus agobiantes compromisos eclesiásticos en la sede Papal, y dejando en su puesto a rudos gobernadores que sólo sabían ser crueles y tiranos con la población.

Lucia se había ocupado, y no poco, para llevar consuelo a los enfermos de peste. La enfermedad había llegado a Jesi en una caja de cáñamo, proveniente de los mercados de oriente, comprada a un precio de ganga por una familia de cordeleros de Jesi. Algunas familias residentes en el burgo de Sant’Alò eran famosas desde tiempo inmemorial por la habilidad y el cuidado con el que fabricaban cuerdas. Tenían un sistema propio para obtener del tosco cáñamo cordeles y cabos de todas las longitudes y calibres, que eran vendidos en el mercado a precios competitivos con respecto a los fabricados en otras zonas de Italia. En cuanto Berardo Prosperi, el cabeza de familia, abrió la caja para comprobar la calidad del cáñamo comprado por su hijo y su sobrino, fue asaltado por las pulgas que, finalmente libres, buscaron su comida de sangre, a expensas de muchos miembros de la comunidad del burgo. Las casas de los cordeleros eran construcciones bajas que formaban una única fila, una pegada a la otra, en el borde de un amplio espacio, llamado prado, donde aquellos artesanos trabajaban, fundamentalmente al aire libre. De hecho, necesitaban espacios amplios, donde extender las fibras del cáñamo y trenzarlas hasta convertirlas en cuerdas, con la ayuda de extraños artilugios con aspecto de ruedas.

En ese momento, nadie hizo caso a las picaduras de los insectos, pero después de unos días Berardo y otros hombres y mujeres del barrio cayeron enfermos, presos de una fiebre alta y con bubones en varias partes del cuerpo, algunos sobre la espalda, otros detrás del cuello, otros sobre la barriga. La enfermedad se había difundido rápidamente de una casa a otra, conectadas como estaban, y luego se había propagado a los campos. Pero enseguida llegó a afectar a las familias residentes en la ciudad, en el interior de las murallas.

Lucia, en su momento, había aprendido de su abuela cómo intentar curar a los enfermos de peste. Había escuchado decir que en Ancona, donde la enfermedad se había difundido de manera exponencial, quien se lo podía permitir se hacía hospitalizar y curar en el Lazzaretto. Pero, según ella, no era una buena idea concentrar a las personas enfermas en un sitio. Era mejor tener aislado al enfermo en su casa para evitar que contagiase, a su vez, a personas sanas; sólo tomando las oportunas precauciones podía uno acercarse a él. Cuando debía entrar en la habitación de un enfermo, Lucia se cubría perfectamente con vestidos gruesos, pero sólo después de haber esparcido por todo su cuerpo un ungüento a base de citronela, albahaca, menta, mastranzo y tomillo. El olor que emanaba era casi nauseabundo pero era un excelente remedio para no dejarse picar por las pulgas y piojos que, quién sabe por qué, infestaban siempre las casas de los apestados. Con un pañuelo de seda cubría la boca y la nariz antes de acercarse al enfermo, con el fin de evitar respirar los malos humores emitidos por estos. Lo primero que hacía era desnudar al paciente para observar cuántas pústulas tenía encima y cuál era su aspecto. Si eran duras y oscuras, les untaba un ungüento a base de alcohol alcanforado e ictiol, con el fin de hacerlas ablandar y madurar. Las pústulas, de hecho, debían explotar y hacer salir su malsano contenido, conocido por los médicos con el término de pus. La fiebre, en cambio, se combatía con infusiones a base de corteza de sauce y con la aplicación de telas empapadas en la frente del enfermo. Toda la casa debía ser purificada con fumigaciones obtenidas por la combustión de aceite de alcanfor, en el que habían sido maceradas durante algunos días ramitas de ciprés, mondas de granadas y canela. Lucia sabía perfectamente que si el enfermo tenía dificultades para respirar estaba condenado a una muerte segura. Tanto daba llamar a un sacerdote para que le impartiese la extremaunción. Pero ningún religioso, el primero de todos Padre Ignazio Amici, se prestaba a llevar el consuelo del rito a los apestados. Todos tenían demasiado miedo a ser contagiados también. Si, en cambio, las pústulas, en el transcurso de algunos días, por lo general una semana, se ablandaban y dejaban salir los malsanos humores, dando más tarde origen a cicatrices, el paciente podía considerarse fuera de peligro y llegaría a curarse. Cuando un enfermo de peste moría, todos sus enseres, muebles, cama, mantas y todo aquello con lo que había estado en contacto, directa o indirectamente, con la persona infectada, debía ser reunido delante de su casa y ser quemado. Los cadáveres no podían ser sepultados en el interior de las iglesias sino que eran llevados a campo abierto y enterrados profundamente, bajo un buen montón de tierra, mejor si era arcillosa.

De esta manera Lucia había ayudado a cientos de enfermos, tanto en la ciudad como en los burgos y en el campo y, gracias a las precauciones que ella había tomado, nunca se había contagiado. Se sentía satisfecha pero cansada. Recorriendo en sentido contrario la vía de Terravecchia, después de haber visitado a un enfermo por la zona de la iglesia de San Nicolò, había debido pasar por delante de distintos edificios, enfrente de los cuales ardían las hogueras purificadoras. El aire de la jornada estival, ya de por sí cargado de humedad, se había convertido en más pesado por el humo que flotaba sobre la ciudad y que en parte oscurecía los rayos del sol. En cuanto llegó a la Piazza della Morte no pudo evitar pensar que, dentro de unos días, un patíbulo estaría reservado para su sirvienta Mira, acusada de haber asesinado al Cardenal Artemio Baldeschi. Apartó aquellos sombríos pensamientos y se metió por la Porta della Rocca llegando hasta Via delle Botteghe, zona mucho más agradable y sana con respecto a las calles que había recorrido poco antes. Parecía casi como si las antiguas ruinas romanas, reforzadas y reconstruidas algunos decenios antes gracias al ingenio del arquitecto Baccio Pontelli, hubiesen hecho de baluarte natural contra la epidemia de peste, que había golpeado sólo a unos pocos habitantes del núcleo histórico de la ciudad. En cuanto llegó a este espacio confortable, Lucia bajó el pañuelo a través del cual había filtrado el aire para respirar. Se soltó los cabellos, dejándolos libres para que descendiesen por sus hombros y su espalda, luego con las manos arregló un poco las ropas estropeadas. Es verdad, no tenía el aspecto elegante que le imponía su rango pero se sentía más presentable. En pocos pasos llegó a la Domus Verroni, pasó debajo del arco y buscó con la mirada a Bernardino. Lo vio atareado en restaurar su taller pero, casi percibiendo su llegada, fue el primero en hablar.

―¡Mi señora! Que alegría veros aquí. Como podéis daros cuenta, hay mucho trabajo que hacer pero me estoy esforzando al máximo. Creo que en cosa de un mes la imprenta podrá volver a trabajar a pleno rendimiento. Y todo gracias a vos. Realmente os debo estar agradecido por todo lo que habéis hecho por mí y la primera obra que publicaré será, sin duda, vuestro tratado sobre Principi di medicina generale e guarigione con le erbe.

Lucia sonrió complacida pero Bernardino advirtió lo forzado de la sonrisa que intentaba sobreponerse al cansancio que la atenazaba.

―Pero vos, Mi Señora, estáis realmente exhausta. No querría reprocharos nada pero pienso que es el momento de que dejéis de visitar a todos estos apestados. Antes o después enfermaréis incluso vos. ¿No pensáis en vuestra hija Laura? ¿Y en Anna que para vos es como otra hija? ¿Qué podrían hacer sin vos? Sois la última Baldeschi que queda con vida, ¡asumid vuestras responsabilidades de una vez por todas! Y no sólo con respecto a las niñas sino a la entera ciudad.

―¡Oh, Bernardino! No volváis a comenzar con la historia de que debo recuperar el gobierno de la ciudad. Os lo he dicho: soy una mujer, no me veo capaz de ocupar un puesto que siempre ha recaído, por derecho, en un hombre.

―No hay un hombre en esta ciudad que valga la mitad de lo que vos valéis. Y como demostración está lo que habéis hecho y estáis haciendo por los enfermos. Pero no basta. No podéis abandonar la ciudad en las manos de los nobles incompetentes que dejan que el vicario del cardenal Cesarini haga lo que quiera, aterrorizando a la ciudad y al condado y pretendiendo tasas e impuestos de hombres martirizados por la miseria y por la peste. Es el momento de echar al Cardenal y al vicario, y sólo vos sois capaz de hacerlo, tomando en vuestra mano el cetro que os corresponde por derecho. ¡Y luego está Mira! ¿Os habéis olvidado de ella? Habéis prometido protegerla y, en cambio, el proceso ha seguido su curso. Y además, para más inri, ¡está la acusación de brujería contra ella!

―¿Qué? ¿Qué estáis diciendo? El proceso contra Mira ha sido llevado a cabo por jueces civiles, por el noble Uberti, y...

―Padre Ignazio Amici ha reunido las declaraciones. Parece ser que, mientras el Cardenal se caía desde el balcón, alguien lo ha oído gritar Vuelo, estoy volando, incluso con la sonrisa en los labios. Y por lo tanto no hay otra explicación que esa de que Mira ha embrujado al Cardenal. Creo que, a estas horas, la joven está en las garras de los torturadores de la Santa Inquisición. A lo mejor dentro de unos días veremos surgir un montón de leña en la Piazza della Morte. Beh, para nosotros que conocemos la verdad, no sería agradable asistir a la muerte de una inocente y, para colmo, de una manera tan atroz.

Sin ni siquiera contestar, Lucia se dio la vuelta indignada y se dirigió a paso veloz hacia el Torrione di Mezzogiorno.

―¡Dios no lo quiera! ―la escuchó gritar Bernardino mientras se alejaba, más hablando con ella misma que con él ―He prometido que en esta ciudad nunca más una mujer acabaría en una pira ardiente. Y mantendré mi promesa.

Capítulo 3

Venga, preparad las pinzas y tenazas, después

encenderemos la hoguera.

(Tomás de Torquemada)

Los guardias, reconociendo a Lucia y conscientes de su autoridad no tuvieron el valor de cortarle el paso. La condesa, con la cara roja por la cólera, entró como una furia en el Torrione di Mezzogiorno. Se encontró en un vestíbulo desierto. De vez en cuando unos gritos femeninos, sofocados y amortiguados por los espesos muros, llegaban a sus oídos. Realmente estaban torturando a Mira. No sabiendo dónde estaba la sala de tortura y no consiguiendo comprender de dónde provenían los gritos de la muchacha, abrió de par en par la primera puerta que encontró. El juez Uberti estaba sentado detrás de un escritorio, absorto examinando expedientes. Sobre la mesa destacaba un libro con una elegante cubierta y con el título escrito en caracteres grandes Malleus Maleficarum.

―¡Noble Dagoberto Uberti! ¿Qué significa todo esto? Habíais prometido que juzgaríais vos a mi sirvienta y que seriáis clemente con ella. ¿Por qué, pues, la habéis entregado a los inquisidores? En su momento habéis escuchado mi testimonio. Mira se ha defendido, mi tío la estaba agrediendo y quizás la habría matado. Ella sólo lo ha herido y no de gravedad. El hecho de que se haya caído desde el balcón ha sido un accidente, una fatalidad, independiente de la voluntad de la muchacha. Os lo he dicho y repetido: Mira merece un castigo, ¡pero no la muerte!

El juez Uberti, con respecto a unos años atrás en los tiempos del proceso contra Andrea Franciolini, había envejecido visiblemente. Profundas arrugas surcaban su cara, la espalda se había curvado y, para caminar, debía ayudarse de un bastón de madera de nogal. Una grave forma de artrosis, atestiguada por la deformidad de las articulaciones de las manos, lo afligía. Incluso su vista había disminuido notablemente y para leer se ayudaba de una lente de vidrio montada sobre un soporte metálico. En esa época eran pocos, de hecho, los que poseían gafas que debían llegar desde Venezia y eran bastante caras. Levantó la cabeza de los papeles y respondió a Lucia con voz tranquila, casi con resignación.

―Ved, mi Señora, he estudiado con cuidado el caso y me parece que hay demasiadas incongruencias. Vos sois la única testigo, por lo tanto debería fiarme de lo que me decís. Por desgracia, los mismos hechos narrados por vos y por Mira, son contradictorias. Vos afirmáis que vuestro tío sorprendió a vuestra sirvienta robando en su estudio. Pero, aparte de los libros, allí poco hay que robar. Y, como es bien sabido, Mira no sabe ni leer. Además sé bien que vuestro tío tenía el dinero y las joyas en otras habitaciones. Creo, en cambio, que Mira haya entrado adrede en el estudio del Cardenal esperando que, al ofrecerle su propio cuerpo, sería bien recompensada.

―¿Qué queréis insinuar, juez?

―No quiero insinuar nada. Intento sólo reconstruir cómo han ido las cosas y creo que he conseguido hacerme una idea general de la situación. Mirad, hemos hecho examinar por expertos el cuerpo de vuestro tío antes de recomponerlo para la sepultura. Aparte del hecho de que no llevaba las calzas, el Cardenal tenía el miembro completamente recubierto de una sustancia oleosa, un ungüento. Según dicen los expertos se trata de una sustancia a base de esencias vegetales que sólo las brujas saben preparar. Pero hablemos de la sangre de vuestro tío. Vos decís que Mira lo hirió ligeramente con un cuchillo, es más, con un abrecartas. Pero había abundancia de sangre, esparcida por todo el estudio y alrededor del cadáver, tanto que parece que el Cardenal, más que por la caída, haya muerto desangrado. Una sola herida pero que ha llegado de manera precisa a un importante vaso sanguíneo. Y lo extraño es que Mira debería estar más manchada de sangre de lo que la hemos encontrado. Tenía los vestidos sucios pero si había golpeado con tanta precisión debería haber tenido las manos y los brazos llenos de sangre. ¡Y en cambio no era así! ¿Y los vestidos? No eran la vestimenta de una sirvienta, era un ropaje mucho más elegante.

―¿Y de todo esto qué habéis deducido? ―preguntó Lucia, con la voz que le comenzaba a temblar por el temor de que Uberti estuviese a punto de desentrañar la historia que la inculpaba de la muerte de su tío.

―Mirad ―y el juez puso una mano sobre el Malleus Maleficarum. ―Este libro, que me ha suministrado el Padre Ignazio Amici, me ha abierto los ojos. Escrito por dos inquisidores germanos, Jacob Sprenger y Heinrich Insitor Kramer, hace un decenio, en él se indica cómo reconocer a las brujas, sin tener en cuenta sus poderes. Todas pueden ser identificadas por una señal indeleble que llevan en la piel, una peca, una mancha, un antojo o una cicatriz, a menudo escondida por los pelos de las axilas, del pubis o puede que por los cabellos. He aquí porque los inquisidores, antes de nada, hacen desnudar a la bruja y hacen que les rasuren todo el pelo, para poder descubrir esta señal. Pero con Mira esto ni siquiera ha sido necesario. Ella tiene un lunar a la altura del labio superior, justo debajo de la nariz, sobre el cual, además, crecen pelos. Padre Ignazio afirma que eso es una señal inequívoca y yo, después de haber leído este texto, estoy de acuerdo con él.

―¿Y todo esto qué tiene que ver con la muerte de mi tío?

―Tiene que ver, más de lo que vos, incluso como testigo, podáis imaginar. El hecho de que Mira sea una bruja se confirma no sólo con el lunar sino también por los vestidos que llevaba puestos aquel día. Los mismos expertos a los que hemos preguntado nos han confirmado que esos son hábitos que se ponen las brujas más poderosas, hábitos que se traspasan de generación en generación, de madre a hija. Y vayamos, por lo tanto, con la reconstrucción de los hechos, como ahora ya está claro que han ocurrido. Mira, sintiéndose fuerte con sus poderes, entra en el estudio del Cardenal, con la clara intención de seducirlo y de enfermarlo. La meta es obtener dinero, mucho dinero, a cambio de la prestación amorosa. El Cardenal cae en la trampa, se deja seducir, se quita las calzas y se prepara para yacer con vuestra sirvienta. Pero ella quiere aumentar todavía más la satisfacción de los sentidos de su víctima y usa el ungüento para inducirle un mayor placer y, por ende, a darle una donación más generosa en metálico. Sólo que ese ungüento en una dosis justa aumenta el placer de la carne pero en cantidad excesiva provoca alucinaciones y visiones. No, Mira no quiere matar al Cardenal, es la última de sus intenciones: no se mata a la gallina de los huevos de oro. Pero la situación ahora ya se le ha escapado de las manos. ¿Quién ha empuñado el cuchillo primero? Quizás el Cardenal presa de la obnubilación, a lo mejor para fingir amenazar a la muchacha en un crescendo de juego erótico. Y lo usa incluso para cortar el vestido con el fin de desnudarla. Y he aquí que la bruja, sintiéndose en peligro, invoca sus poderes. No toca el cuchillo pero lo guía con la fuerza mágica de sus sombríos poderes. Sólo con la fuerza de su pensamiento lo lanza contra el hombro de Baldeschi, en un punto bien concreto. Una sola herida, pero mortal.

―¿Y después?

―Después, el toque final. Abre la ventana y hace caer al Cardenal desde el balcón, incluso persuadiéndolo para que crea que es capaz de volar. Por lo tanto, ¿cómo juzgar a esta mujer? ¿Qué castigo merece? No ha sido, como vos decís, en defensa propia. Si bien al principio no era algo que quisiese, ha matado, y lo ha hecho con conocimiento de causa. Para colmo, gracias al uso de poderes no comunes a todos, sino específicos de mujeres que nosotros llamamos brujas. ¡BRUJAS! La muerte es el fin que merece una asesina como ella. La decapitación. Pero si es una bruja sabemos perfectamente que el fin que merece es otro distinto.

―¡No! ―exclamó Lucia que sentía latir con fuerza el corazón en el pecho sólo imaginando ver a Mira agonizante más allá de un muro de llamas.

Justo en ese momento, un grito más fuerte proveniente de la sala de torturas, llegó a sus oídos.

―¡Basta ya, juez! Conducidme inmediatamente a la habitación donde están torturando a esa pobrecilla. ¡Este horror debe terminar enseguida!

―No os lo aconsejo, no es un espectáculo agradable de presenciar. Padre Ignazio y sus torturadores no se dejarán atemorizar, ciertamente, por las palabras de una doncella, aunque sea noble...

―Es una orden. ¡Llevadme a la sala de torturas!

El juez, intuyendo que la joven sabía lo que se hacía y que podía recurrir al poder que le correspondía por derecho, por ser descendiente del Cardenal Baldeschi, así como prometida del que oficialmente hubiera debido ser designado Capitano del Popolo, bajó la cabeza y obedeció a Lucia. Guió a la joven por escaleras y pasillos en penumbra hasta llegar a una imponente puerta delante de la cual dos energúmenos armados con lanzas cerraban el paso a cualquiera. Los gritos de Mira ahora se oían muy cerca. A una señal del juez los dos esbirros se hicieron a un lado y abrieron la puerta. A Lucia le pareció que había llegado al infierno. Su sirvienta Mira había sido atada sobre una mesucha, completamente desnuda, con los brazos y las piernas extendidas formando el dibujo de la cruz de Sant’Andrea. Los pelos del pubis y de las axilas habían sido rasurados mientras que uno de los torturadores tiraba de las cadenas atadas a las muñecas y a los tobillos de la muchacha, tensando las articulaciones de piernas y brazos casi hasta dislocarlas, otro, con unas grandes tijeras, le estaba cortando el cabello al mismo tiempo que lo tiraba en una brasero encendido. En el mismo braseo, del que emanaba un humo pestilente, habían sido puestos diversos arneses de tortura para que se calentasen. Lucia, a pesar de que le caían lágrimas tanto a causa del humo como del espectáculo al que, de repente, se había encontrado asistiendo, vio al Padre Ignazio Amici extraer del brasero una gran tenaza y acercar las mordazas incandescentes de esta última a uno de los senos de Mira. Si no lo hubiese parado a tiempo, le habría aferrado el pezón con la pinza llegando incluso a sacárselo.

―No sois más que un fraile pervertido. Parad. ¿Qué estáis haciendo? ―y le agarró el brazo que controlaba la pesada tenaza.

El dominico se giró y, con una sonrisa sádica estampada en el rostro, reconoció a la joven Lucia Baldeschi.

―¡Ah, mi Señora! ¿Habéis venido a asistir a la confesión de vuestra sirvienta? ¡Bienvenida! Casi hemos acabado, un poco más y admitirá todas sus culpas. A fin de cuentas, sois vos la que la habéis acusado y es justo que estéis presente en el momento en que ella sola se condenará.

Dado que el dominico se había parado, el torturador que había cortado los cabellos a la enjuiciada, había cogido con la mano una navaja muy afilada, con la intención de rasurar la testa de la desafortunada.

―Parad, parad todo. Desatadla, vestidla y llevadla a la celda. No puedo tolerar que una mujer sea tratada de esta manera.

El tono de Lucia era autoritario y todos se quedaron quietos. Incluso Mira paró de gritar. Pero Padre Ignazio la miró con aire desafiante.

―Aquí dentro soy yo quien manda. Dejad que termine mi trabajo. Debemos descubrir todas las señales que Mira tiene sobre su cuerpo y que demuestran que es una bruja. Y además, debemos escuchar de sus propios labios su confesión completa. ¿Con qué autoridad vos, condesita, queréis entrometeros en cosas que conciernen a la Iglesia y a la Santa Inquisición?

―¡Con la autoridad que me corresponde por derecho y que en este preciso momento reclamo! ―gritó Lucia con una fuerza de espíritu que ni siquiera sospechaba que poseyese. ―Desde este momento soy vuestro Capitano del Popolo, y como tal tengo el derecho de decidir también sobre la suerte de esta mujer. Vosotros, carceleros, haced enseguida lo que os he ordenado: desatad a Mira, dadle vestidos y devolvedla a la celda. Vos, en cambio, Padre Ignazio Amici, seguidme al estudio del Juez Uberti. Debo hablaros en privado.

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