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El Dios Escandaloso
Encontramos una mentalidad similar en una categoría particular de creyentes, la de los adoradores del diablo, quienes, a diferencia de los anteriores, creen en la existencia de Dios, pero, entendiendo mal su figura, como los primeros, y, en nombre de una presunta libertad del tirano divino, eligen acabar en la muerte eterna: exactamente en el infierno. Este se entiende normalmente, al contrario que en ateos y agnósticos, no como la privación de Dios (es decir, la nada, porque todo existir está en Dios), sino literalmente, al estilo de Dante, por decirlo así.
Estudios derivados del Vaticano II han despejado lugares comunes que se habían acumulado a lo largo de los siglos, entre ellos entender obligatoriamente el infierno al pie de la letra. Pero resulta lamentable que estos argumentos se hayan difundido tan poco, incluso entre los creyentes. He intentado en su momento hacerlos menos desconocidos en el ensayo La vita eterna – Saggio sull’immortalità tra Dio e l’uomo, Prospettiva Editrice, 2002. Está descatalogado desde hace mucho tiempo, aunque se puede encontrar la misma argumentación en otra obra mía bastante más reciente, editada por Tektime en libro y e-book: La transformación: Sobre el cuerpo glorioso espiritual y sobre la nada eterna infernal.
En el fondo, esta idea de una divinidad autoritaria y las sociedades jerárquicas humanas que brotaban en el pasado y todavía derivan en cierto monoteísmo no cristiano, no hacen más que reflejar la situación que es la norma para los animales en la naturaleza: la manada bajo el jefe de la manada, las abejas estériles al servicio de la abeja reina productora de huevos, etcétera. Se trata de aspectos naturales con los que el seguidor de Cristo debe guardar distancia si quiere ser verdaderamente cristiano. La encarnación de Cristo lo ha liberado de la esclavitud de su parte animal egocéntrica, de aquel pecado original que lo impedía ascender a Dios, porque lo inducía a considerarse el centro del mundo y a defender, justamente como un animal, su territorio exclusivo. Si se mira bien, esta toma de distancia de la animalidad debería valer, prescindiendo de un credo religioso, no solo para los seguidores de Jesús, sino asimismo para cualquiera que desee que su vida sea más serena, es decir, yo diría que para todos.
Por otro lado, el mito roussoniano del buen salvaje en la buena madre naturaleza no está aún en vías de extinción, a pesar de la idea contraria de muchas mentes geniales, incluidos no creyentes, como la de Leopardi, para quien, como es sabido, la naturaleza era una mala madrastra. Giacomo Leopardi, como ya he indicado en el prólogo, era un gran lector del libro del Eclesiastés, del Antiguo Testamento, según el cual todo es vano e incluso el hombre es vanidad destinada a desaparecer como todo lo demás. Estaba bautizado, pero no era creyente, mientras que solo a la luz de Cristo Salvador tiene un sentido claro la inserción del Eclesiastés en la Biblia cristiana, para indicar cuál sería la situación del hombre sin Cristo. Sin embargo, si falta Su luz, el Eclesiastés puede inducir al pesimismo: este es uno de los motivos por los que el cristiano debe estudiar primero a fondo el Nuevo Testamento y luego pasar al Antiguo.
Ya que, según el judaísmo y el cristianismo, para el Creador todo lo creado es bueno y bello, como afirma el mismo Dios al inicio del Génesis, nos podríamos preguntar: ¿No es posible que esto esté en contradicción con cuanto se ha dicho a propósito de la animalidad en el hombre que debe refrenarse por medio de su espiritualidad? La respuesta es negativa: por el contrario, la doctrina (al menos para los católicos desde el Concilio de Trento) es que, a pesar del bautismo, queda en el cristiano la llamada concupiscencia, es decir, la actitud natural de satisfacer el egoísmo propio. ¿Por qué queda? Porque es gracias a este instinto animal por lo que el ser humano puede elegir pecar en vez de amar, por lo que es libre y no un títere y la libertad es bien, mientras que sería malo ser un fantoche, aunque sea gozoso. Volveremos sobre esto en la siguiente sección. Se puede añadir de inmediato que, por otra parte, hay seres humanos que preferirían ser más bien tontos que sufrir psicológicamente las dificultades de la vida, personas que, para olvidarla, pueden buscar aturdirse con el abuso del alcohol o de drogas. Sin embargo, persiste el hecho de que la libertad es un bien en sí mismo.
Hay que evitar entender literalmente esos pasajes del Génesis en los cuales, al pecar, Adán destruye su equilibrio y el de la naturaleza en la cual había sido creado y de la cual Dios estaba satisfecho al inicio, pero ya no después del pecado. En realidad, la interpretación más reciente de ese mismo pasaje considera que el inspirado autor anónimo quiso simbolizar en la felicidad del Edén de Adán y Eva esa buena sociedad que nunca ha existido, pero que existiría si los hombres no pecaran: el pecado de Adán, que equivale al del Hombre, es el arquetipo de los todos los pecados de los seres humanos de todos los tiempos, así que, sustancialmente, el autor nos invita a construir un paraíso terrestre aquí y ahora rechazando el pecado.
El dios Casual: ¿Por qué el dolor?
Como indica Rémy Chauvin, biólogo docente en la Sorbona y ya director del Centro para la Investigación de Francia, en su interesante obra Dios de las hormigas, Dios de las estrellas,8 la violencia en la naturaleza con el animal que devora a animal (y, añado, hombre que agrede a hombre cuando se abandona al instinto bestial) «empuja a muchos hacia los altares del dios Casual, igualmente cruel, pero al menos no inteligente. Se trata de una objeción enorme, que nos tortura desde hace milenios. Mentes excelsas se han ocupado del problema y han concluido que todo el sufrimiento deriva de la finitud de la materia. Es el ser incompletos lo que genera el dolor: un animal debe nutrirse para sobrevivir y, al hacerlo, muy a menudo devora a otros «animales» y aquí Chauvin pone sobre la mesa los autótrofos, bacterias que, caso único, se nutren de minerales y no de otros seres vivientes. Plantea así al lector la pregunta retórica: «¿Por qué el Constructor no ha creado solo seres autótrofos?» La respuesta que da se concilia muy bien con el cristianismo. Responde que «esto se debe a que la inteligencia, que se configura como uno de los objetivos esenciales de la evolución, no habría podido desarrollarse si no es en heterótrofos (como el hombre – N. del a.) (…) Si el Constructor ha podido tolerar el sufrimiento tanto animal como humano para que el cosmos pudiera dar a luz la inteligencia, eso quiere decir esa es realmente una cualidad esencial».
Tengo que puntualizar, remitiéndome a la sección anterior, que es parte de la fe del cristianismo antiguo y todavía de hoy para católicos y ortodoxos, que el hombre ha sido creado libre para que elija en conciencia entre el bien y el mal gracias a su inteligencia.
Hay que entender por qué cerca de 1500 años después del inicio del cristianismo Lutero y Calvino proclaman, mucho más allá de los claroscuros de San Agustín, la predestinación y, en esta ausencia de libertad del hombre, anulan la belleza de ser libres y todos hijos de Dios.
Por tanto, la inteligencia es indispensable para el ejercicio de la libertad mientras que (Chauvin) el dolor en la naturaleza es indispensable para la inteligencia.
Es verdad que, como escribe el científico, quedan ocultas las razones de fondo del Creador al construir el universo tal y como es. Por ejemplo, se ignora por qué habría elegido muchas veces procedimientos biológicos tan complicados, como «los increíbles mecanismos que caracterizan la fecundación de las orquídeas» y por qué habría ordenado de modo repelente ciertos procesos, como el desarrollo y supervivencia de un parásito como la tenia humana: «¿Qué buscan los parásitos en sus inverosímiles migraciones en lo más íntimo de los seres vivientes?» En todo caso, lo que verdaderamente debe importar a quien tenga fe en la Revelación judeocristiana es saber que, como ya nos decía la experiencia y ha confirmado la biología, para la inteligencia, y por tanto para la libertad, son necesarias las tribulaciones y Dios nos ha creado libres y no guiñoles indignos. Porque, como dice San Juan en su primera epístola, Él es Amor: «Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4:7-8). Quien ama de verdad no puede querer la esclavitud del amado y menos aún puede quererla Dios, el perfecto por definición y el Amor en Persona. Según el cristianismo, la intención de fondo del Creador es divinizarnos, igual que es eternamente humana y divina la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo: Dios no se hace hombre, sino que ES hombre en su mismo Ser eterno. La vía a nuestra divinización consiste en la experiencia común en la tierra tan de Dios como nuestra, una experiencia de libertad y, por eso, también para el mismo Dios de riesgo y sufrimiento hasta la muerte y consiste en su resurrección, que, siempre en comunión de vida con nosotros, tiene como consecuencia nuestra asunción individual después de la muerte hasta su sempiterna vida divina. Muchos no saben estas cosas con claridad: incluso muchos cristianos conocen poco del cristianismo y, ese poco, bastante mal.
La causa de los equívocos sobre Dioses la ignorancia sobre el cristianismo
El Concilio Vaticano II ha afirmado que entre las causas del rechazo a Dios por parte de no pocas personas está la incapacidad de muchos creyentes de explicar a los demás el verdadero Dios de Jesús, porque son las primeras en no conocerlo de verdad y, a veces, incluso en confundirlo con una especia de monarca celeste absoluto:
«(…) en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión».9
En el cristianismo que tiene sus raíces en la Iglesia antigua, es decir, el católico y el ortodoxo, existe la práctica de dirigirse a los santos a fin de que intercedan ante Dios. Esa práctica se dirigía al principio solo a los mártires, pero la veneración pasó enseguida a personas que vivieron siguiendo el ejemplo de Cristo, aunque murieran de forma natural. Al contrario de lo que piensan los protestantes, esta práctica no es blasfema, porque se refiere a la idea cristiana de la vida eterna de los santos divinizados gracias a Cristo, contenida en particular en la primera epístola de San Juan: se trata de una comunión de personas santas en la divina del Hijo, por lo que dirigirse a un santo es como dirigirse directamente a Dios.
Para el cristianismo, cada santo mantiene su yo y no se confunde, despersonalizándose, en el Divino, al contrario que algunas filosofías y religiones orientales.
Evidentemente, hay que rechazar los casos en los que se pierde el límite, llegando a considerar a los santos y las santas como autores personales de las llamadas gracias o, incluso, más poderosos que Dios. Por otra parte, ciertas personas, aunque consideran a los santos inferiores al Señor, ven el Más Allá un poco como una corte real en la que los cortesanos pueden inducir al soberano a la benevolencia hacia aquellos a los que protegen: en esos casos la oración indirecta tiene como base la idea de un Dios autoritario al que implorar con temor valiéndose de las recomendaciones de personas santas que le agraden, una actitud que, como enseñan los evangelios, Jesucristo no desea en absoluto: el don del Espíritu Santo llamado temor de Dios no tiene nada que ver con la sumisión por miedo. No es seguramente el estado de ánimo que en el Génesis empuja a Adán y Eva, después de pecar a «esconderse del Señor Dios en medio de los árboles del jardín».10 El temor de Dios no excluye la inquietud cuando se ha cometido una culpa y antes de la reparación, sino que es en todo caso algo positivo, es ese encomendarse al Espíritu de Dios que purifica según la exhortación de San Pablo: «Queridos hermanos, purifiquémonos de todo lo que mancha el cuerpo o el espíritu, llevando a término la obra de nuestra santificación en el temor de Dios».11
En un pasado no muy lejano, la actitud de preocupado sometimiento recibía incluso el apoyo del magisterio de la Iglesia. Como recuerdo por experiencia directa, siendo muy pequeño, todavía en los años 50 del siglo XX, aún un poco antes del último concilio ecuménico, el catecismo del papa Pío X, que, con siete años, tenía que estudiar de memoria en sus partes principales para demostrar que conocía las bases principales del cristianismo y poder así acceder a la primera comunión y la confirmación, decía entre otras cosas:
13. ¿Para qué nos ha creado Dios?
Dios nos ha creado para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida y para gozarlo luego en la otra en el Paraíso.
(…)
15. ¿Quién se merece el Paraíso?
Se merece el paraíso el que es bueno, es decir, quien ama y sirve fielmente a Dios y muere en su gracia.
Un Dios que quiere que le sirvan no es ese Dios amoroso de Cristo, es el duro Yahvé de la Ley de ciertos pasajes veterotestamentarios y, sin embargo, estando la idea fijada en las mentes de los fieles desde niños, era precisamente el Señor-Patrón que se continuaba imaginando de adultos, con tantos pasos consecuentes al descreimiento susceptible o, al menos a la indiferencia agnóstica: lo afirmo por experiencia directa, con una posterior recuperación y seguida por una vuelta, aunque en la madurez, a los orígenes, gracias a muchas lecturas de estudios postconciliares sobre el cristianismo. Creo que, antes de aquel concilio, no mucho sentían un verdadero deseo de amar a Dios y que más bien se trataba de un temor reverencial por parte de quienes continuaban creyendo y practicando. Sobre todo, el precepto de conocer al Señor (no confundir con el Patrón) lo traicionaban precisamente los redactores del mismo catecismo, pues ellos mostraban un Ser egocéntrico, que quería el homenaje de los seres humanos, creados para sus propios fines, un Dios que, al cabo, como un antiguo soberano, recompensaba eternamente a quien le hubiera servido bien, lo que equivale a decir, dada la debilidad del hombre, casi ninguno, mientras que todos los demás no eran admitidos en el paraíso.
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1
Cristianesimo e Gnosticismo: 2000 anni di sfida, Prospettiva Editrice, 2003-2007. Descatalogado y cuyos derechos volvieron al autor el 1 de enero de 2008.
2
1 Jn 4:8 y 4:16.
3
El viento del amor: Una aproximación histórica a la revelación progresiva del Dios-Amor en el Primer Testamento, 2019, Tektime Editore © Guido Pagliarino.
4
Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina Revelación, nn. 14, 15, 16.
5
Ibíd. n. 12.
6
Gal 3:19 y 3:25.
7
A propósito de la palabra «ateos» y otros términos análogos, la constitución pastoral Gaudium et Spes dice: «La palabra “ateísmo” designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios» (Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, 7, parte I, capítulo I, número 19).
8
Rémy Chauvin, Dios de las hormigas, Dios de las estrellas, traducción de Rafael Lassaletta Cano, cit.
9
Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes, 7, parte I, capítulo I, número 19.
10
Gen 3:8.
11
2 Cor 7:1.