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Estructura De La Plegaria
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Ave María purísima. Sin pecado concebida. He pecado, padre. Cuéntame tus pecados, hija. He tenido pensamientos de lujuria. Anoche lo vi casi desnudo y desee su cuerpo, lo desee con intensidad y ardor. ¿Es eso muy malo, padre?
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El sacerdote escucha y reprime un suspiro de complicidad. Es la misma historia de cada creyente, desfigurada de forma parcial por un leve matiz. Es el deseo. El pecaminoso, aborrecible deseo. El padre Misael, al término de cada rito de análoga naturaleza, apostillará con la fórmula de rigor y la manifestará como lo está haciendo en este instante, con la más normal de las entonaciones, luego de haber escuchado toda la parafernalia íntima que implica una confesión del espíritu. Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Santo Espíritu para la remisión de los pecados, te conceda, por el misterio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo, y del Santo Espíritu. En el confesionario trona un amén cargado de alivio.
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Me coloco detrás de la cabecera y agito el frasco de la colonia de nardos con la que humedezco mis manos. Unjo en la superficie de su rostro y creo percibir un parpadeo que es aplacado de inmediato por la fuerza febril de la calentura. El muchacho arde. Creo que yo también, pero por razones otras. Duerme hijo, que cuido de ti. A punto de caer en el sueño, me levanto y noto que los medicamentos han mitigado la infección. Fricciono una vez más mis manos y rozo sus pies con el bálsamo. Me dirijo un tanto aliviado a mi estancia.
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Alabada el agua bendita de los nardos que han untado en tu cuerpo. Descansa, que mañana te levantarás y andarás.
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Deliro, puesto que he mirado de cerca el rostro de la bestia, y esto solo puede pasar en mis sueños. Es la fiebre. Su baba inunda mi cuerpo. Escucho su exhalación y no tengo fuerzas para gritar, tan solo bravura para escupir su rostro, ni siquiera con saliva, sino con una mirada de asco y horror. Lloro, como es normal en los momentos de espanto, e imploro al cielo, como es natural en un creyente. Expulsa la bestia al infierno, Señor. Protégeme. Cuídame, Señor. Sé mi amparo. Tú, Señor, eres mi pastor. Contigo nada me faltará. Nada ni nadie podrá lastimarme.
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El joven al fin duerme, esta vez sin pesadillas, tras el arrebato de la fiebre. El padre, en su habitación, se dispone a cambiar su atuendo por un traje que le brinde la comodidad para el descanso. Se desnuda y contempla su cuerpo frente al espejo. Los vellos convergen en el pubis como un remolino proveniente de los muslos y del ombligo y circunvalan la pelvis llegando al epicentro de su pudenda parte, que poco a poco se yergue en una erección potente. Líbrame del pecado, Señor, implora, sin éxito. Su deseo es mayor que su capacidad de abstinencia. Pero de pronto se siente invadido por un impulso, por una borrasca no natural que hace ensanchar su pecho en señal de satisfacción y que deprime el flujo de sangre que su naturaleza ha impulsado hacia su pene. Agradece a Dios, se coloca el indumento de dormir y se deja caer de rodillas frente a la cama. Gracias, Padre, avanza a expresar, con lágrimas de conformidad surcando sus pómulos. Hoy sus ojos reposarán con serenidad. Sus oídos están tensados hacia el silencio profundo de la noche apacible. Dios, al parecer, lo ha escuchado. Al menos es lo que el padre Misael se empeña en creer.
MARTES Y MIÉRCOLES
Fragancia y hedor
Adveniat regnum tuum.
Circula en el ambiente, evaporándose a ratos, huyendo, divirtiéndose, y luego asomándose con timidez, volviendo a atosigar de placer mi olfato con la impertinencia de su aparición. Recepto la fragancia y siento cómo los músculos de mi rostro se estiran en una sonrisa de deleite. Satisfago mi necesidad de oler infiltrando por mis narinas el cargado aire balsámico, aquieto la premura odorante inhalando más hondo y me pierdo en el sudor de las flores. Al abrir mis ojos, la aparición del rostro del muchacho junto a mí me devuelve a la realidad de mis olfacciones rutinarias pues al saludarlo acojo el aire que ha trocado del aroma de sus mejillas al horrendo tufo hepático de mi aliento mañanero.
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Decidí que el chico continuara con su reposo, por lo tanto oficié la misa sin su ayuda. En esta ocasión me resultó más tolerable su ausencia. Motivé el movimiento pendular del incensario cuyo humo ha marcado mi piel con una esencia de resina. Ahora lo veo recostado contra el sillón, sacudiéndose la nariz en un pañuelo caqui mientras se introduce una variada dosis de los dibujos móviles que transitan por la pantalla. Salgo hacia la calle, con destino al mercado.
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Malecón está desierto. El frescor del río me brinda un olor de agua dulce que se mixtura con el sencillo aroma de las palmeras que adornan los contornos. El tránsito es leve. El callejón de siempre me acoge con el hedor a cerveza regada, a orina implantada en despreocupados rincones, con postes manchados de pestilencia. Acelero el paso mientras observo el nombre del nuevo local graficado en letras mayúsculas y cursivas. Un sitio de perdición, Señor, y en mi callejón predilecto.
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El mercado es un torbellino de olores. Las legumbres y las hierbas, los granos y mariscos, los alimentos procesados y las frutas, derraman una extensa gama de sensaciones que invaden el olfato. Gobierno mi cuerpo hacia la estancia de las especias. Me impregno de la emanación acre de la canela, del comino, de los clavos de olor, de la pimienta dulce. Pago por las especias con algunas monedas que Isaac, el vendedor, hombre solterón y de rostro carnoso, recibe con gesto de simpatía.
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Tajo el róbalo en rebanadas gruesas que sumerjo primero en agua y luego, ya limpia la carne, en limón y sal. Sofrío y coloco los comestibles en un plato de porcelana. El aroma es apetecible y fuerte, tanto que Tomás ha abandonado su distrito de batalla diaria para velarme con su lengua hambrienta al pie de la cocina, hecho que quizá refute mi escepticismo en la capacidad de su nariz. Muelo las bolillas de pimienta, las rajas de canela, los clavos de olor y el comino. Agrego vinagre. Un líquido lacrimal me recorre desde los ojos y arrojo dentro de la sartén las cebollas picadas con su olor de dulce pestilencia. Incorporo al pescado junto con un poco de jerez. Lo tapo y lo dejo cocer a fuego lento.
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He recurrido una vez más a la imploración del perdón divino. Estoy arrepentido de haber pecado de pensamiento y palabra, de obra y omisión. Señor, acoge a este pecador suplicante para que vuelva a tu camino y pueda ser salvo en ti.
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Están allí, bailando con gozo en la putrefacción. Embelesados por la lascivia. La lujuria se satisface en el fango del regodeo carnal y la concupiscencia. Los placeres deshonestos se subliman en peces horrendos, en conchas abismales, en légamos de mierda. Cabras, dromedarios, caballos y aves ansiosas del goce avalan el desenfreno. El espacio hiede a pecado, a lujuria. Corrompen el entorno con una peste emanada del lado más oscuro de nuestro ser. Dejo de observar el cuadro y me cercioro de los pocos minutos que dispongo para el descanso, antes que doblen las campanas.
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Estoy por acudir a misa con un cansancio muscular enorme. Ingiero dos vasos de agua que aplacan el rugir de mi hígado, o al menos eso imagino o deseo. Me coloco la sotana. Me siento más puro.
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El chico me inquiere con una pregunta que de momento me pasma. Me obliga a retroceder hasta que caigo vencido en el sofá. Lo estimulo para que se siente junto a mí. Accede no sin anticipar un gesto que me advierte la disposición de no transgredir en su propósito. Acaricio un mechón que resbala por su frente y lo ubico detrás de la oreja, lugar que le corresponde. Siento la mirada cargada de expectación. Trato de no defraudarlo y le cuento que Dios es un ser bueno y misericordioso y que no podemos conocerlo físicamente o imaginarlo con los perfiles anatómicos a los que estamos habituados, pero esta invocación de catequesis no satisface su curiosidad. Me muestro fuerte. Le digo la verdad, que a Dios hay que amarlo y no pretender conocerlo. Me dice, con cara de derrota y resignación, que Dios es complicado. Yo solo tengo vida para aspirar el dulce olor a almizcle que me impregna en la nariz al despegar sus nalgas del mueble. Lo llamo. Él voltea con una mirada luminosa, con esa mirada que me incita a agarrarlo de las mejillas y satisfacer mis impulsos. Pero suplico la ayuda del Señor, que todo lo puede, y entonces, con fuerzas renovadas, encamino al muchacho a mi habitación. Le indico que es un secreto. Le revelo que yo conozco a Dios. Se lo muestro.
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Dios no es pequeño, aunque lo parezca a simple vista. Está alejado para tener una mayor perspectiva del mundo, eso es todo. Su mirada, sabemos, es ubicua. Sentado en su trono, su cabeza está coronada por una tiara y en sus piernas descansa el sagrado libro. Su espalda está protegida por un largo capote imperial. Lo puedo ver ahora, mientras el padre Misael me muestra esta peculiar pintura. La oscuridad del cuadro me infunde temor. No obstante, lo resisto. En el horizonte, tras la bruma que encapota el cielo encerrado en el vidrio cóncavo, está Dios, y puedo verlo. Ahora lo conozco. Y veo su sonrisa.
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Me dispongo a tomar el sueño con el fragante hedor de su nuca. Hemos orado juntos, cuerpo a cuerpo, y le hemos pedido a Dios que nunca nos aparte de su camino, para poder congraciarnos en sus preceptos. Hay algo cargado en el ambiente que me impide una respiración normal. Siento la absurda premonición de que estoy a punto de caer en una pesadilla de la que no podré despertar. Afuera ha empezado a golpear la lluvia, muy suave.
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La mañana está fría. El aguacero ha refrescado el entorno. He dormido tranquilo, en paz con mi espíritu y acogido por la infinita misericordia de Dios. Me tranquiliza saber que las pesadillas han terminado su labor de tortura nocturna y han dado paso a una tregua. Mi optimismo no llega a la certeza de haberlas derrotado. Una parte de mí sabe que saldré airoso de esta batalla contra el demonio, pero otra, la más frágil, me evidencia la envergadura de mi fracaso pues a cada instante mi mente sucumbe a la tentación y cada parte de mi cuerpo infringe esa ley que exige mi alma.
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He decidió tomar un baño. He sentido la sensación de impureza en mi piel, y no solo por la hediondez de mis axilas cargadas de noche, sino por la montaña de procacidad que acarreo en el pensamiento. Antes de subir al altar debo estar purificado. Refrescarme un poco no me hará mal, de modo que me dispongo a enjabonar mi piel. También enjuago mi alma con los rezos.
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Se acerca la temporada invernal y los indicios se palpan con el olfato. Lo puede realizar cualquier mortal, pero sobre todo los seres que están facultados de mejor forma para tales menesteres. Así que Tomas, en contra de lo que piensa el clérigo, lo sabe mejor que nadie. Reconoce como ajeno el aroma etéreo que destila el suelo cercano al almendro. Por ello demarca su territorio con frecuencia. La estación estival, ya en su final, es vencida por la humedad elemental de los ciclos. La geosmina emerge e inunda el portal con su éter. Los antiguos aseguraban que el petricor era la sangre de los dioses, la esencia que regentaba sus venas. Hoy no es más que un llamativo aroma que de tanto en tanto, mientras en su calidad de huidizo no se desvanezca, nos causa molestias leves, sin percatamos de que es y ha sido, a lo largo de inmemoriales épocas, el verdadero sudor de esta tierra, su hircismo aflorado. Tomás lo comprende. Su nariz no se ha desgastado hasta el punto de que le sea indiferente el mundo. Algo sabe de los olores. Algo ha comprendido en su dilatada vida de can. Por ello deja de orinar el almendro y se tiende en rara postura mística, ya derrotado por el clima, sobre las hojas húmedas que forman un colchón natural. Su olfato le ha recalcado la condición sagrada de las estaciones. Ahora, por fin, una nube esquiva le brinda un poco de sol que su dermis agradece.
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En el mercado me he encontrado a un viejo amigo. Hemos mantenido una charla amena aunque breve.
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La señora Salomé ha llegado mientras estuve ausente. Me explica, a manera de justificación, sus penurias. Le manifiesto que se evite las preocupaciones, que comprendo la situación y que se tome la semana libre. Insiste en preparar el almuerzo de hoy a manera de compensación por la futura ausencia. No me hago rogar. Mientras la señora cocina me encierro en mi habitación y alcanzo una botella de vino desde el lugar de mis secretos. Empiezo a beber con largos sorbos.
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La botella está a la mitad y la abandono sin precaución alguna sobre la mesa de noche. El vino ingerido me provoca una leve sensación de mareo que pretendo expulsar con una taza de café. Imploro un baño de agua fría, pero la señora Salomé me indica que la comida está lista. Engullo la sopa sintiendo resquemor. El calor aplaca el vacío de mi estómago, el extraño malestar de amargura provocado por la bebida. Me incorporo de la mesa mirando al muchacho que come y me dirijo a mi alcoba con intensas ganas de dormir.
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Entreabro mis ojos y la primera imagen que observo es la del mundo. Mi borrachera no es apta para escudriñar las asquerosas delicias de su jardín. Imagino el cuerpo desnudo del chico con verdadera lujuria y luego retorno al sueño. Al despertar me percato de una posición inusual del lado derecho del tablero pintado. Conjeturo que alguien ha revisado la pintura. La señora Salomé tiene prohibido ingresar a la alcoba y siempre ha sido respetuosa, por lo tanto mi única sospecha recae sobre la curiosidad del chico. No me enoja, pero tampoco me agrada la intromisión. Entonces, siento la pastosidad que ha manchado mis calzones durante el sueño.
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Hoy concurrieron a la iglesia menos personas que ayer. No obstante, mis sermones fueron más largos.
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El último libro de la Biblia anuncia un infierno lleno de fuego y azufre como condena para los que traicionan las normas del Señor. Un infierno de tufos, de vahos malolientes, sería un tormento inaguantable, incluso para cualquier alma ajena a las debilidades del cuerpo. Defeco con lentitud y un poco de dolor. Mi esfínter expulsa un gas despedido en forma de un chillido agudo. Hiede, pero lo aspiro imaginando un tormentoso infierno mefítico saturado de fétidos efluvios, y, aquí sentado, el hedor yuxtapuesto a la imaginación me incita a la náusea. Entreabro apenas la puerta y permito que circule un poco de aire fresco que sacuda los miasmas excrementales, el aire viciado que ha contaminado mi organismo.
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Tomás olfatea mi pierna, de seguro ha percibido el olor del jabón en mi cuerpo luego del baño. Empieza a emitir desagradables gruñidos. Me hala de la tela del traje de dormir y la rasga inundándola con su baba. Perro malo. Ahora lo veo alejarse, satisfecho de la travesura. Me quito la bata y me descubro desnudo frente al espejo. No me resisto a dirigir una caricia a la zona de mis testículos. Un flujo eléctrico me sacude. Mi pene se inflama en un carmesí oscuro. Al reaccionar, me alejo del espejo con horror. Tomo otro vestuario y me impulso a olvidar mis deseos.
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El Sanedrín de los sentidos acoge la propuesta de traicionar el alma.
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Lo despojo de su camiseta con una serenidad que no creo mía. Pero son mis manos las que desnudan su torso. Lo acuesto con su trasero alzándose hacia mi cara que aparto de inmediato, instantáneamente ruborizado. Acaricio su espalda que de seguro estará quemando con el frescor del mentol. Sus pulmones ya lo pueden sentir, estoy seguro de ello, pues mis manos refrescan al compás de los masajes. Contemplo por vez última su culo perfecto de mancebo dominante. Lo volteo con su rostro hacia mí. Impacto el mentol sobre sus pectorales y aprovecho para palpar sus tímidos pezones que surgen sin osadía. El fuerte aroma del eucalipto me penetra.
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En esta madrugada, ambos duermen con el rumiar de la lluvia azotando la calle. Ni el padre Misael ha tenido la ensoñación del cuchillo, ni el joven Manuel la visión de la bestia. Quizá se han ido para no volver. Estamos en el umbral de un día nuevo. En el centro de la ciudad, la lluvia arrastra todos los hedores de la calle del billar. El aguacero limpia el vetusto árbol del patio trasero. Durante las lluvias, algunos ingenuos aseguran que Dios es el que llora por todos los pecados de la humanidad. La imagen más acertada no estaría simbolizada por las divinas lágrimas que caen sobre el mundo, sino por el chisporrotear del orine que nos empapa, similar a éste, de Tomás, que ahora se desprende de la corteza del viejo almendro. Sea de una forma u otra, después de todo es del cuerpo del inmaterial Dios de donde proviene el líquido que nos baña.
JUEVES
Ardor y gelidez
Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra.
Me sacude una descarga quemante cuyo génesis es el occipucio y parte en éxodo destilando por toda mi espina dorsal. Mis tendones despiertan y me obligan a estirar la longitud de mi cuerpo en el placentero dolor que se consuma de manera orgásmica en mis calzoncillos. Siento cómo mi pene desciende de forma lenta, derribado por el agrado convulsivo de la polución al tiempo que en mi alma se gesta un vacío que no soporto. El frío resbala desde la ventana abierta y se columpia en el cortinaje con un ulular lánguido y consecutivo. Miro cómo el terciopelo se estremece contra la pared, impacta contra el vidrio de la ventana, contra el marco fabricado de abeto. Siento la brisa resbalar y colarse entre mis axilas, agitarme la piel en una ráfaga que eriza todo mi cuerpo. Suspiro. Me separo del interior maculado por el semen. Me levanto y rezo por la debilidad de mi carne.
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La tibieza del café me incita a abandonarlo. Prefiero ingerir con sorbos ligeros el jugo de durazno. El muchacho me cuenta una historia un tanto profana pero no me atrevo a reprenderlo. Solo lo miro y esbozo una sonrisa fría. Hoy tampoco me acompañó en misa y me hizo tanta falta, sobre todo cuando el obispo Pío impuso la bendición. Lo miro y me extasío en sus facciones, en su mirada despreocupada, en el alborotado cabello de la mañana. Me levanto de la mesa con premura, tratando de esquivar hacia otro sitio mis ojos que se dirigen una y otra vez hacia él.
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He caído con escalofríos. Hoy no saldré de casa ni atenderé a los feligreses que se preparan para el viernes santo. He dejado en encargo determinados compromisos menores, acogiéndome a la recomendación del doctor. El muchacho me prepara una infusión que ingiero junto a los medicamentos. Al voltearse puedo notar el movimiento de sus nalgas en un vaivén provocador. Me rindo al sueño.
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Al despertar veo el rostro del chico. Me ha hecho compañía todo este tiempo que ha durado la fiebre. Me informa que ha preparado almuerzo y me reconforta el cuerpo con una sopa caliente que insiste en brindármela en la boca cucharada a cucharada. Luego viene un momento duro. Lo reprendo por haber examinado la pintura sin consentimiento y me contesta que deseaba saber lo que contenía el cuadro. No se trata de prohibirle el conocimiento, pero considero que debe consultar antes con una voz autorizada que le confirme si se encuentra capacitado o no para determinado saber. Me replica que se siente apto y me implora que lo guíe por el cuadro. Después de un forcejeo de súplicas y rechazos, cedo a la solicitud y le permito abrirlo. Él expande una cara de asombro. Es hermoso, dice, pero al mismo tiempo horrendo. Es nuestra alma, le digo o simplemente lo pienso. La conmoción residual de la fiebre me aturde. De momento solo me entran deseos de alejarme del muchacho, de gritarle que abandone mi habitación y desaparezca para siempre, que Dios me ha revelado que es un emisario del demonio. Me invade el afán por excomulgarlo de mi vida. Comprendo que haré todo lo contrario, porque me yergo hacia él y poso una mano en su hombro y la sostengo en un abrazo cargado de intenciones. Lo que presencias es un paraíso, un infierno, y esto de aquí, le digo con voz magnánima señalándole la parte central, es el mundo. Por ahora bastará con verlo, ya tendremos tiempo para estudiarlo parte a parte. Mi cuerpo no resiste el impulso y lo beso en la mejilla mientras desciendo mi mano hacia la hendidura de su espalda. Su reacción no es de rechazo. De forma inesperada me pide la bendición.
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He enviado al muchacho al mercado por provisiones. Siento la ausencia y trato de luchar contra el deseo con una oración, pero estando arrodillado, las palabras se atoran en la garganta. Esta vez no consigo rezar. Me levanto, tomo una ducha de agua tibia, y me preparo a recibirlo lo mejor arreglado que puedo.
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El muchacho al fin llega, pero lastimosamente acompañado de la señorita Raquel, una mujer servicial a disposición de la Iglesia, joven a pesar de sus casi cuarenta años, soltera a pesar de su belleza. Tras ella ingresa un séquito de damas que se han asociado para hacerme una visita y ofrendarme frutas, compradas precisamente, imagino, a la guapa solterona. Tomás saluda con ladridos de enfado. Las recibo con aparente agradecimiento, les doy, con la autoridad que me otorgan, un par de admoniciones, les impongo una que otra tarea para la preparación de la procesión de mañana y de forma delicada las despido aduciendo el pretexto de mi reposo. Cierro tras ellas la puerta, con su filo de hierro mohoso y de bisagras oxidadas, y me embarco en la búsqueda del chico por toda la casa.
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Lo invito una vez más a mi habitación. Mantenemos una conversación acerca de ciertos aspectos teológicos que él debate con un leve conocimiento. Lo instruyo mientras poso mi mano abierta sobre su carnoso muslo apetecible. Lo incito a que iniciemos juntos una oración. Me poso detrás de él y elevamos la usual súplica compartida. Percibo el calor de su cuerpo que aplaca lo frío del ambiente y al mismo tiempo refresca la calentura de mis entrañas.
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El cuerpo me vence. Me recuesto con el sabor de las frutas todavía patente en mi paladar. Ensayo una oración que se derrite en el intento. Mi cabeza no está aquí, sino en la figura del muchacho. Me dirijo con pasos tambaleantes hacia su puerta. La entreabro y descubro el cuerpo dormido en el placer de la siesta en una postura fetal con el bello trasero señalándome, incitándome a acariciarlo, a darle la mordida definitiva. Mi cuerpo aterido hierve de fiebre o de algo más. En un arrebato de lucidez retorno a mi cama.
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He despertado con la sensación viscosa del sudor adherido a mi piel. Observo el destello del sol de la tarde que se refracta en el espejo e inunda la habitación con su resplandor, invadiendo cada esquina. Comprendo la necesidad de asearme, una ola de calor invade la alcoba y mi entrepierna está pastosa. La fiebre ha pasado. Imploro un poco de agua fresca.
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He enviado indicaciones por escrito a los fieles para la procesión de viernes santo. El muchacho ha sido mi compañía mientras he redactado la misiva que luego se ha encargado de entregar estimulado por la promesa de enseñarle una parte del cuadro. No he podido reprimir mi interés por sus movimientos, mi mirada ha recaído durante todo instante en él. Incluso me ha hecho desviar la pluma en un par de rasgos.
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El estuche del disco posee como carátula la imagen de un camino surcado por hojas otoñales que se pierde en un horizonte sugerente. El amarillento pasaje zanja un bosque de apacibilidad absoluta. Ningún pájaro lastima la tranquilidad. Ningún animal se aventura a profanar la serenidad del pequeño universo de hojas y tierra. Todos están por emerger para, de forma briosa, inaugurar un paraíso infernal. Inserto el disco en el reproductor que lo obliga a girar rápidamente. Aquel artilugio se transforma en un minúsculo torbellino infinito que gira a miles de revoluciones por minuto. La música invade la sala, muy lenta, como luchando por despertar de un letargo impuesto por fuerzas restrictivas, inhalando sosiego, absorbiendo silencio, sosteniéndose en el espacio que luego ocupará con su tonalidad imperial. Pero será el frío. El bajo marca el ritmo, prosigue de forma continua, mana con un crescendo que matizan las tímidas intervenciones de los violines: son los pasos del caminante al que apremia alguna tribulación, son los crujidos del hielo a punto de resquebrajarse. Ahora truenan los relámpagos incendiados por el violín solista, la tormenta de la orquesta ruge y sacude el espacio y vibra a los pies del desgraciado. La carrera se origina con el impulso del bajo que palpita con insistencia y marca las huellas rápidas. La magistral imposición del violinista principal invade, golpea con sus ráfagas de viento helado, y el intenso frío obliga a tiritar e impone el crujir de dientes.