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Las Investigaciones De Juan Marcos, Ciudadano Romano
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Cinco años después del matrimonio, era el año 793,10 Marcos había cumplido finalmente la mayoría de edad y había pasado a ocuparse directamente de sus negocios. Seguía siendo escéptico acerca de la resurrección de Jesús: era el único del grupo que no había pedido el bautismo cristiano.

Entretanto la Iglesia, compuesta al inicio por cerca de ciento veinte personas, había aumentado y ya sobrepasaba, solo en Jerusalén, el número de treinta mil, a pesar de la hostilidad del sanedrín, lo que llevaba a persecuciones que causaban arrestos y a homicidios. Parte de los cristianos habían por tanto abandonado la ciudad, iniciando la evangelización de Samaría y otras regiones. Se habían fundado otras iglesias menores y comunidades importantes en Damasco y Antioquía de Siria, todas tributarias de la de Jerusalén.

El primo de Marcos, Bernabé, al encontrar cristianos en Salamina, cuya mínima iglesia dependía de la de Antioquía y estaba compuesta por inmigrantes de esa ciudad, se había visto afectado por su predicación. Conociendo bien las Sagradas Escrituras, se había convencido de Jesús era realmente el Mesías anunciado por los profetas y se había convertido. No teniendo hijos a los que dejar sus bienes, había vendido su propiedad, se había mudado con su mujer a Jerusalén y había donado lo ingresado a la Iglesia. Luego había empezado a colaborar con Pedro. Al hablar griego, la lengua internacional del imperio, y tener cultura bíblica, había encontrado enseguida trabajo como enviado en diversas regiones.

Entretanto, en el bando opuesto, un hombre natural de Tarso que se llamaba Saulo, que con Bernabé y durante algún tiempo con Marcos iba a tener parte importante en nuestra historia, había empezado a perseguir a cristianos por encargo del sanedrín, consiguiendo éxitos relevantes.

Saulo era ciudadano romano por nacimiento, bajo el nombre de Pablo, seguidor del gran maestro Gamaliel de Jerusalén. Era una persona muy inteligente y también, gracias a sus estudios personales, había adquirido una profunda cultura. Disfrutaba de un gran vigor físico y de una fortaleza mental que se desbordaba en una capacidad hipnótica y su persona producía una gran fascinación a pesar de su fealdad: a diferencia de Bernabé y Marcos, personas altas, delgadas, de rasgos finos y con mucho pelo y frondosas barbas, Saulo era calvo desde joven, gordo y pequeño de estatura, tenía unas cejas muy pobladas y pelos ralos en el rostro, en que exhibía una nariz gigantesca. Ahora no importaban sus miserias físicas, pero de joven no había sido así: habían sido objeto de burlas y de apodos haciendo que su carácter se volviera propenso a la ira. Sin embargo, gracias a largos ejercicios, la había vencido hacía mucho tiempo y cuando encontraba un obstáculo o, peor, un comportamiento hostil, en lugar de cólera sabía extraer una indignación constructiva enérgica pero tranquila. Viudo prematuramente, había decidido dedicar su vida a Dios y, considerando servirle, en el 787,11 se había puesto a las órdenes de sanedrín, convirtiéndose en cazador de cristianos, pero esa tarea duraría solo tres años, pues luego Saulo entraría él mismo en el grupo de los perseguidos. En el 790,12 mientras por encargo de sus superiores estaba dirigiéndose a pie a Damasco, con guardias, para identificar y capturar a seguidores de Cristo y estaba a la cabeza de los suyos, estando ya cerca de la ciudad había caído de golpe al suelo13 como golpeado por un rayo invisible. Había visto, solo él, al Resucitado envuelto en un fulgor de luz cegadora, mientras que sus hombres solo habían oído las palabras que Saulo iba pronunciando entretanto: Primero había dicho con voz potente, con los ojos cerrados, como si estuviera repitiendo involuntariamente lo que estaba oyendo:

—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

Luego había preguntado en un susurro, abriendo los ojos:

—¿Quién eres, Señor?

Se había respondido, de nuevo con voz potente y con los ojos cerrados:

—Soy aquel a quien tú persigues. Ahora levántate y ve a Damasco y haz lo que te será dicho que hagas.

Se había levantado ciego, con los ojos ensangrentados y doloridos. Luego la sangre se había transformado en costra y le había llenado de dolor. Conducido de la mano a la ciudad por sus hombres, que habían pensado que le había atacado e inmovilizado algún mal repentino, Saulo había sido alojado en la casa de un hebreo llamado Judas. Durante tres días no había comido ni bebido a pesar de la insistencia del dueño de la casa, que sabía que era un emisario importante de Jerusalén. Durante la tercera noche había soñado, u oído en el duermevela, la voz de Jesús: le anunciaba que sería visitado por el cristiano Ananías, que le impondría las manos haciéndole recuperar la vista. A la mañana siguiente se había presentado realmente un hombre llamado Ananías, que le había dicho:

—Mientras dormía y soñaba que estaba en bellísimo jardín, he oído pronunciar: «Ananías». Sintiendo con seguridad que la voz era la del Resucitado, he respondido de inmediato: «¡Aquí estoy Señor!». Él me ha ordenado: «Ve a la calle llamada Recta, entra en la casa de un tal Judas y pregunta por Saulo de Tarso, que en este mismo instante está oyendo tu nombre en su mente: está ciego, pero tú le impondrás las manos y él verá». «Señor», respondí con aprensión, «sé que ha hecho todo el mal que ha podido a tus seguidores en Jerusalén. Además, se sabe que ha venido aquí a Damasco para detenernos». La voz del Señor me tranquilizó: «Ve, es para mí un instrumento elegido para llevar mi nombre tanto a los hijos de Israel como los demás pueblos y a sus gobernantes y cuando sea bautizado le mostraré cuánto tendrá que sufrir por mi nombre».

Ananías había impuesto las manos sobre Saulo, a quien se le habían desprendido de los ojos las escamas de sangre coagulada y de inmediato había recuperado la vista: había entendido que se había tratado de una señal divina de la oscuridad espiritual en la que había vivido al perseguir a los seguidores de Jesús y de la luz en la que estaba entrando. Días después, en casa de Ananías, Saulo había sido bautizado. Luego se había dirigido al desierto de Arabia para un retiro espiritual. Durante días había reflexionado sobre qué hacer y había orado a Dios para conseguir la iluminación, pero sin obtener respuesta: ¿Volver a Damasco y anunciar a Cristo con Ananías y los demás bautizados? ¿Andar por el mundo predicando al Resucitado a quien encontrara? ¿O bien dirigirse a Judea, a Jerusalén, donde estaban escondidos los jefes de la Iglesia, buscarlos, encontrarlos y presentarse arrepentido ante ellos, ofreciéndose a colaborar? ¿Pero cómo reaccionarían, no le considerarían tal vez un espía del sanedrín? Una noche, habiendo ya decidido volver a la mañana siguiente, había tenido un sueño revelador. Había subido hasta el tercer cielo y había llegado a conocer al trascendente, casi cara a cara con Dios: nunca iba a conseguir explicar claramente esta experiencia a otros, muy viva, aunque fuera dentro de un sueño, y que le había dado una alegría inefable. Sin embargo, a pesar de la dicha inicial, se le había aparecido al durmiente un demonio espeluznante que le había abofeteado con violencia ambas mejillas. Ese diablo había desaparecido poco después, pero no el dolor: Saulo había sufrido dolores desgarradores en la carne, como si se le clavaran largas espinas y en ese momento había oído la voz de Jesús:

—He aquí las innumerables dificultades que encontrarás en tu apostolado: abandono de amigos, malentendidos, persecuciones, cárceles y dolencias y finalmente la muerte violenta en Roma por decapitación.

—Señor —le había rogado Saulo con palabras contritas por el dolor—, si quieres que sea tu apóstol, dame la posibilidad de anunciar el evangelio hasta cuando muera: no me pongas obstáculos en el camino.

—Para cumplir con tu tarea te bastarán mi amor y mi benevolencia. ¡Yo te amo! No te preocupes y estate seguro de que, a pesar de los muchos sufrimientos, tendrás éxito. Habrá obstáculos que te impedirán llevar a cabo esos proyectos que yo mismo te encargaré, pero ¿qué te importa? Piensa en mi amor sin límites, que no solo se manifiesta en la fuerza absoluta de Dios, sino también en la misteriosa disminución de su poder, en mi dolor y en mi muerte para mi gloriosa Resurrección. Que te sea suficiente ser amado por mí, Dios, y ser hecho partícipe del misterio pascual de mi debilidad y mi fuerza. Y será sobre todo este escándalo aparente lo que predicarás.

Saulo había visto entonces en el abandono de los amigos, en la enfermedad y en los numerosos otros obstáculos que había encontrado su participación en la debilidad del Dios-hombre crucificado y se había sentido tan amado y sostenido por él como para poder cumplir, por voluntad divina, en su propia carne todo lo que faltaba a la Pasión de Jesús, aunque al mismo tiempo había entendido perfectamente que el único y verdadero salvador de la humanidad era Cristo y también que el único autor del éxito de su apostolado sería él, el Resucitado.

Jesús le había dicho entonces, justo antes de despertar:

—Haz todo lo que puedas, confiando plenamente en mi amor, que concluirá tu obra. Y ahora ve a Damasco y empieza tu tarea allí.

El apóstol había vuelto a la ciudad y, lleno de entusiasmo, había predicado allí durante un trienio. Pero con el tiempo había suscitado el odio religioso de los judíos ortodoxos. Hacia la mitad del año 793,14 estos habían decidido, de buena fe, «para honrar al Señor», matar a «Saulo el Hereje». Advertido a tiempo por sus amigos había huido con su ayuda haciéndose bajar por la noche en una cesta de las murallas de la ciudad. Se había refugiado en Jerusalén, en la casa de una hermana casada con la cual había vivido cuando había enviudado, antes del viaje a Damasco. Luego se había dirigido a casa de Marcos, donde, como sabía desde antes de conocer a Ananías, vivían los dirigentes de la Iglesia: no tenía más que una carta que le recomendaba como muy buen y fiel cristiano. Había ofrecido su obra de evangelizador al jefe de los apóstoles, Pedro, y a Jacobo Bar Alfeo, que se había afianzado como el principal en la dirección de los cristianos de Jerusalén, siendo a menudo el primero en ir a otros lugares de Palestina y a la ciudad de Antioquía de Siria. A pesar de la recomendación del buen Ananías, Saulo había encontrado mucha desconfianza: su referente era conocido por los directores de la Iglesia, pero la carta podía haber sido falsa. Solo Bernabé se había mostrado convencido y había intercedido con vigor, consiguiendo hacer desaparecer el recelo de los demás. Al hablar bien en griego, Saulo había empezado a predicar la nueva de la resurrección de Jesucristo en los lugares de más tránsito, delante del templo, a aquellos judíos helenistas que tenían como único idioma esa lengua. Sin embargo, no tuvo éxito. Peor aún, suscitó en ellos tal hostilidad que también ellos, como los hebreos de Damasco, trataron de matarlo. No lo consiguieron porque el apóstol, por un contratiempo, no había pasado ese día por la calle en la que, ocultos, le esperaban armados. Sin embargo, algún hermano en la fe había oído noticias del fallido atentado y había advertido a Pedro. Así que Saulo había sido conducido en secreto, por Bernabé y par de personas más en función de escolta, a Cesarea Marítima y de ahí embarcado a su ciudad natal, Tarso. Allí había permanecido durante cuatro años evangelizando, primero a los hebreos en la sinagoga y luego a los gentiles. Como todos sabían en la ciudad que era ciudadano romano, se había mantenido relativamente seguro: por lo menos aquí nadie había tratado de matarlo. Algunos convertidos por Saulo, trasladados a Roma, habían llevado allí el cristianismo, incluso antes de que llegara Pedro años después.

En el 798,15 Bernabé se había reunido con Saulo en Tarso y había partido con él de vuelta a Antioquía, cuya comunidad de seguidores de Jesús, ya conocida comúnmente como «los cristianos», coordinaba por encargo de Pedro.

Capítulo VI

Habían pasado diecisiete años desde la muerte del padre de Marcos y quince desde el nacimiento de la Iglesia y al emperador Tiberio le habían sucedido en el trono de Roma el mucho más abominable Calígula y su tío Claudio.

El deseo del joven de hacer justicia con el asesino de su padre, muy vivo en los primeros tiempos, se había atenuado poco a poco en el tiempo, que, aunque no induce al olvido de los seres queridos muertos, deja en cierto momento que los recuerdos afloren solo de vez en cuando y de forma atenuada. Fue entonces cuando inesperadamente, hacia el final del año 798,16 Marcos había tenido el inquietante sueño del padre que salía de la fosa y le exhortaba a visitar su tumba y a buscar a quien le hubiera matado: ese sueño había sido tan real como para inducirle a considerarlo una visión enviada por Dios. El dolor por la pérdida del padre se había vuelto tan intenso casi como el día en el que había llegado la carta de Bernabé con la funesta noticia.

En la Biblia y en la tradición oral judía, el sueño, cualquier sueño, tiene una gran importancia: induce a ver la realidad bajo una luz más clara, revelando cosas que durante la vigilia aparecen en la penumbra o quedan encubiertas. Pero mucho más importante es el sueño en el que hablan, a veces visibles y a veces no, personajes angélicos o personas difuntas, todos considerados mensajeros de Dios: desde el sueño de Jacob de la escalera que unía Cielo y Tierra transitada por ángeles al profético de su hijo José, a los también proféticos de Daniel, hasta aquellos modernos de José, padre putativo de Jesús y otros seguidores del Nazareno, entre los cuales estaba Saulo Pablo de Tarso. Los acontecimientos antiguos y los nuevos, la espera del Mesías y su venida estaban ligados por ese hilo onírico que, por otro lado, en la vida cotidiana, conectaba, según el sentir general, la dura realidad terrena con la eterna Fiesta celestial, manifestando enseñanzas y desvelando voluntades divinas para las cosas cotidianas.

Así Marcos, convencido de que el padre le había hablado realmente por orden de Cristo, aunque no llegando a pedir el bautismo a su suegro ni a privarse de sus bienes como los cristianos, había empezado a trabajar con Pedro como secretario y, conociendo bien el griego y el latín, como intérprete y escriba.

Un par de semanas después del sueño se había producido otro hecho extraordinario que Marcos había considerado como anunciado por su visión onírica. Acababa de empezar el año nuevo, siempre bajo el reinado del emperador Claudio, cuando había llegado una carta de Bernabé en la que el apóstol anunciaba su llegada junto a Saulo: vendría con dos carros con vituallas provenientes de una colecta en especie realizada en Antioquía en ayuda de la Iglesia madre, que en ese momento tenía grandes necesidades debido a una carestía general en todo el imperio y particularmente grave en Jerusalén, donde los alimentos en venta eran muy escasos. Manifestaba además la intención de emprender con Saulo una gira misionera que pasaría por diversas ciudades y la esperanza de que el primo Marcos, de quien conocía sus capacidades prácticas, les siguiese a Antioquía y de allí los acompañase en el viaje como ayudante administrativo.

Pedro había llamado a su yerno y le había dicho:

—Hijo mío, ¿entones me privarás de tu ayuda?

—¿He hecho algo mal? —Se había preocupado Marcos.

—No, todo lo contrario. En hecho es que Bernabé hará con Saulo una gira de evangelización en muchas ciudades, entre ellas Perga, donde está sepultado tu padre…

—… ¿Perga?

—Bueno, sí, y tu primo quiere que le acompañes junto a Saulo como secretario y administrador y tendrías la posibilidad de visitar la tumba de tu padre —Pedro no conocía el sueño de Marcos porque su yerno se lo había reservado para sí y, por tanto, considerando la gran fatiga y los graves peligros del viaje y temiendo que fuera reacio a aceptar, estaba tratando de convencerlo.

Marcos, con el corazón agitado por la emoción, había entendido por el contrario la invitación de Bernabé como una señal del Cielo, en sintonía absoluta con lo que ahora se revelaba como una profecía. Así, con enorme pasión, había aceptado de inmediato.

—Ah, no, ¿eh? —había escuchado sin embargo a su madre, cuando esta había sabido su próxima partida—: ¡Es un viaje lleno de peligros! Sabes muy bien que no me hace ninguna gracia que des vueltas por el mundo: ¿no te basta con lo que le sucedió a tu padre?

—Deberé visitar también el sepulcro antes o después, ¿no te parece? —le había respondido Marcos con tono severo—. ¿Qué hijo sería si lo ignorara toda la vida? Y además deberías saber bien que Cristo no quiere cobardes. Mamá, deja de entrometerte.

La mujer había inclinado la cabeza.

Capítulo VII

La nave, que había zarpado de Seleucia, cerca de Antioquia, hacia la isla de Chipre, provincia senatorial romana, después de 155 millas de fácil navegación gracias a las corrientes normalmente débiles en esa zona del mar, había atracado en el puerto de Salamina, primera etapa del viaje misionero. Bernabé, Saulo y Marcos se habían alojado en casa de un hermano en la fe, miembro de la pequeña comunidad cristiana en la que el primero de los tres había sido evangelizado en su momento.

Los hebreos eran numerosos en la ciudad y había diversas sinagogas. Los dos apóstoles y Marcos, siendo también judíos, tenían libre acceso a estas. Así que Bernabé y Saulo, acompañados por el joven, habían entrado el sábado siguiente en una de ellas y, después de las oraciones en común con los demás participantes, habían predicado a Jesucristo resucitado.

Había empezado a hablar Bernabé, al estar en su ciudad y conocer a muchos de los presentes. Tomando un rollo de la Torá que incluía enseñanzas del Levítico, había leído este versículo:

—El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá la barba e irá gritando: «¡Impuro, impuro!» Todo el tiempo que dure la llaga, quedará impuro. Es impuro y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada.17

Luego había comentado:

—Hijos de Israel, fuimos enseñados por los sacerdotes y los escribas del templo de Jerusalén, no por el Altísimo, que el Señor es el omnipotente al que ni siquiera se puede citar por su nombre, la divinidad a la que se debe servir con temor y se nos dijo que cuando se traiciona este deber, él castiga, no solo no concediendo la vida eterna, sino enviando desventuras y enfermedades al culpable y a sus descendientes. Y es por esto por lo que consideráis a los más graves de entre todos los enfermos los incurables e intocables leprosos, como pecadores imperdonables, a pesar de que el precepto que os acabo de leer tuviera originalmente solo un objetivo higiénico: evitar el contagio, sin ninguna condena moral del enfermo. Pues bien, hijos de Israel, ¡Jesús, el Mesías que predicamos, nos dio una inequívoca señal de que es de verdad el Altísimo, tocando y curando a un leproso! Según la despiadada mentalidad difundida por sacerdotes y escribas, el Mesías habría quedado de tal manera impuro en su corazón, aunque hubiera tocado al intocable por caridad a fin de demostrar, antes de sanarlo, que el pobre hombre, como todos sus iguales, no era un pecador castigado por el Cielo. Y fue precisamente gracias al amor de Jesús hacia aquel enfermo por lo que el Espíritu, que es el Amor absoluto, realizó el milagro de la curación. ¡Amigos! Durante toda su vida el Mesías del Padre celestial se dedicó a cambiar el sentimiento de esclavos de nosotros, los hijos de Israel, desde hace mucho tiempo sometidos sumisamente al poder de los sacerdotes y de los doctores de la Ley, descuidando las enseñanzas recibidas por medio de los Profetas del Señor. Jesús ha revelado que, para el Altísimo, la pureza e impureza están en nuestras decisiones buenas o malas, no en los gestos del culto individual ni en los ritos religiosos colectivos inventados por los gobernantes de los judíos. Y ha desvelado que Dios, por amor, se pone al servicio de los hombres y no reclama en absoluto ser servido: nos pide por el contrario imitarle amándonos y ayudándonos los unos a los otros. Jesús fue el primero en servir a su prójimo dando ejemplo: él, el Ungido del Padre, se ha convertido en siervo enseñando que a la jefatura no debe corresponderle mandar y ser servida, como piensan por el contrario los sacerdotes y escribas, sino servir. Sabed, amigos, que en el curso de la última cena con los suyos, como atestiguan los propios discípulos que estaban con él en la mesa y que conocemos personalmente, antes de ser arrestado y asesinado, para dejar una señal indeleble de sus enseñanzas, se levantó y se quitó la túnica, símbolo de autoridad, se puso la bata, señal de servicio, y lavó y secó los pies de los suyos. Finalmente ordenó: «También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. En realidad, os he dado ejemplo para que actuéis como yo. Y vosotros también debéis ser un ejemplo para el mundo». Jesús seguía siendo sin embargo el maestro y dio muestras de ello cuando se visitó de nuevo con la túnica: se volvió a sentar en la cabecera de la mesa y empezó de enseñar. ¡Pero cuidado, queridos hermanos! No se quitó la bata y demostró así que el propio Dios está siempre al servicio espiritual de los hombres. De hecho, Jesús dijo poco después a los suyos: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Sí, hay que dar amor real a nuestros iguales: ¡Es así como se adora sobre todo al Altísimo!

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