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Capricho De Un Fantasma
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Capricho De Un Fantasma

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Bromeaba, por supuesto. Cora era bailarina clásica de la academia de artes de Quebec antes de que la empresa donde trabajaba su padre lo escogiera para abrir sus oficinas en Santo Domingo y se mudaran. Se veían con alguna frecuencia y en más de una ocasión quiso invitarla a salir; en una época, durante las clases de verano, salía de clases al atardecer y esperaba unos minutos en un banco al pie de las escaleras a que saliera ella. Cora vestía siempre el uniforme de leotardo negro y mallas rosa, parcialmente ocultas por un tutú de igual color, atado a su minúscula cintura. Solía desatar su copiosa cabellera justo antes de bajar las escaleras, y la dorada melena recorría la espalda, apenas cubierta, hasta alcanzar el lazo de su tutú. Ella sabía que aquel ritual atraía las miradas de más de un estudiante, y sabía también que uno de ellos era Dante. El problema era que lo conocía por sus romances veraniegos, primaverales y en fin… Ninguno duraba más de una estación.

La idea de tener que verlo en Navidad, cuando era seguro que para otoño ya tendría otra novia, desechaba cualquier esbozo de debilidad ante sus propuestas seductoras. Así que por mucho que Dante insinuó sus intenciones, ella siempre le dejó claro que no estaba interesada en lo absoluto. No había sido sencillo, porque definitivamente él era un gran partido. Su cuerpo bien formado, producto de años practicando la natación y su abundante cabello negro llevado a los hombros eran solo unos pocos de sus atractivos. Era el mejor violinista de la academia; sus solos eran apasionados y brillantes y los rumores de que la filarmónica pronto lo contrataría para sus giras internacionales habían elevado su popularidad al cielo. Pero Cora, pese a su juventud, era determinada en sus decisiones y no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.

Así que los comentarios de doña Sonia no eran totalmente desacertados; sin embargo, con tanta atención, Dante no perdería la cabeza por tener una damisela menos en su creciente colección y, con el tiempo, la descartó como pareja y siguieron siendo amigos. Cora, por otro lado, pasó la mitad de su adolescencia lanzando indirectas al «hermano bueno», como solía llamar a Andrés cuando hablaba de él con sus amigas de la academia. Pero se veían solamente en ocasiones especiales, pues Andrés no contaba las artes como una de sus pasiones y las horas libres las pasaba en la cancha de tenis o en la piscina. La pobre chica hacía visitas improvisadas a la casa Nova con la excusa de practicar el arabesque de la próxima función con Anne y Sophie, ambas compañeras de clase; sin embargo, pasaba más tiempo interrogándolas sobre la última conquista amorosa de Andrés, que casi nunca estaba en casa.

Andrés nunca notó, en los años previos a que trabajaran juntos, el creciente interés romántico de Cora por él. Pero, en fin, él había demostrado que no tenía buena intuición en el amor. Es por eso que cuando finalmente ella lo invitó a salir sin preámbulo alguno el viernes posterior a la tormenta, la sorpresa se dibujó en su rostro y se preguntó en qué momento se habría convertido esta chiquilla en una adulta.

Desconcertado, usó la vieja excusa de un compromiso previo para desanimarla y, luego de convencerla de forma cariñosa de bajar de su escritorio, continuó trabajando en su computadora mientras ella se alejaba a su puesto con una sonrisa en los labios y la convicción de que en poco tiempo lo tendría a sus pies. La sorpresa de la repentina invitación dejó a Andrés pensando en otros temas y por unos minutos dejó de preguntarse el porqué de su silencio.

El fin de semana, Marcelo sugirió ver una película de terror en su casa para levantar los ánimos tras la tormenta. Todo el grupo hizo acto de presencia y más de diez amigos estaban reunidos para ver la cuarta entrega de El Juego del Miedo, estrenada hacía un par de semanas en el cine y disponible en copias clandestinas gracias al amigo de un amigo de Marcelo.

Iveth y su prometido llegaron temprano, Gabriela y Osvaldo que ya llevaban un par de meses saliendo juntos se unieron poco después. A la primera oportunidad, Iveth se acercó a Andrés que, sentado en el sofá con una copa de vino, conversaba con Marcelo sobre lo ocurrido con Cora.

— ¿Interrumpo? —preguntó ella, sentándose al lado de su amigo y antes compañero de trabajo.

— ¡Nunca! —dijo Marcelo, poniéndose de pie para abrir la puerta, que sonaba a pocos pasos de ellos.

— ¿Y tú? ¿Has hablado con Virginia? ¿Sabes a qué hora viene? —inquirió Andrés, con un tono de fingida indiferencia al dirigirse a Iveth.

—Su teléfono celular se descompuso con la tormenta y anoche, que hablé con ella, aún no lo habían reparado. ¿De verdad no han conversado ustedes dos? —preguntó Iveth, mientras observaba su reacción atentamente, pero él no estaba poniendo atención.

Su mirada se dirigía a la puerta, por donde hacía su entrada Virginia, en un inolvidable vestido rojo, corto y de falda ancha, que dejaba al descubierto sus piernas lindas y bien formadas. Su cabello corto se agitaba con soltura mientras giraba la cabeza de un lado a otro saludando con un beso a todos y dejando discretas marcas de su labial rojo rubí en más de una mejilla. Cuando finalmente llegó al sofá tuvo que sostener su falda para agacharse a saludar a Iveth y luego a Andrés, que se apuró en ponerse de pie, como le habían enseñado sus padres que se hace cuando una dama entra al salón.

Se encontraron a medio camino y sus rostros quedaron muy cerca… demasiado cerca. La película ya iba a comenzar.

Capítulo 10

Las gotas de sudor comenzaron a empapar su frente y minutos después la escuchó gritar ahogadamente: « ¡Suéltame!». La tenía ligeramente abrazada y pensó que se dirigía a él. Levantó su brazo y notó que seguía dormida; evidentemente estaba teniendo una pesadilla. Segundos después despertó por completo, visiblemente angustiada y ajena todavía al lugar donde se encontraba: los brazos de Andrés.

Un impetuoso sol se colaba por las cortinas y con él una brisa ligera que las agitaba esporádicamente; no cerraron las puertas de cristal que daban acceso al patio trasero. Ambos se incorporaron sin saber exactamente qué decir.

—Hace calor hoy. Buenos días… —dijo ella, interrumpiendo el silencio.

— ¡Buenos días! Haré café. —respondió él, poniéndose de pie, no sin antes besar su cabeza, preguntándose qué habría estado soñando minutos antes.

Virginia aprovechó para correr a su cuarto. Vestía la misma toalla y el traje de baño de la noche anterior, así que se dio una ducha. El agua fría recorrió su espalda y la espuma de baño con aroma a lavanda trajo de vuelta las imágenes de la noche anterior. Salió de la ducha y se envolvió en una elegante bata de baño blanca que colgaba de la puerta. ¿Qué habría pasado con el jacuzzi? Se preguntó mientras cepillaba sus dientes. Secaba su cabello cuando lo escuchó tocar anunciando que el café estaba listo.

— ¡Puedes pasar! —dijo, mientras salía del cuarto de baño. Miró el reloj en el escritorio, apenas y marcaban las ocho de la mañana, si acaso habrían dormido unas tres o cuatro horas.

— ¡Café! —exclamó Andrés extendiéndole una de las dos tazas azules que traía en la mano.

—Gracias, me hace falta. ¿No dormimos mucho, verdad? —dijo Virginia con una sonrisa involuntaria dibujada en los labios.

—Pues yo considero que tú dormiste bastante. ¿Tienes planes hoy? —preguntó Andrés, bajando por unos instantes la mirada.

—Pues, déjame ver… Primero que nada, tengo que recordarte que llames al electricista. ¡Y luego… desayunar! ¡Muero de hambre! —respondió Virginia tomando un sorbo de café.

Los separaban solo un par de pasos y Andrés los redujo cuando rodeó su cintura con su mano libre, la atrajo hacia su pecho y besó sus labios con ternura por apenas unos segundos.

—Hueles a lavanda… —le dijo él mientras acariciaba su espalda.

—Hueles a café… —le respondió ella mientras lo empujaba fuera de la habitación para cambiarse.

Quedaron en verse unos minutos después para desayunar juntos. Virginia no podía creer lo que estaba ocurriendo en aquel momento, no es que en realidad hubiera pasado algo extraordinario, apenas se habían besado, pero lo que sentía cada vez que él la tocaba era algo que hacía muchos años no experimentaba. Su corazón latía como el de una quinceañera entusiasmada con su primer amor y parecía insensato hasta para ella, una empedernida romántica que guardaba un ejemplar en capa dura de Orgullo y Prejuicio en su mesita de noche.

Aprovechó para escribir un mensaje a su hija Noelia, que pasaba las vacaciones en Sídney, Australia, con su padre y abuelos paternos. Estar lejos de ella por todo un mes al principio le resultó una agonía, pero era consciente de que no tenía derecho a anteponer sus intereses a los de su hija y Dios sabía que su exmarido ya sufría bastante con no poder estar con la niña todo el tiempo.

Su matrimonio duró casi cuatro años, Noelia tenía dos cuando Virginia decidió poner fin a la relación, ahora la niña tenía cuatro. Nunca quiso irse a vivir a Sídney con el padre de su hija; no era parte del trato. Tal vez nunca lo amó lo suficiente como para dejarlo todo por él, que la amaba demasiado y sí había dejado su familia y su país por ella. Noah era el representante de una universidad australiana que auspiciaba un programa de becas. Pasaba al menos la mitad del año trabajando con las solicitudes, evaluaciones y entrevistas de los candidatos. En ocasiones impartía charlas motivacionales a los estudiantes de la universidad local que fungía como socio estratégico. Así se conocieron. Virginia acompañaba a Iveth a una de las charlas, pues se había divorciado hacía poco y estaba deseosa de alejarse de todo y de todos. A unas semanas de finalizar la maestría en negocios que cursaban juntas, vieron el anuncio de la charla y entraron a oírla.

El apuesto australiano llevaba el cabello largo y rubio sostenido en el cuello con una liga, a pesar de que algunos mechones se resbalaban y colgaban sobre sus pómulos definidos y bronceados. Llevaba una camisa blanca que solo llegaba al antebrazo, sus vaqueros azules combinaban con sus ojos y las botas negras parecían adecuadas para cualquier escenario menos para el de una charla sobre becas universitarias para postgrados y doctorados. « ¡Australia…!», había susurrado Iveth dando un codazo a su compañera, que recordó aquello mientras escribía el mensaje para Noelia en su teléfono y veía la foto de su exmarido en el perfil.

Fue un encantamiento a primera vista para ambos. La química no se hizo esperar y una extrovertida Virginia levantó la mano varias veces para hacer preguntas. Su amiga la desconocía por completo; estaba coqueteando descaradamente con él, la misma que meses antes había sido incapaz de impedir que el amor de su vida se casara con otra. Los nueve meses que duró el noviazgo parecieron una eterna luna de miel, con las interrupciones necesarias de sus regresos a Sídney, el resto del tiempo lo pasaron juntos.

Cuando se casaron, sus familias tenían distintas opiniones acerca de dónde debían vivir, pero todos coincidían en algo: era decisión de la pareja. Para ella, Australia siempre fue un destino al que ir de vacaciones; allí pasaban algunas semanas, cuando las vacaciones de su trabajo se lo permitían. Eso no cambiaría, ya se lo había dicho muchas veces, y él lo había aceptado. Pero cuando nació Noelia, todo se complicó, él quería llevar a la niña a Sídney cada vez que debía viajar por su trabajo durante un mes. «Estará bien con mis padres, mientras estoy en la universidad», decía él. « ¡Donde esté mi hija, estoy yo!», decía ella.

Finalmente, luego de casi dos años de discusiones, a Noah le ofrecieron una vicerrectoría en la universidad. Era una tontería negarse, pues el programa de becas cerraría ese año y profesionalmente la oferta era un gran honor. Pero el puesto era en Sídney y a tiempo completo; ella se lo hizo fácil y le propuso el divorcio, acordaron amigablemente la custodia compartida de Noelia y, poco a poco, ella aprendió a desprenderse de la niña por algunos días, en ciertas épocas del año. Desprenderse de él fue más fácil, quizá demasiado. Se dejó llevar por una emoción y se casó con él sin amarlo; lo apreciaba, eso estaba claro, pero como a un gran amigo. En cambio, claramente él estaba mucho más enamorado y, a pesar de que en las parejas siempre habrá uno que quiera más, si uno ama pero el otro solamente quiere, es obvio que al final alguien saldrá innecesariamente herido. Ella aprendió por experiencia.

Esperó una respuesta a su mensaje; le llegó una fotografía de su hija en la playa, luego un video de la niña enviándole un beso… Luego él le envió un beso. Afuera, el sol brillaba con nitidez apoderándose con su luz de todo el cielo. Comenzó a vestirse.

Capítulo 11

Villas Paraíso estaba cuidadosamente clasificado en residenciales que respondían a los siete colores del arcoíris y no había más de treinta villas de cada color. La villa de la novia y las que habían rentado los invitados estaban en Paraíso Azul. Muy cerca de allí estaba Paraíso Cian, donde los huéspedes podían disfrutar de la playa y los salones para actividades.

En Paraíso Violeta estaban La Marina y el centro de actividades nocturnas, que, a pesar de tener poca actividad en días de semana, desde los viernes se convertía en una fiesta desde la tarde hasta el amanecer, una fiesta que muchas veces continuaba en Paraíso Cian. El resto de los colores eran residenciales con villas para huéspedes e instalaciones deportivas y recreativas comunes. La villa de los padres de Andrés estaba en Paraíso Naranja.

El jueves se dibujaba radiante. En una villa de Paraíso Azul, una impaciente novia intentaba comunicarse sin éxito por el celular con su dama de honor. El ensayo sería en unas horas y necesitaba hablarle, ni siquiera sabía si estaría a tiempo en Las Galeras. La villa de invitados estaba rentada desde el viernes y quería decirle que esa noche podía dormir con ella, pero no lograba localizarla.

En el comedor, a unos pasos de la novia, Lourdes movía cielo y tierra para conseguir a todos los miembros del cortejo antes de las cuatro de la tarde en la playa. No era su primera boda, pero sí era la primera en Villas Paraíso y tenía que quedar perfecta. Preparaba los guiones para la tarde, cuando escuchó a Iveth dejando un mensaje quejándose de su dama de honor y se acercó con curiosidad.

— ¿Pero… estás llamando a Betina? Llegó ayer, no te preocupes… ¡Tengo todo resuelto con su alojamiento! —dijo Lourdes en tono triunfal.

— ¿Betina? ¿Quién es Betina, por Dios? —exclamó la novia, visiblemente irritada.

— ¡Tu dama de honor, Iveth! ¡Llegó ayer temprano con todo lo que le pedí! Está alojada con este chico que nos hace el favor de alojar a otros invitados desde mañana —dijo Lourdes completamente confundida.

— ¡Lourdes! ¿De qué hablas? ¡Mi dama de honor se llama Virginia, Virginia Duval, por Dios! ¡Vas a provocarme un ataque! —respiró ligeramente aliviada Iveth, aunque visiblemente molesta con su planificadora.

— ¿Estás segura? —insistió con incredulidad la jovencita, mientras agitaba los guiones que tenía en la mano buscando el nombre que tenía anotado.

— ¡Pero claro que estoy segura! ¿Acaso no voy a saber cómo se llama mi mejor amiga? —le reclamó elevando el tono de voz y preguntándose de dónde habría sacado la idea de contratarla.

Finalmente Lourdes consiguió encontrar a Virginia Duval en su lista y le reiteró a la alterada novia que estaba alojada ya en otra villa, al menos hasta que estuviera lista la suya. Cuando le dijo en qué villa estaba, se aseguró de buscar en su lista el nombre correcto del dueño, pero la novia se dio tal susto que el ataque anterior le había parecido una broma comparado con este. Corrió a la cocina por agua y le preguntó si acaso había hecho algo mal al alojarla allí.

Pero Iveth no la escuchaba. Marcaba con insistencia el número de celular de Virginia, que seguía repicando sin respuesta. Intentó llamar a Andrés, pero obtuvo el mismo resultado; pensó en correr a la villa, que no estaba lejos de la suya y se detuvo para mirar a Lourdes, que seguía sosteniendo el vaso de agua con el rostro descompuesto por el miedo.

— ¡Eres una genio Lourdes! ¡No sé por qué no se me ocurrió a mí! —y se marchó escaleras arriba dejando a la chica más confundida que antes.

Iveth escribía los mensajes con la mayor rapidez que le daban sus dedos temblorosos. Por apenas unos segundos olvidó que era la protagonista de aquel fin de semana y siguió escribiendo. Finalmente su teléfono timbró.

— ¿Me puedes explicar qué pasa, por favor? ¡Vas a hacer que dé a luz antes de tiempo y entonces me perderé la boda! —reclamaba con curiosidad Gabriela desde la otra línea.

— ¡La chica hippie que me has recomendado para planificar la ceremonia enloqueció y los ha puesto a dormir juntos! —le decía Iveth sin poder ocultar las carcajadas.

— ¡Pero, por Dios, no te entiendo nada! ¡Has escrito en el mensaje puras consonantes! ¡Creía que tus sobrinos habían tomado el teléfono! —insistía su amiga, que por su embarazo de casi ocho meses no llegaría sino hasta el sábado.

— ¿De verdad? ¡Juraba que había escrito claramente! ¡En fin, que Lourdes ha mandado a Virginia a dormir desde ayer en casa de los padres de Andrés! Pensaba que él vendría el sábado. ¡Esta chica le cambia los nombres a todo el mundo y me dijo antes que quien llegaba el lunes era Ángel, un amigo de Gastón! —trataba de explicar con creciente emoción Iveth.

—¡¡¡No te lo puedo creer!!! ¿Pero, qué te dijo Virginia? ¡De seguro pensó que fue tu idea y te quiso matar! ¿Y esperas hasta ahora para decírmelo? ¡Si ella salió ayer pasado el mediodía! —le reclamaba con vehemencia Gabriela.

— ¡Pues te diré que no he hablado con ella! Ni siquiera sabía que había llegado… Me acabo de enterar. Como esta chica cambia los nombres a todos, me decía que lo que se necesitaba me lo había traído una tal Betina. Pensé que era su empleada o algo… —continuó, excitada, Iveth.

La conversación se extendió unos minutos más y la curiosidad por saber lo que había pasado en las últimas veinticuatro horas las mantuvo en vilo a ambas un par de horas más. El sol seguía brillando con insistencia, eran las dos de la tarde y el ensayo se realizaría a las cinco. Mientras tanto, en la villa número diecisiete, dos celulares vibraban incesantes en alguna parte del entrepiso.

Capítulo 12

El animado joven del clima anunciaba un sol cálido durante la mañana y brisa ligera para todo el fin de semana. Lourdes respiraba aliviada porque, exceptuando el incidente del cambio de nombres que casi le provoca un ataque de nervios unas horas antes, estaba saliendo todo de maravillas. El cortejo estaba compuesto por la dama de honor, dos damas adicionales, la niña de las flores y el sobrino de la novia, que entregaría los anillos.

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