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La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos
Las lágrimas me inundaron los ojos, irrefrenables e impotentes. Un hipo se escapó de mi garganta, más fuerte que mi famoso autocontrol. Fue en ese estado que me encontró el ama de llaves al entrar en la cocina.
—Aquí están las rosas frescas para nuestro señor y patrón —dijo alegremente. Luego se dio cuenta de mis lágrimas, y llevó las manos al pecho—. ¡Señorita Bruno! ¿Qué ha sucedido? ¿Está mal? ¿No será por la reprimenda del señor Mc Laine? Él es un burlón, gruñón como un oso, y adorable cuando se acuerda de serlo... No se preocupe, cualquier cosa que le haya dicho ya se le habrá olvidado.
—Es este el problema —dije con voz lacrimosa, pero ella no oyó, ya enrumbada en sus charlas.
—Le preparo el té, le hará bien. Recuerdo que una vez, la casa donde trabajaba antes...
Soporté en silencio su pesada cantilena, apreciando el intento fallido de distraerme. Sorbí la bebida caliente, fingiendo sentirme mejor, y desestimé su ofrecimiento de ayuda. Llevaría yo las rosas. Pero la mujer insistió en acompañarme al menos hasta el rellano, y ante su amable gesto, no pude negarme. Cuando volví al estudio, ya era yo, la Melisande de siempre, con los ojos secos, el corazón en letargo, el ánimo resignado.
Las horas pasaron, pesadas como el cemento armado, en un silencio negro como mi humor. El señor Mc Laine me ignoró durante todo el tiempo, dirigiéndome la palabra sólo cuando no podía evitarlo. El deseo angustioso de que llegara la tarde solo era igual al del querer volver a ver la mañana. ¿Era acaso posible que tan sólo hayan pasado unas pocas horas?
—Puede irse señorita Bruno —me despidió, sin mirarme a los ojos.
Me limité a desearle una buena velada, respetuosa y fría como él.
Estaba buscando a Kyle, a pedido suyo, cuando oí un sollozo que provenía del trastero. Abrí bien los ojos, sin saber qué hacer. Después de mil titubeos, llegué al lugar de donde provenía aquel ruido, y lo que vi fue sorprendente.
Un rostro en la sombra, de silueta indistinguible, que se sonaba la nariz, era Kyle. El hombre tenía un pañuelo de papel hecho pelotitas en la mano, y parecía sólo la pálida copia del seductor de pacotilla de los días pasados. Me limite a mirarlo, enmudecida por el asombro.
Él se percató de mi presencia, y dio un paso adelante.
—¿Te doy pena? ¿O tienes ganas de echarte a reír?
Me pareció haber sido sorprendida en el acto de espiarlo, como una mirona indiscreta. Descarté la tentación urgente de justificarme.
—Te busca el señor Mc Laine. Quiere retirarse en su habitación para la cena. Pero... ¿Tú estás bien? ¿Puedo hacer algo? —Sus mejillas se tiñeron de manchas oscuras, e intuí que se hubiera enrojecido de vergüenza. Di un paso atrás, también metafóricamente—. No, perdón, olvida lo que he dicho. No hago otra cosa que no sea inmiscuirme en asuntos ajenos.
Él negó con la cabeza, inusualmente galante.
—Eres demasiado hermosa para ser una real metiche, Melisande. No, yo... Solo estoy destrozado por el divorcio. —Fue entonces que me di cuenta de que en la mano no tenía un pañuelo, sino una hoja estrujada—. Se ha ido. Todos mis intentos por evitar la ruptura han fracasado.
Por un instante me dieron ganas de reír. ¿Intentos? ¿Y en qué forma había intentado? ¿Haciendo propuestas deshonestas a la única mujer joven en sus proximidades?
—Lo siento —dije con incomodidad.
—También yo.
Dio otro paso hacia adelante, saliendo de la sombra. Su rostro estaba bañado en lágrimas, como para desmentir la mala opinión que me había hecho de él. Me quedé confundida al verlo tan fuertemente avergonzado. ¿Qué dicen los buenos modales a propósito de las personas que han pasado por un divorcio? ¿Cómo consolarlas? ¿Qué decirles sin correr el riesgo de herirlas? Ah ya, pero cuando los buenos modales fueron redactados el divorcio no era ni siquiera admitido.
—Le diré al señor Mc Laine que no estás bien —dije.
Pareció como si el pánico se hubiera apoderado de él.
—No, no. No estoy preparado para volver al mundo civilizado, y me temo que el señor Mc Laine esté buscando una excusa para echarme definitivamente de Midgnight Rose. No, me tomaré un poco de tiempo para recomponerme y luego voy.
—El tiempo para recomponerte, claro —le hice eco, poco convencida. Kyle tenía realmente un aspecto terrible, los cabellos desgreñados, el rostro enrojecido por las lágrimas, el uniforme blanco ajado, como si se hubiera dormido encima—. De acuerdo, entonces. Buenas noches —lo saludé, deseando sólo el refugio de mi habitación.
Había sido una jornada larga, terriblemente larga, y no estaba de ánimo como para consolar a nadie que no fuera yo misma. Él me hizo un gesto con la cabeza, temiendo que su voz lo delatara.
Me di una escapada por la cocina antes de subir arriba. No tenía ganas de cenar, y era necesario decírselo a la amable señora Mc Millian. Me dirigió una sonrisa radiante.
—Estoy preparando la sopa —dijo señalando una olla en el fogón—. Sé que hace calor, pero no podemos alimentarnos solo con ensaladas hasta septiembre.
El sentido de culpa me golpeó el cuello. Con vergüenza cambié mi respuesta, cuando estaba apurada por salir de mi boca.
—Adoro la sopa, caliente o no caliente.
Antes de que comenzara a parlotear, le conté lo de Kyle, dejando de lado los detalles más molestos.
—Parece realmente perturbado por el divorcio —dije, sentándome a la mesa.
Ella asintió, mientras revolvía la sopa.
—Era una relación destinada a acabar. La mujer se ha trasladado a Edimburgo hace meses, y se rumorea de que ya tenga otro. Sabe cómo son las malas lenguas... Él no es un santo, pero está muy ligado a estos lugares y no quería abandonar el poblado.
Me serví un vaso de agua de la jarra.
—¿Es por eso que no se decide a irse?
El ama de llaves sirvió los platos de sopa, y en un dos por tres comencé a comer ávidamente. Estaba más hambrienta de lo que creía.
—Kyle no hace más que decir que está harto, podrido de este lugar, de la casa, del señor Mc Laine, pero se guarda bien de irse. ¿Quién lo asumiría?
La miré por encima del plato, curiosa.
—¿No es un enfermero diplomado?
La señora Mc Millian partió un pan en dos partes, meticulosamente.
—Lo es, ciertamente, pero mediocre y ablandahigos. No se puede decir que se saque el ancho aquí. Y a menudo su aliento huele a alcohol. No quiero decir que es un borracho, pero... —Su voz traslucía desaprobación.
—Yo amo esta casa —dije, sin reflexionar.
La mujer se quedó pasmada.
—¿De verdad, señorita Bruno?
Incliné los ojos hacia el plato, las gotas en llamas.
—Me siento en casa aquí —expliqué. Y entendí que estaba diciendo la verdad. A pesar de los cambios de humor de mi fascinante escritor, estaba a gusto entre esas paredes, alejada de los sufrimientos de mi pasado aplastante.
La señora Mc Millian volvió a charlar, y aliviada terminé mi plato. Mi mente corría sobre carriles desviados e irregulares, y el punto de arribo era siempre, inevitablemente, Sebastián Mc Laine. Estaba desgarrada entre la necesidad irreprimible de soñarlo otra vez, y el deseo de echar las ilusiones a la espalda.
Kyle hizo acto de presencia en la cocina unos minutos después, más espantoso que nunca.
—Detesto cordialmente al señor Mc Laine —empezó diciendo.
El ama de llaves lo interrumpió a mitad de una frase para regañarle.
—Vergüenza te debería dar, hablar así de quien te da de comer.
—Mejor morir de hambre que tener que ver con él —fue la réplica irritada del otro. El rencor en su voz me hizo estremecer. No era un servidor devoto, eso ya lo había intuido, pero su odio era casi palpitante.
Kyle abrió el refrigerador y sacó dos latas de cervezas—. Buenas noches queridas señoras. Me voy a mi habitación a festejar el divorcio. —Un tic nervioso le hacía bailar la esquina derecha del ojo.
Yo y el ama de llaves nos miramos en silencio hasta que se alejó.
—Ha sido realmente desconsiderado al hablar así del pobre señor Mc Laine —fueron sus primeras palabras. Luego me miró seria—. ¿Piensa que quiera suicidarse?
Reí, antes de lograr detenerme.
—No me parece el tipo… —la tranquilicé.
—Es cierto. Es demasiado superficial para alimentar sentimientos profundos por nadie —dijo con disgusto.
La preocupación por Kyle se evaporó como rocío al sol, y pasó a enumerar las ventajas, según ella, de vivir en el campo, en comparación con la vida en la ciudad. La ayudé a fregar los platos, y nos retiramos. Yo al primer piso, ella a una habitación poco distante de la cocina, en la planta baja.
Me di vueltas en la cama por mucho rato antes de dormir, luego caí en un sueño agitado. En la mañana, sentí mis mejillas duras por las lágrimas nocturnas que no recordaba haber derramado. No soñé con Sebastián aquella noche.
El día siguiente era martes, y el señor Mc Laine ya estaba en la cama, antes de lo habitual.
—Hoy, puntual como un recaudador de tasas, vendrá Mc Intosh —dijo triste—. No logro disuadirle de lo contrario. Lo he intentado de mil maneras. Desde las amenazas hasta las súplicas. Parece que es impermeable a todos mis intentos. Es peor que un buitre.
—Quizá solo quiere asegurarse de que usted está bien —observé, solo por decir algo.
Él pegó su mirada a la mía, luego prorrumpió en una risa estruendosa.
—Melisande Bruno, eres un personaje... El querido Mc Intosh viene porque lo considera su deber, no porque tenga un cariño especial hacia mí.
—¿Deber? No entiendo... Según yo, su único objetivo es hacerle una revisión. Tiene desde luego que tener un cierto interés —dije obstinada.
El señor Mc Laine hizo una mueca.
—Querida... Espero que no seas tan ingenua como para creer que todo es como parece. No todo es blanco y negro, también existe el gris, por decir algo al respecto.
No respondí, ¿qué le podía decir? ¿Que había llegado a la verdad sobre mí? Que para mí realmente no existe nada más que el blanco y negro, al punto de sentir saciedad.
—Mc Intosh tiene sentimientos de culpa respecto al accidente, y pretende expiarlos viniendo a verme regularmente, aunque si no me gusta en absoluto —añadió malignamente.
—¿Sentimientos de culpa? —repetí—. ¿En qué sentido?
Un relámpago iluminó la ventana a sus espaldas, y luego vino el trueno, fragoroso. Él no se volteó, como si no lograra despegar sus ojos de los míos.
—Se anuncia un diluvio torrencial. Quizás esto desanime a Mc Intosh de venir hoy.
—Lo dudo, es sólo una tormenta de verano. Una hora y habrá totalmente terminado —dije práctica.
Él me miraba con una tal intensidad que me provocó finos escalofríos a lo largo de mi espina dorsal. Era un hombre extraño, pero tan carismático que borraba cualquier otro defecto.
—¿Quiere que ponga en orden las estanterías pendientes? —pregunté nerviosamente, huyendo de su mirada fija.
—¿Ha dormido bien esta noche, Melisande?
La pregunta me cogió de sorpresa. El tono era ligero, pero escondía una apremiante urgencia, que me empujó a la sinceridad.
—No mucho.
—¿Nada de sueños? —Su voz era ligera y límpida como el agua de un plácido torrente, y me dejé transportar por la corriente refrescante.
—No, esta noche no.
—¿Querías soñar?
—Sí —contesté impulsivamente. Nuestro diálogo era surrealista, pero estaba dispuesta a continuarlo indefinidamente.
—Quizás te volverá a suceder. El silencio de este lugar es ideal para acunar sueños –dijo fríamente. Volvió al ordenador, ya despreocupado de mí.
Fantástico, me dije humillada. Me había echado un hueso como se hace con un perro, y yo fui tan idiota que lo aferré como si estuviera muriéndome de hambre. Y hambrienta, lo estaba realmente. De nuestras miradas, de nuestra intensa complicidad, de sus sonrisas inesperadas.
Encorvé los hombros y me puse a trabajar. En ese momento me acordé de Monique. Ella sí que era experta en hacer rodar la cabeza a los hombres, en seducirlos en una red de mentiras y de sueños, en conquistar su atención con maestría consumada. Una vez le pregunté cómo había aprendido el arte de la seducción. Primero, respondió: «No se aprende, Melisande. O lo posees desde siempre, o lo tienes que imaginar». Luego se volteó hacia mí, y su expresión se endulzó: «Cuando tengas mi edad, sabrás cómo hacerlo, verás». Ahora tenía esa edad, y estaba peor que antes. Mis conocimientos masculinos habían sido siempre esporádicos y de corta duración. Cualquier hombre me endosaba la misma letanía de preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿A qué te dedicas? ¿Qué coche tienes? Ante la noticia de que no tenía permiso de conducir, me miraban como un animal raro, como si estuviera afectada por una terrible enfermedad contagiosa. Y yo no me abría, por cierto, a las confidencias.
Pasé la mano sobre la cubierta encuadernada de un libro. Era una edición lujosa, en cuero marroquí, de "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen.
—Apuesto a que es tu preferido.
Alcé de golpe la cabeza. El señor Mc Laine me estaba estudiando, con sus párpados a medio cerrar y un destello peligroso en aquel manto negro.
—No —respondí, acomodando el libro en el estante—. Me gusta, pero no es mi preferido.
—Entonces será "Cumbres borrascosas".
Me regaló una sonrisa espectacular, inesperada. Mi corazón dio un salto, y por un pelo que no precipitó en la nada.
—Tampoco —dije, notando con alegría la firmeza de mi voz—. No termina precisamente bien. Como te he dicho, tengo una marcada predilección por el final feliz.
Hizo rodar la silla de ruedas, y se posicionó a pocos pasos de mí, con una expresión absorta.
—"Persuasión", siempre de Austen. Termina bien, no puedes negarlo. —No intentaba siquiera ocultar cuánto se estaba divirtiendo, y yo también me había apasionado con ese juego.
—Es agradable, lo admito, pero estás todavía lejos. Es un libro centrado en la espera, y yo no soy buena para esperar. Soy demasiado impaciente. Terminaría por resignarme, o cambiaría de deseo. —Ahora mi voz era frívola. Sin darme cuenta estaba flirteando con él.
—Jane Eyre.
No se esperaba mi risa, y se puso a mirarme, perplejo.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera contestarle.
—¡Por fin! —Pensé que le habría tomado siglos...
Una sombra de sonrisa se hizo camino en su ceño fruncido.
—Tenía que acertar rápido, en efecto. Una heroína con a las espaldas una historia triste y solitaria, un hombre del pasado sufrido, un final feliz después de mil aventuras. Romántico. Apasionado. Realista. —Ahora también sus labios sonreían, al igual que sus ojos—. Melisande Bruno, ¿eres consciente de que puedes enamorarte de mí como Jane Eyre del señor Rochester, que casualmente era su empleador?
—Usted no es el Señor Rochester —dije tranquilamente.
—Soy lunático como él —objetó, con una media sonrisa, que no pude evitar de corresponder.
—Estoy de acuerdo. Pero yo no soy Jane Eyre.
—También eso es verdad. Ella era sosa, feita, insignificante —dijo él, arrastrando las palabras—. Nadie sano de mente, y de ojos, podría decir eso de ti. Tus cabellos rojos se notarían a millas de distancia.
—No me parece precisamente un halago... —dije en tono de broma lamentosa.
—Quien se hace notar, en un modo o en otro, nunca es feo, Melisande —respondió él dulcemente.
—Entonces gracias.
Él se burló.
—¿De quién has heredado estos cabellos, señorita Bruno? ¿De tus padres de origen italiano?
La alusión a mi familia contribuyó a ofuscar la felicidad de aquel momento. Aparté la mirada, y me puse a ordenar los libros en las estanterías.
—Mi abuela era pelirroja, por lo que se dice. Mis padres no, y ni siquiera mi hermana.
Acercó su silla de ruedas a mis piernas, tensas por el esfuerzo de colocar los libros. A esa distancia infinitesimal no podía dejar de percibir su tenue perfume. Una mezcla misteriosa y seductora de flores y especias.
—¿Y qué hace una bonita secretaria de cabellos rojos y antepasados italianos en una apartada aldea escocesa?
—Mi Padre emigró para mantener a su esposa e hija. Yo nací en Bélgica.
Buscaba una manera de cambiar de conversación, pero era difícil. Su cercanía confundía mis pensamientos, que se enmarañaban en una madeja difícil de desenredar.
—De Bélgica a Londres, y luego a Escocia. A sólo veintidós años. Admitirás que como mínimo es curioso, ¿no?
—Ganas de conocer el mundo —respondí reticente.
Eché un vistazo hacia él. Su hirsuto ceño había desaparecido como nieve bajo el sol, reemplazado por una sana curiosidad. No había manera de distraerlo. Allá afuera la tempestad rugía, con toda su violenta intensidad. Una batalla similar se estaba desarrollando dentro de mí. Comunicarme con él era natural, espontáneo, liberador, pero no podía, no debía hablar a rienda suelta, o me arrepentiría.
—¿Ganas de conocer el mundo para llegar a este rincón remoto del mundo? —Su tono era abiertamente escéptico—. No necesitas mentirme, Melisande Bruno. Yo no te juzgo, a pesar de las apariencias.
Algo se rompió en mí, liberando recuerdos que creía enterrados para siempre. Una sola vez me fie de alguien, y había terminado mal, mi vida casi destruida. Sólo el destino había impedido una tragedia, la mía.
—No estoy mintiendo. También aquí se puede conocer el mundo —dije sonriendo—. Nunca había estado en las Highlands, es interesante. Y además soy joven, puedo aún viajar, ver, descubrir nuevos lugares.
—Entonces estas dispuesta a partir. —Su voz era ronca ahora. Me giré hacia él. Una sombra había caído sobre su rostro. Hubo algo de desesperado, furioso, de rapaz en él en aquel momento. Corta de palabras me limité a mirarlo fijamente. Hizo rodar la silla de ruedas, y regresó detrás del escritorio—. No te preocupes. Si sigues siendo tan indolente te echaré yo mismo, y así podrás retomar tu viaje alrededor del mundo.
Sus palabras bruscas fueron casi un cubo de agua helada lanzado sobre mí. Se paró delante de la ventana, anclado en la silla de ruedas con ambas manos, los hombros agarrotados.
—Tenía razón. La tormenta ya terminó. No hay manera de evitar a Mc Intosh hoy. Parece que no hago más que equivocarme. ¡Hey!, mira, un arcoíris —me llamó, sin voltearse—. Venga a ver, señorita Bruno. Espectáculo fascinante, ¿no cree? Dudo que ya haya visto uno.
—Pero si lo he visto —repliqué, sin moverme.
El arcoíris era el símbolo cruel de lo que me era eternamente negado. La percepción de los colores, su maravilla, su arcaico misterio.
Mi voz era frágil como una placa de hielo, mis hombros más rígidos que los suyos. Había levantado de nuevo un muro entre nosotros, alto e insuperable. Una defensa inviolable. O quizás había sido yo quien lo hizo antes.
Capítulo Sexto
—¿Quieres cenar conmigo, Melisande Bruno?
Lo miré con los ojos de par en par, convencida de no haber entendido bien. Me había ignorado durante horas, y las raras ocasiones en las que se había dignado dirigirme la palabra había estado antipático y frío. Al principio pensé negarme, ofendida por su actitud infantil y mutable, luego la curiosidad ganó la partida. O quizás fue la esperanza de volver a ver su sonrisa, aquella sonrisa torcida, hospitalaria, acogedora. De todas formas, y sin importar la razón, mi respuesta fue afirmativa.
La señora Mc Millian estaba tan turbada por la novedad que estuvo callada durante todo el tiempo que nos sirvió la cena, suscitando nuestra mutua diversión. El señor Mc Laine se había relajado, y ya no tenía aquella expresión rígida que tanto había aprendido a temer. Nuestro silencio era cómplice y se rompió sólo cuando el ama de llaves nos dejó.
—Hemos conseguido dejar a la querida Millicent sin palabras... Me parece que acabaremos en el libro Guinness de los primates —observó él, con una risa que me tocó el centro del corazón.
—Sin duda —manifesté mi conformidad.
—Es una empresa realmente titánica. No creí que lo vería un día.
—Estoy de acuerdo.
Me guiñó el ojo, y tomó un pincho de carne. La cena improvisada era informal pero deliciosa, y su compañía era la única que pudiera desear. Me prometí que no haría nada para destruir esa atmósfera idílica, luego recordé que dependía sólo en parte de mí. Mi compañero ya había demostrado en varias ocasiones que era fácil de encolerizarse, y sin motivo aparente.
Ahora él estaba sonriendo, y sentí una punzada ante el pensamiento de no conocer el exacto color de sus ojos y cabellos.
—Entonces, Melisande Bruno, ¿te gusta Midgnight Rose?
Me gustas tú, sobre todo cuando estás tan despreocupado y en paz con el mundo. En voz alta dije:
—¿A quién no le puede gustar? Es una pedazo de paraíso, alejado del frenesí, el estrés, la locura de la rutina.
Él dejó de comer, como si se estuviera alimentando de mi voz. Y yo comencé a masticar más despacio para no romper ese hechizo, más frágil que el cristal, más volátil que una hoja de otoño.
—Para quien viene de Londres debe ser así —admitió—. ¿Has viajado mucho?
Me llevé el vaso de vino a la boca, antes de responder.
—Menos de lo que me hubiera gustado. Pero he entendido una cosa: que el mundo se descubre en los rincones, en los pliegues, en los surcos, no en los grandes centros.
—Tu sabiduría solo es comparable con tu belleza —dijo con aire serio—. ¿Y qué estás descubriendo en esta amena aldea escocesa?
—El pueblo todavía no lo he visto —le hice recordar, sin rencor—. Pero Midnight Rose es un lugar interesante. Aquí me parece que el mundo se puede detener, y no siento la falta del futuro.
Por toda respuesta él sacudió la cabeza.
—Has percibido la esencia más íntima de esta casa en tan poco tiempo... Yo aún no lo he logrado...
No respondí, el temor de enturbiar la reconquistada intimidad frenó mi lengua. Él me estudió atentamente, a su modo, como si yo fuera el contenido de un portaobjetos y él un microscopio. La pregunta siguiente fue meditada, explosiva, presagio de un desastre inminente.
—¿Tienes familia, Melisande Bruno? ¿Alguien de los tuyos está todavía vivo? —No parecía una pregunta vana, dicha por decir algo. Había en ella un interés ardiente y auténtico.
Para disimular la vacilación bebí más vino, y mientras tanto rumiaba la respuesta que tenía que dar. Revelar que mi hermana y mi padre estaban todavía en este mundo habría dado lugar a una secuencia de otras preguntas insidiosas, que no estaba dispuesta a afrontar. Era realista: aquella invitación a cenar había surgido sólo porque la tarde estaba aburrida, y buscaba una válvula de escape. Yo, la secretaria aún desconocida, servía perfectamente a ese fin. No habría otra cena. Decidí mentir, porque era más fácil, menos complicado.
—Estoy sola en el mundo.
Sólo cuando mi voz se apagó, me di cuenta de que no era exactamente una mentira. Lo era en la connotación, no en los hechos. Yo estaba sola, excluida de todo. No podía contar con nadie, a parte de mí misma. Eso me había hecho sufrir tanto que me hizo pensar que perdería la razón, pero me había acostumbrado. Absurdo, triste, penoso, pero cierto. Acostumbrada a no ser amada, a ser incomprendida. Sola.
Él pareció absurdamente satisfecho por mi respuesta, como si fuese la correcta. Justa para qué, no habría sabido decirlo. Alzó el vaso de vino, medio vacío, en un brindis.
—¿Por qué? –dije, imitándolo.
—Para que puedas volver a soñar, Melisande Bruno. Y que tus sueños se cumplan. —Sus ojos me sonrieron por encima del vaso.
Renuncié a entender. Sebastián Mc Laine era un enigma viviente, y su carisma, su magnetismo animal, eran suficientes como respuestas.
Aquella noche soñé por segunda vez. La escena era idéntica a la vez anterior: yo en camisa de noche, él a los pies de mi cama en trajes oscuros, ningún rastro de la silla de ruedas. Me tendió la mano, una sonrisa le curvó el ángulo de la boca.