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La canción ha terminado y me encuentro con los ojos hinchados y llenos de lágrimas que tratan de colmar su ausencia. Apago todo, me quito los auriculares y me dejo acunar por el temporal que todavía azota la ventana, soplando sobre las persianas que ululan al viento. Al despertar estoy todavía muy cansada, así que decido permanecer un poco más en la cama, disfrutando del calor de la noche ya terminada. Lo único que hace que quiera salir se las sábanas es el pensamiento de que voy a volver a verle.

Cuando llegamos al bar, lo que veo primero es que él ya ha llegado y esto me sorprende bastante. Por primera vez ha llegado antes que yo y tampoco se vuelve a mirarme, aunque sé muy bien que se ha dado cuenta de nuestra ruidosa llegada. Me paro en la puerta un poco molesta de que no me haga caso, pero el camarero me saluda y me pregunta:

—¿Lo de siempre?

Respondemos que sí y nos dirigimos a nuestra mesa. Estoy a punto de sentarme cuando veo una pequeña margarita justo delante de mi sitio y por segunda vez en muy pocos minutos me quedo perpleja y un poco perdida por un gesto que ha cambiado la disposición normal de las cosas. Seguro que ha sido él, pero esto no debe pasar. ¿Por qué está buscando una aproximación distinta de la misteriosa mirada de cada mañana? Me quedo sentada con esa pequeña florecilla en la mano, mirándolo de espaldas al mostrador, mientras se gira de golpe, me lanza una mirada y escapa del local de manera furtiva. Si, seguro que ha sido él el que ha puesto esa flor sobre la mesa… sobre mi mesa. Quedo sin palabras, entusiasmada y molesta al mismo tiempo, pero también un poco confundida y ya no tan segura de que realmente lo haya hecho él. Mi amiga me mira y se echa a reír, tras haber asistido a esta escena un poco infantil de dos adultos perdidos en una historia tan absurda y ausente de sentido para el resto del mundo. La miro y, después de que el camarero nos trae nuestro desayuno, me doy cuenta de que estoy sosteniendo la flor en la mano y la dejo rápidamente junto al capuchino como si fuera algo ardiendo que me quemara la piel. Comienzo a tener sensaciones diversas que se alternan rápidamente. Para empezar, me siento honrada por ese pequeño regalo, luego me siento sin embargo reticente y me pregunto si he entendido de verdad qué significa. ¿Y si era para mi amiga? ¿Y si al misterioso portador de miradas le atrajera ella y no yo? ¿Pero entonces por qué me mira siempre? No, vale, yo soy la fuente de su interés… pero si hasta hoy todo se resolvía con un intercambio de miradas y alguna sonrisa lanzada casi a escondidas, ¿qué quiere decir este «regalo»? Como si fuera una reliquia, recojo la flor y la pongo dentro de mi libro, que luego meto dentro del bolso grande y espacioso. Camilla, todavía con una media risa que no consigue controlar, me dice que ya hemos llegado a avanzar en esta absurda no relación y oírselo decir a ella me asusta y me entran ganas de huir y no volver nunca a este sitio. Pero luego pienso cómo me encuentro cuando no lo veo, no podría renunciar a estos diez minutos que compartimos, aunque sea a una breve distancia.

En cuanto acabamos el desayuno nos vamos de inmediato al trabajo, sabiendo que hoy la jornada laboral será breve y a la hora de la comida podremos escaparnos juntas para una tarde de compras. Por suerte, la lluvia de la noche ha dado paso al sol, dejando tras de sí solo alguna nubecilla dispersa. A la una, como un reloj, estamos fuera, listas para tomar el coche para pasar la tarde en el Outlet para hacer compras aprovechando las rebajas. En el automóvil, Claudio Baglioni a todo volumen y nosotras dos cantando con las ventanillas bajadas como dos adolescentes inconscientes. Al primer gallo empezamos a reírnos, mientras en lontananza aparecen los campos de cereal con las balas de paja ordenadas en filas. Son muy bonitos de ver, siempre me imagino ahí abajo, tumbada bajo su sombra para mirar el cielo, esperando ver el paso de algún avión y su estela blanca que corta el azul, para poder inventar historias sobre sus pasajeros y los viajes que los llevarán lejos, tal vez a algún lugar exótico o una ciudad desconocida. Después de unos minutos de silencio, Camilla se pone seria y empieza, por primera vez, a tomarse en serio mi no relación:

—Tienes que dar el próximo paso, el juego tiene que avanzar por parte de ambos. Te ha mandado una señal, quiere continuar de otra manera, pero sin arrojarse de inmediato a conoceros de verdad. Ahora tienes que tomar tú la iniciativa, de un modo igualmente romántico o misterioso, o sea, no banal. Sería demasiado fácil dirigirse a él y darle las gracias…

Tiene razón, el pequeño paso de la flor sirve para cambiar de camino, para elegir qué sendero seguir y debe hacerse de una forma original para mantener ese velo de misterio que desde hace tiempo nos hace mirarnos y conmovernos tanto sin más, sin decir ninguna palabra. Ni siquiera sabemos nuestros nombres respectivos y esto nos bastaba hasta hoy. Ahora tengo que decidir si seguir de otra manera o cerrar el camino. Tal vez sea él mismo el que se haya arrepentido: esta mañana se ha escapado como no había hecho nunca. Tal vez mañana no le vuelva a ver.

—Tienes que darle un giro a tu vida, tal vez el misterioso observador pueda ser el hombre que buscas y, si no lo es, tal vez sea hora de que vuelvas a vivir y encuentres a alguien con el que compartir tu vida —continúa Camilla con su tono serio a media voz.

Se despierta en mí un fuerte deseo de jugar, de romper los esquemas y de atreverme, aunque esto signifique perderlo todo. Empiezo a reír mientras el viento entra con fuerza por la ventanilla y me lanza el pelo sobre la cara.

—Vale, juguemos.

Llegadas al mágico mundo de las compras, así nos gusta llamar a estos grandes almacenes de alta costura a bajo precio, empezamos a dar vueltas sin mucha convicción mirando los escaparates hasta que nos detenemos en una pequeña pastelería donde decidimos tomar algo, porque tampoco hemos comido. Para mí, una porción de tarta de chocolate y un café, mientras que mi amiga se limita a un cruasán integral y un zumo de naranja, al tener que mantener bajo control el fiel de la balanza. Camilla es una mujer muy guapa, que con su voluptuosidad deja a su paso una sensación de serenidad y una visión agradable. Siempre bien vestida, sin ningún cabello fuera de su lugar, es la clásica mujer que hace que los hombres se giren cuando va por la calle, a pesar de algún kilito de más, pero bien proporcionado en todo el cuerpo. Un nuevo entusiasmo nos ha involucrado en el juego con el desconocido y así empezamos las dos a pensar en mi próximo movimiento. Generalmente entra en el bar, llega al mostrador donde hace una consumición de pie y luego se va. ¿Cuál puede ser mi movimiento concentrado en esos pocos momentos y sin que haya tampoco un punto concreto donde actuar como él sí ha podido hacer con nuestra mesa? Lo único que sé es que quiero dejarle también una señal tangible, tal vez al hilo de margarita para así hacerle entender con seguridad que se la envío yo. La idea se me ocurre en la pastelería: a un lado de la vitrina veo muchos bombones en envases verdes y dentro confeccionada una maravillosa margarita blanca y amarilla. Añado así a nuestra cuenta una caja de bombones y empezamos a pensar cómo entregársela, tal vez con el mismo café que toma cada mañana. Me siento como una niña, he vuelto a los tiempos del instituto, cuando la parte más bella de cada amor era justamente aquella anterior a la declaración. Las tardes pasadas con las amigas pensando si este o aquel podía estar «enamorado» de nosotras, soñando con el primer beso delante de una pizza y un vaso de Coca Cola, cuando un normalísimo «Hola» empezaba a tener tres mil posibles significados que analizábamos uno a uno. Tiempos en los que te palpitaba el corazón solo cruzando las miradas, guardando las distancias a la espera de su primer paso. Con casi cuarenta años, vuelvo a ser una joven adolescente que descubre por primera vez el amor, con muchas ganas de jugar. Me siento renacer, he vuelto a vivir y a no tener de nuevo miedo a poner a prueba mis sentimientos por alguien. Parece absurdo, pero me ha bastado esa pequeña florecilla insignificante para sacudirme de tal manera que he entendido que estaba perdiendo el tiempo y que debía hacer que las manecillas de mi reloj volvieran a ponerse en marcha.

Vuelvo a casa cuando es tarde, así que decido comer un trozo de pizza en la pizzería que hay debajo de casa. Cuando entro, no hay nadie en el pequeño restaurante, ni siquiera el propietario, al que oigo moverse en las cocinas, probablemente metiendo en el horno las últimas pizzas del día. La campanilla avisa de mi entrada y poco después le veo asomarse a la puerta, delante de los grandes hornos todavía encendidos. Nos saludamos y poco después estamos sentados juntos en las coloridas mesas de madera, conversando mientras se cocina mi pizza. Me ofrece una cerveza y empieza a hablarme de esto y de aquello y de todos los acontecimientos extraños y divertidos que han sucedido en el local durante el día. Siempre me divierte mucho oírle hablar, porque sé muy bien que tiende a exagerar mucho sus historias, añadiendo detalles que no son reales, pero que las hacen más simpáticas e interesantes. Además, generalmente tienen siempre un fondo cómico, así que hablar con él acaba siempre con risas ruidosas que atraen las miradas de los paseantes que nos oyen desde la calle. Como deprisa, ya cansada y con muchas ganas de quitarme los zapatos y meter los pies en la bañera caliente. Hemos andado realmente tanto que, a pesar del frío del día, tengo los pies tan hinchados que apenas puedo caminar.

En cuanto llego a casa y me quito los zapatos, me meto directamente en la cama con mi fiel portátil en busca de alguna información sobre mi misterioso amigo de las sonrisas. Tal vez me arriesgo a encontrar algo sobre él relacionado con nuestro bar, que tiene tanto un sitio en Internet como una página en Facebook. Accedo con mi usuario y empiezo a buscar. Ningún rastro de él, habría estado bien encontrar algún comentario suyo para descubrir así por fin su nombre y curiosear algo en el muro de la red social, al menos en la parte pública. Al pensar que quizá él también pueda tener la misma idea, empiezo poniendo un «Me gusta» en la FanPage del bar y, mirando las diversas fotos, comento una al azar, como dejando una señal. Una vez publicada, miro mi foto, que aparece al lado del comentario. Un tristísimo primer plano, elegido al azar hace mucho tiempo. Me apresuro a buscar una nueva foto donde se me vea mejor y cambio la de mi perfil. Ahora me siento más tranquila y espero infantilmente que también él se conecte y, a verme, pueda tener ganas de escribirme un mensaje. Durante diez minutos permanezco con la mirada perdida en la pantalla, esperando una señal que no llega. Actualizo varias veces la página, salgo y entro pensando que la conexión tal vez no sea la mejor y finalmente decido apagar el portátil, pero solo después de haber activado las notificaciones de Facebook en mi teléfono celular, por si el hombre misterioso decide buscarme y escribirme precisamente esta noche. Mientras que antes esperaba que nuestra no relación no pudiera variar una sola coma, ahora la idea de su contacto se ha convertido en casi obsesiva e irracional. Mañana será un gran día para nuestro juego y por tanto trato de dormirme lo antes posible, pero tengo tal agitación sobre cómo deberé comportarme tras nuestro encuentro que no consigo pegar ojo. A medianoche todavía estoy así, dando vueltas en la cama fría, cuando decido levantarme. Sin encender ninguna luz, ayudándome solo de la débil iluminación de la calle que entra silenciosa por las ventanas, llego a la cocina. En estos casos, la única solución es un buen vaso de leche con galletas. Hace años era mi abuelo el que me preparaba estos tentempiés nocturnos y me hacía compañía delante de una buena taza de achicoria que se calentaba en su cacillo de acero, hasta hacerlo hervir y a menudo derramándose sobre la llama que empezaba a chirriar y a cambiar de color por el líquido repentino. Cuando podía empezar a beberlo, ya casi había terminado mi leche y galletas y me quedaba haciéndole compañía hasta que acaba de beber su taza caliente. Por la noche siempre he sido más locuaz que de día y así me liberaba de muchos discursos y dudas sobre lo que había pasado el día anterior. Estas noches juntos en general precedían a los exámenes en la universidad, era tanta la tensión que acababa muy tarde de repasar y la taza de leche era una ayuda para tener sueño y relajarme tras el último día de estudio. Hoy, sentada junto a la mesa, siento todavía con más fuerza su ausencia, de modo concreto y no solo por un sentimiento herido, sino como una ausencia tangible. Ahora delante de mi taza de leche no puedo hablar con nadie y me falta también el perfume de la achicoria que se derramaba sobre los fuegos. Una vez, para aumentar el sufrimiento, junto a mi café preparé también achicoria en el cacillo de acero, pero esto solo sirvió para sentirme peor, así que me volví a prometer tratar de seguir adelante, abandonado lo más posible esas costumbres pasadas, pero sin perder el recuerdo de esos maravillosos momentos junto a él.

CAPÍTULO 5

HUIDA

Después de la fuga del bar continúo alejándome con paso decidido, sin darme la vuelta en ningún momento, aunque no haya hecho nada malo. Como un ladrón, con miedo a ser descubierto y la adrenalina disparada por mis últimas acciones, me alejo todo lo que puedo y me subo al primer autobús que encuentro, sin saber a dónde me llevará. Tengo una cita en el centro al final de la mañana y así podré deshacerme de toda esta excitación por esa pequeña flor abandonada entre sus manos Regalarle una flor, ¿cómo se me ha podido ocurrir? Trato de imaginarme qué puede estar pasando ahora en el bar, tal vez ha tomado y tirado esa pequeña margarita que ya se está marchitando, riéndose con su amiga. ¿Será el chiste del día? Sin embargo, mi esperanza es otra, la de haber abierto una brecha en sus pensamientos por la que poder entrar y esconderme en un rinconcito silencioso, listo para descubrir más cosas de ella. He huido por miedo a que nuestra historia de miradas pueda cambiar, pero en el fondo de mi corazón tal vez quiero en realidad que pase esto. Querría ser una pequeña mosca y revolotear ahora allí, por encima de sus cabezas, mirar sus ojos azules como el cielo y captar cada pequeño gesto de su rostro, junto con todos los pensamientos que le puedan pasar por la cabeza mirando cada pétalo blanco. Casi estoy tentado de volver atrás, pero ya estoy demasiado lejos y demasiado cansado, el autobús afortunadamente me lleva al centro y seguramente, aunque lo hiciera, ella ya no estaría allí. Encuentro un sitio y me siento, dejándome arrullar por la velocidad del gran vehículo. Mis compañeros de viaje están todos en silencio y listos para un día de trabajo o de estudio o incluso solo para el paseo matinal para matar el tiempo en las largas jornadas que se viven cuando uno alcanza cierta edad. Muchos de ellos llevan un libro abierto entre las manos, otros escuchan música y otros más están perdidos en sus pensamientos. Atrae mi atención una viejecita al fondo del autobús, vestida de rojo y con un gran carrito vacío a su lado. Tiene la mirada cansada y la cabeza se tambalea en cada curva. Empiezo a pensar cómo seré cuando sea viejo y el primer pensamiento es el de no querer estar solo, de llegar a esa edad junto a alguien con quien compartir todo, incluso las pequeñas margaritas recogidas en el camino. Vuelvo a pensar en ella mientras veo por la ventana la majestuosidad de la ciudad y sus imponentes monumentos que sirven de marco a todas las aventuras de mi vida.

Cuando llego al Monumento a Víctor Manuel II, bajo a la calle, despierto de repente de esta dicha alcanzada entre los pensamientos y el pasar de lugares muy bellos más allá del cristal. Conmigo desciende también la viejecita, ya lista delante de la puerta con su fiel carrito sostenido con una mano, mientras se agarra con la otra para no caerse. En la parada nos separamos y la sigo con la mirada hasta que gira al fondo de la calle, casi controlando que no le pase nada malo y dispuesto a socorrerla si necesitara algo. A veces basta poco para entrar en sintonía con alguien que luego tal vez desaparezca para siempre en nuestra vida, de la misma manera que entró a formar parte de ella por un breve instante. Miro el reloj: Está claro que es muy pronto para cita en el museo de Piazza Venezia, así que aprovecho para echar una mirada a los foros en este hermoso día que merece guardarse con un recuerdo visual. Como si hubiera sido a propósito, veo una pequeña margarita que brota del borde de la acera y puedo fotografiarla en primer plano, con su fondo de monumentos desenfocados que dan la sensación de estar fuera del mundo y del tiempo. Me gustaría podérsela enviar inmediatamente a mi misteriosa compañera de viaje, pero no sabría cómo hacerlo, ya que no sé ni siquiera su nombre. Una vez en casa, la guardaré también en el teléfono, pues deberá estar siempre lista en el caso de llegar a ella de algún modo más informatizado. Pasear por el centro de Roma verdaderamente te lleva fuera de lo cotidiano y entre tantos turistas se puede también perder la conciencia del espacio y del tiempo. Una sucesión constante de idiomas y de colores, entre las muchas personas armadas con cámaras fotográficas y sonrisas radiantes para recordar días enteros pasados visitando la Ciudad Eterna. Los gladiadores del Coliseo siempre dispuestos a formar parte de sus fotografías después de una generosa compensación y los carruajes que acompañan a los más dispuestos a probar nuevas dimensiones, porque en vacaciones los planes deben cambiar, al menos durante media hora, arrastrados por la ciudad en una carroza con un gran caballo. Las pezuñas sobre los adoquines ocultan el ruido de los automóviles y la ciudad vista desde ahí arriba tiene otro gusto, con un salto hacia el pasado. La cola delante del Coliseo es ya larguísima, sin preocuparse por el frío ni el tiempo de espera, dispuesta a hacer propia la visión de uno de los lugares más famosos del mundo a llevarla a su ciudad junto a fotos y recuerdos para regalar a amigos y parientes. Más tarde empezarán a llegar también las parejas de nuevos esposos, todavía vestidos de fiesta para las fotografías rituales en los escenarios más bellos de la Capital y así este espacio tendrá un aspecto y significado adicionales para quien lo haya elegido como destino. Después de haber pasado la mañana simulando ser también un turista, me dirijo con paso decidido hacia el lugar de mi cita, que no está muy lejos. Encuentro por casualidad a mi interlocutor delante del Monumento a Víctor Manuel II y así decidimos hablar de mi trabajo en el exterior, sin recluirnos en su oficina entre documentos y en la oscuridad del interior. Hay que rehacer los carteles del Monumento y por tanto necesitan nuevas fotografías, tal vez disfrutando de la vista de Roma que hay subiendo a su parte más alta, accesible solo a unos pocos elegidos. Ya he trabajado para ellos un par de veces con ocasión de exposiciones concretas en el interior de la «máquina de escribir», como se suele llamar en Roma al Altar de la Patria. Desde que en 2000 han vuelto a ofrecer la posibilidad de acceder a la escalinata, de vez en cuando me apetece pasar un tiempo visitando el monumento, ver todos sus detalles dedicados a la ciudad y a las regiones italianas y la parte que más me gusta es el santuario de las banderas de guerra, una infinidad de guiones e insignias con el sabor del pasado entre los restos de las telas consumidas.

Acepto encantado el trabajo y empiezo a tomar algunas fotos, aprovechando el acceso a áreas no accesibles a los visitantes normales. Desde ahí la ciudad te atrapa, te incorpora entre los mármoles y las antiguas construcciones medievales, hasta llegar a las grandezas de la antigua Roma, todo unido en una sola mirada. Casi parece que se puede tocar el sol y sumergirte en el límpido cielo que lanza ráfagas frescas de vez en cuando, despertándote de esta atmósfera surreal y mágica.

Me entran ganas de quedarme todo el día acurrucado en algún espacio entre las columnas y la escala infinita y ver Roma y todas esas pequeñas hormigas que se mueven adelante y atrás por las calles correspondientes. Me armo de valor y abandono ese lugar tan cargado de historia que hace que casi se oigan las voces de quienes han estado ahí antes de mí, antes incluso de que se construyera este monumento tan teatral. Decido volver a pie, aprovechando un día que nos ha ahorrado la lluvia de la noche anterior. Fotografío los charcos que hacen de espejo de las calles y en uno estoy yo, reflejado con mi abrigo azul y vaqueros, los cabellos negros y despeinados y las gafas de sol escondidas detrás del objetivo. Yo también estoy aquí, para variar, y viéndome reflejado en la pequeña poza de agua casi no me reconozco, tanto es el tiempo en el que no he pensado en mí en la vida real. Un periodo que he pasado solo trabajando, sin muchos amigos con los que compartir otras cosas y con pocas mujeres sin importancia con las que pasar alguna noche sin recordar luego emociones particulares dejadas a la espalda. Un periodo frío, solo hecho más íntimo por mis fotografías que cuentan sin embargo la vida de otra gente y de otros lugares. Hay un poco de mí en cada foto, pero nada que ver con lo que puede hacer un fotógrafo entrando dentro de su propio corazón. Debo volver a hacer fotos no encargadas, rebuscando dentro de mí mismo y tal vez la foto de la margarita sea el primer paso para redescubrirme cambiado y dar un giro a mi vida que ahora solo pertenece a los demás, como una meretriz que se abandona solo al trabajo de dar placer a otros.

Atravieso una pequeña parte de la Vía del Corso para meterme luego por las callejuelas del interior y llegar al Panteón, siempre lleno de gente y movimiento. En ese momento me llama Stefano. Este trabaja en una oficina, justo detrás del Corso Vittorio Emanuele y, como sabía de mi cita, me llama al orden para una comida rápida en su barrio. Nos encontramos en unos pocos minutos cerca del Campo dei Fiori para comer de pie uno de los riquísimos bocadillos que hacen a toda velocidad en un pequeño local sin sillas ni mesas. Mi preferido es el de berenjena con mozzarella y así, con la comida en la mano, continuamos nuestro paseo hasta sentarnos en un banco en Piazza Navona. Empiezo a contar a mi amigo mi mañana, comenzando por el Monumento a Víctor Manuel II para luego confesarle lo de la margarita. En cuanto empiezo a describirle el momento del bar, se para y deja de comer, completamente absorto por mi breve historia.

—Ahora le toca a ella —me dice sin pensar mucho en sus palabras, a las que siguen interminables minutos de silencio—. Por fin esta historia absurda puede seguir adelante, tenéis que conoceros y así descubrir si hay algo real que compartir o sencillamente descubrir que no estáis hechos el uno para el otro y así, acabando con el discurso de la mirada de la mañana, podrías empezar a pensar en tener una vida con una mujer real, que no sea solo la pasión de una noche y basta.

La idea de haber idealizado a una mujer que ni siquiera conozco me asusta: ¿y si no fuera de verdad como la pienso? Sería como perderla para siempre sin ni siquiera haberla tenido nunca. Me ocurrido varias veces pensar en ella fuera del bar, le he dado muchos nombres y la he imaginado en muchísimas situaciones distintas. Me he imaginado a su lado, mientras vemos los lugares que más me gustan. En mis sueños, la he llevado al pueblo de mi madre, hemos escalado montañas y dado largos paseos junto al mar. Incluso nos hemos besado a la sombra de árboles centenarios.

—¿Me estás oyendo? Si ella no da el próximo paso, basta… Vas allí y te presentas y que pase lo que tenga que pasar entre ambos —continúa Stefano, todavía totalmente afectado por mi historia y decidido a llegar a una conclusión, positiva o no.

Estoy de acuerdo, ya he entendido que tenemos que seguir adelante, parados en el inicio de esta no relación ya por demasiado tiempo. Pero todo tiene que hacerse sin prisas, ya que no podría, en caso negativo, salir de esta historia de un modo demasiado brusco. Aún no sé ni siquiera su nombre.

Saludo a mi fiel amigo, tomo el camino de vuelta sumido totalmente en mis pensamientos, hasta que llego a casa sin apenas darme cuenta de los kilómetros recorridos a pie. No me he fijado en las personas que me he cruzado por el camino, en los automóviles que pasaban a mi lado, en las fuentes que lanzan agua continuamente, ni en los pájaros despreocupados en el cielo. Solo he vuelto al presente al ver mi portal cerrado delante de mí, como un centinela silencioso e imponente. A lo lejos veo a la señora con el perro de mi vecino y me apresuro a entrar, con pocas ganas de quedarme en la puerta charlando con ella de medicina y de los excrementos de perros desperdigados por las calles del barrio. Una vez cerrada la puerta a mis espaldas, lanzo un suspiro de alivio y continúo moviéndome silenciosamente para que no me oigan fuera y, agotado, me tiro sobre mi cama. Cuando me levanto estoy todo sudado, todavía con los zapatos y el abrigo puestos. Son las siete de la tarde y he dormido casi toda la tarde, sumido en un sueño profundo. Después de una ducha rápida y, ya con el pijama puesto, me pongo en el ordenador y empiezo a trabajar sobre mis fotografías de hoy. Las más bonitas son la de la flor y la del charco conmigo dentro… Empiezo a reconocerme, a reencontrarme en lo que hago y esto me da la fuerza necesaria para tener el valor para dar un giro a la historia con la joven del bar.

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