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Amparo (Memorias de un loco)
Amparo (Memorias de un loco)

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Amparo (Memorias de un loco)

Язык: es
Год издания: 2017
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– Y bien, ¿qué?

– Necesito saber con qué objeto se ha desprendido usted de esa cantidad.

– ¡Bah! ¡bah! ¿Con qué objeto? Con el de que no pases más noches malas; con el de que aprendas un oficio y puedas ser la honrada mujer de un artesano.

– El padre Ambrosio me ha dicho que hay en el mundo personas caritativas; pero me ha dicho también que muchas veces se toma la caridad por pretexto.

– ¿Y quién es el padre Ambrosio?

– Un religioso exclaustrado de la Merced, que vive hace muchos años en la misma casa de vecindad donde yo vivo; un digno ministro del Altísimo; mi padre; la guía que Dios me ha dado viéndome desamparada en el mundo.

– ¡Ah! ¡un religioso!

– El infeliz no ha podido hacer otra cosa que enseñarme a leer y a escribir y procurar encaminarme a la virtud. Es muy pobre, pero… ¡es un sabio! Lo poco que sé se lo debo, y, sobre todo, él me ha hecho conocer que la mayor riqueza es la honra; la mayor felicidad tener la conciencia tranquila; el mayor mérito a los ojos de Dios, sufrir resignadamente la pobreza.

– De modo que tú, pobre, miserable, destinada a un trabajo rudo y penoso, mal alimentada, mal vestida, sin fuego con que calentarte, sin lecho en que dormir, ¿estás resignada con tu suerte?

– Sí, señor, contestó Amparo repitiendo su triste sonrisa.

– ¡Oh! Tú no conoces al mundo, eres muy joven; estás soñando.

– Me he criado en una casa de vecindad y tengo ya catorce años.

– ¿Pretendes tener experiencia?

– ¡Oh! ¡sí! Yo sé que si quisiera podría vivir cómodamente, vestir hermosas telas, concurrir a los teatros y a los paseos. Sé, porque la señora Adela me lo ha dicho, que un hombre muy rico está enamorado de mí. Lo sé tanto, como que me he visto maltratada muchas veces porque me he negado… a ser feliz, como dice la señora Adela.

– ¡Oh! ¡Tan joven y ya conoces el mundo!

– ¿No he de conocerle si me he criado entre lodo?

– Pero tu lenguaje es escogido, Amparo: tus maneras riñen con tu posición, pareces una señorita disfrazada.

– Lo debo al padre Ambrosio; lo debo a los libros que leo.

– Y…¿qué libros te ha dado a leer ese religioso?

– Cuando supe leer y escribir, me puso en las manos la imitación de Cristo del padre Kempis.

Yo no había leído el tal libro; pero supuse que sería un libro de devoción como otros tantos.

– ¿Y qué más? añadí.

– La Biblia.

– ¡Habrás leído, pues, el Cantar de los cantares!

Amparo me miró profundamente y se ruborizó, lo que demostraba que había leído aquel libro, que tenía talento y que había comprendido la intención de mi pregunta.

– El Cantar de los cantares es un admirable libro simbólico, me dijo.

– ¿Y no has leído más?

– Sí; sí, señor, los sermonarios de Bossuet y de Fenelón.

– ¿Y nada profano?

– Sí; sí, señor, la historia universal de Anquetil, el Telémaco, el padre Mariana y las poesías de nuestros clásicos.

– ¿Y novelas?

– Ninguna… ¡ah! sí: las de doña María de Zayas, los ejemplares de Cervantes y el Quijote, esa admirable novela.

Y había una lisura tal en la expresión de Amparo al contestarme; tal falta, tal negación de pretensiones, que era necesario creer que no sólo tenía talento, sino también elevación de ideas: ¡y junto a esto tal conformidad, tal resignación con lo ingrato de su fortuna!

Yo, que me había interesado por ella por compasión, empecé a interesarme por afecto, y por un momento sentí que mi hastío por la vida desaparecía; comprendí que había encontrado algo a que podía consagrarme dignamente: a hacer el porvenir de aquella joven tan simpática, tan merecedora de amparo, yo era entonces impío y me dije: – Ya que la casualidad la ha procurado un buen hombre que la eduque, yo, que soy rico, haré lo demás: el sacerdote por una parte, y el calavera de buen corazón por otra, haremos de ella un prodigio.

Y dentro de mi corazón adopté a aquella niña.

Una adopción paternal, pura, desinteresada.

Había en Amparo algo que dilataba mi alma.

Ni yo podía pensar de otra manera: la corrupción de la mujer por medio del oro, me repugnaba: la rechazaban mi corazón y mi dignidad, y como jamás pensamos voluntariamente en lo que nos repugna, ni reparé que en Amparo existían los gérmenes de una gran hermosura, ni me incitó su pureza, ni miré en ella más que un ser débil digno de protección.

Por lo mismo, me apresuré a tranquilizarla respecto a mis intenciones.

La hablé con la elocuencia del sentimiento, con su forma poética, porque estaba seguro de ser comprendido por ella: con toda la espontaneidad de mi franqueza y de mi desinterés, y logré que Amparo se tranquilizase completamente.

– ¡Ah! me dijo con los ojos arrasados de lágrimas: ¡Dios se lo pague a usted!

Y Amparo me asió las manos, las estrechó contra su boca, y las cubrió de lágrimas.

Después salió.

Mustafá, que durante esta escena había estado echado sobre la alfombra, se levantó, me miró, movió lentamente la cola, y siguió a la niña.

Empecé a sentir una vaga, pero dulce ansiedad: Amparo había causado en mí una impresión profunda, me había hecho experimentar una sensación desconocida.

La recordaba (no podré deciros de qué modo) pero su recuerdo me dilataba el alma.

Era el amor de un padre satisfecho de su hija.

Dejé de pensar en la muerte.

Me detuve en el camino del suicidio.

Dejé de concurrir a los lupanares.

Arreglé mi vida.

Causé una dolorosa sorpresa en mis administradores, anunciándoles que iba a dedicarme al cuidado de mis intereses.

Hice todo esto bajo la influencia de este pensamiento: – He adoptado a un ser a quien debo procurar hacer feliz.

Amparo había hecho en mí una revolución: me había reconciliado con la vida.

En recompensa, yo varié de plan respecto a su porvenir: la práctica de un oficio mecánico me parecía indigna de ella.

Aspiraba en su nombre a más.

Algunos podrán creer esto exagerado; sí lo es, está en armonía con la exageración de mi carácter; yo siento de una manera poderosa, y para sentir me bastan pocas impresiones.

Amparo me había impresionado fuertemente.

No sabía donde vivía.

Un día encargué a Mauricio que la buscase.

Mauricio empleó cuantos medios se conocen para encontrar una persona de la cual se saben el nombre, las señas y la condición.

Gracias a lo bien montada que está la policía en España, Mauricio, que era uno de los mozos más listos que he conocido, no pudo dar con ella.

Preguntó a los traperos y le contestaron que no la conocían.

Fue al Ayuntamiento y sólo constaban allí el nombre y el número de Amparo como trapera.

Amparo empezó a hacérseme una dificultad: indudablemente a fin de mes, la señora Adela vendría en busca de su asignación; pero yo no quería esperar aquel plazo.

Habían pasado quince días desde mi aventura.

Era por la mañana y Mauricio entró alegre.

– Ya la tenemos, exclamó.

– ¿A quién?

– A la señorita Amparo.

– ¡Cómo! ¿sabes dónde vive?

– Está en la antesala.

– ¡Ah! exclamé saliendo de mi gabinete y atravesando la sala; entre usted, señora, entre usted.

Amparo entró.

Venía sencillamente vestida, un manto de sarga, un cordón de pelo al cuello con una pequeña cruz dorada, un pañuelo de seda sobre los hombros, una bata de percal, y un delantal negro; me pareció más alta y más bella: venía encendida, alegre, con un bulto bajo el manto; me saludó con una sonrisa sumamente afectuosa y entró en el gabinete, sobre una de cuyas mesas dejó el bulto que traía bajo el manto, y que produjo un sonido metálico.

– ¿Qué es eso? la dije.

– Esto es que Dios me favorece, me contestó: son tres mil reales que he ganado a la lotería.

– ¡Ah! exclamé adivinando su intención.

– Tres mil reales que traigo a usted.

– ¿Y para qué quiero yo eso?

– ¿Para qué? me contestó mirándome gravemente, para que se reintegre usted de los dos mil reales que dio a la señora Adela.

– ¡Ah! ¿eres orgullosa?

– No por cierto, ¡sino que habrá tantos otros desdichados!

Se me nubló el semblante, y Amparo se apresuró a decir:

La caridad debe ser discreta; la caridad indiscreta hace más daño que beneficio; yo ya tengo todo lo que podía desear; un cuartito alegre, una cama blanda, ropa blanca y dos vestidos de calle. Trabajo; trabajo con ardor, y dentro de poco seré oficiala. Emplee usted esos dos mil reales en amparar otra desdicha, y los mil restantes guárdelos usted para dárselos doce a doce duros a la señora Adela: hay para cuatro meses; dentro de cuatro meses ganaré una peseta, que era cuanto deseaba. Con que… no hablemos más. Ahí se queda eso. Tengo que comer y estar a las tres en el taller.

Y escapaba.

– Espera, la dije, ¿no quieres tener nada mío?

– ¡Oh? sí, sí… el recuerdo… y el agradecimiento. ¿No basta eso?

– Bien, me quedo con ese dinero, aunque sería mejor que los mil reales restantes se los entregases a la señora Adela.

– Los gastaría en aguardiente.

– Me rindo, pero con una condición.

– ¿Cuál?

– Ven mañana a almorzar conmigo.

Meditó durante un momento Amparo, y contestó:

– Vendré. Afortunadamente es domingo.

Y saludándome alegremente, escapó.

– ¡Ah! tiene usted suerte, me dijo Mauricio; es una prenda de rey.

Recuerdo que Mauricio, recordando un puntapié que le valió esta observación, habló en lo sucesivo con el más profundo respeto de la señorita Amparo.

Fuime a una joyería y gasté los tres mil reales que me había dado Amparo, en una bonita cruz de diamantes para ella.

La joya era de muy buen gusto, y debía parecer muy bien en el bonito cuello de la muchacha.

Además necesitaba dejar bien puesta mi vanidad.

Aquella inesperada devolución la había humillado.

Amparo me trataba por decirlo así, de potencia a potencia.

Yo no podía conservar aquel dinero.

Mi vanidad quedaba a cubierto, regalándola la cruz.

Sólo con este objeto la había convidado a almorzar conmigo.

El día siguiente a las once, Amparo estaba en mi gabinete, donde Mauricio había servido la mesa.

Mientras Amparo se quitaba el manto con una hechicera confianza, Mustafá, que sin disputa era mi amigo, sentado enfrente de mí, meneaba lentamente la lanuda cola y me miraba de hito en hito.

Yo contemplaba a Amparo con el mismo placer con que se contempla una cosa bella, fresca, pura, encontrada por acaso en el erial de la vida.

Era una niña, en toda la extensión de la frase, espigadita, esbelta, con bonitas manos, ojos hermosos, y una montaña de cabellos negros y brillantes, agrupados en trenzas: muy blanca, muy pálida y muy delgada.

Tenía la seducción de la pureza confiada en sí misma, que por nada se alarma, que nada teme: iba de acá para allá, y me lo revolvía todo.

– ¡Cómo se conoce que aquí no hay una mujer! decía: polvo por todas partes, ¡y un desorden!.. todo lo que hay aquí es bueno y bello; pero sería más bello, parecería mucho mejor, si estuviese colocado en su sitio. Y luego… ¡estas armas! ¿para qué son estas armas? ¿a quién tiene que matar un hombre honrado?

– Son objetos de arte, la dije.

– Traed: pues, a vuestro gabinete un cañón de a veinticuatro cincelado.

– ¡Ah! ¿no crees que sea necesario alguna vez?..

– ¡Nunca!

– ¿Ni aun por un asunto de honor?

– Me horrorizaría un hombre que por una cuestión de honor hubiera matado a un semejante suyo… ¿y estos libros?.. añadió pasando con la mayor facilidad de un objeto a otro. ¡Novelas!.. Creo que en lo peor en que puede ocupar un hombre su talento, es en escribir novelas.

– ¿Por qué?

– ¿No basta la vida real? ¿qué necesidad hay de exagerarla?

– La novela enseña.

– La novela vicia las costumbres.

– Eso lo dirá el padre Ambrosio.

– Sí por cierto; y basta para mí que el padre Ambrosio lo diga: es un ángel… ¡Ah! el padre Ambrosio sabe que vengo a almorzar con usted.

– ¿Y qué te ha dicho?

– Nada: absolutamente nada. ¿No sabía el padre Ambrosio que iba sola de noche a recoger trapos por las calles?

Este recurso a sí misma, esta manifestación de fuerza, me encantó.

– ¿Y son estas las novelas que usted lee? dijo con severidad Amparo, que había ojeado uno de mis libros. ¡Oh! esta novela en ninguna parte está mejor que en el fuego.

Y arrojó el libro a la chimenea.

Era un tomo del Baroncito de Faublas.

Sólo había tenido tiempo de leer algunas líneas Amparo, y se había puesto encendida como una guinda.

Así con las tenazas el libro, y le saqué de la chimenea donde olía mal, arrojándole a la jofaina.

Prometí a Amparo hacer un auto de fe con todos mis malos libros, y mediante esta promesa se restableció nuestra buena armonía.

En seguida nos pusimos a almorzar.

Yo había cuidado de que el almuerzo fuese muy sencillo y compuesto de alimentos acomodados a las costumbres de Amparo.

Era, en fin, un verdadero almuerzo español; con el indispensable chocolate.

Amparo comía con apetito y sin encogimiento.

Mustafá sentado junto a ella gruñía con impaciencia excitado por el olor de los manjares.

Puse un plato al leal compañero de Amparo, que me dio las gracias con una sonrisa, y acarició después con su pequeña mano la cabeza del perro que comía con ansia.

– ¡Ah! dijo hablando con él, esta es la primera vez que almorzamos bien, Mustafá.

– Pues así puedes almorzar, la dije, todos los días.

Pintose una expresión de reserva en el semblante de Amparo.

Comprendí que el mundo especial en que había vivido, ese mundo que se llama casa de vecindad, donde resaltan todas las miserias, todas las adyeciones, todas las ignorancias, la había hecho recelosa y desconfiada.

– Puedes almorzar así todos los días, la dije, si consientes en que se realice lo que he pensado respecto a ti.

Amparo me miró con una profunda y grave atención, y me preguntó:

– ¿Y qué ha pensado usted?

– He pensado, primero, en que la posición en que te encuentras es muy precaria.

– He nacido pobre, me contestó con altivez; mi porvenir es el trabajo; acaso con mucha aplicación y alguna suerte podré adelantar; tener dentro de algunos años un taller mío.

– ¿Y las enfermedades?

– ¡Buena manera de alentar a los pobres!

– Es que yo quiero asegurar tu suerte.

Amparo había dejado de comer, y noté que había perdido enteramente su tranquila confianza; que estaba preocupada, disgustada, pesarosa de haber ido a almorzar conmigo.

– Soy rico, muy rico; sobrino de un grande de España que no tiene hijos, ni los tendrá probablemente; heredaré sus rentas y su grandeza.

Nublose más el semblante de Amparo.

– No pienso casarme jamás, continué, y quiero que seas mi hija adoptiva.

Amparo me miró de una manera penetrante, como si hubiera querido asegurarse de hasta qué punto eran verdad mis palabras y la marcada conmoción con que las había pronunciado.

Sin duda mis ojos dejaban ver claro lo que mi alma sentía, porque la expresión de reserva y de duda desapareció del semblante de Amparo, sustituyéndola una dulce expresión de consuelo.

– ¡Ah! exclamó: ¡Quiere usted reemplazar a los padres que he perdido!

Y aunque procuró dominar su conmoción, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Yo gozaba, no sabré deciros qué placer; pero me sentía feliz y joven, y poderoso: me sentía engrandecido.

– Sí, la dije, mientras ella callaba, con la vista inclinada, las mejillas encendidas, sobresaltada: quiero que no vuelvas al taller.

– ¿Y qué he de hacer? me dijo. ¿Gravar a usted? ¿vivir en el ocio? No, no podría.

– Quiero que entres en un colegio.

– ¿Y para qué? No: eso no puede ser. Yo no acepto la adopción de usted.

– Ya te he dicho que estoy resuelto a no casarme jamás. Aunque soy joven, mi corazón está ya gastado; es muy viejo. Nada espera, nada desea.

– ¡Oh! ¡no me diga usted eso! ¡no quiero creerlo! ¡una vida así debe ser horrible!

– ¡Horrible, sí! ¡muy horrible! por lo mismo es necesario que un deber me ligue al mundo; a la vida: representa tú ese deber.

– Bien; me dijo, mirándome con una expresión que no pude comprender, acepto, seré su hija adoptiva de usted… pero en un convento.

– ¡En un convento! ¡monja tú!

– Sí; una vez monja, mi porvenir está asegurado.

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