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La araña negra, t. 9
La araña negra, t. 9

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La araña negra, t. 9

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Язык: es
Год издания: 2017
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El portero, que lo había visto a través de los cristales, salió apresuradamente y entregó la carta a Zarzoso, que permanecía sorprendido al pie de la escalera.

– Carta de España – dijo sonriendo intencionadamente el conserje, pues sabía la gran impaciencia que por más de dos meses había devorado al joven esperando una carta que nunca llegaba.

El asombro de Zarzoso fué en aumento cuando al mirar el sobre reconoció la letra fina y elegante de María.

Aquella carta, por tanto tiempo esperada y que llegaba cuando menos podía aguardarla el joven causábale cierto terror, y por esto la revolvía entre sus manos sin atreverse a abrirla.

¿Por qué había callado María mientras él fué un amante consecuente y puro? ¿Por qué le escribía ahora que se hallaba sumido en la mayor de las degradaciones?

Zarzoso no sabía contestar a ninguna de las preguntas que mentalmente se hacía, pero continuaba impresionado por aquella carta que no se atrevía a abrir, presintiendo tal vez que en su interior se encerrara algo que forzosamente había de serle fatal.

En aquella situación degradante a que le había arrastrado un amor impuro, la carta de María equivalía a un remordimiento que surgía ante su vista.

Subió la escalera lentamente mirando con fijeza estúpida la cerrada carta que tenía en sus manos, y al llegar al rellano del piso en que vivía y detenerse bajo un mechero de gas, no pudo contener un instintivo impulso y rasgó el sobre para enterarse inmediatamente del contenido.

A pocos pasos de allí, en su cuarto, le aguardaba Judith, la mujer aborrecida, a la que, sin embargo, estaba encadenado por la pasión carnal, y hubiese resultado un sacrilegio el ir a abrir la carta en presencia de aquel ser impúdico que aprovechaba todas las ocasiones para fisgarse de las mujeres honradas.

Sacó del abierto sobre un pliego de papel de cartas, dentro del cual se notaba la presencia de otro papel.

Zarzoso leyó apresuradamente las pocas líneas que contenía, y tuvo que volver a releerlas varias veces para darse cuenta exacta de su contenido, pues la sorpresa parecía haberle arrojado en un estado de imbecilidad.

La carta decía así:

“Le devuelvo este recuerdo de un amor que ha muerto, segura de que si usted conserva su antigua dignidad, la vista de ese papel le producirá eterno remordimiento. No me creía merecedora de que usted olvidase sus antiguos juramentos uniéndose a esa mujer perdida con quien vive.

“En el primer momento me hizo mucho daño el saber su degradación; pero hoy, afortunadamente, estoy ya curada de tales impresiones. Todo ha concluído entre nosotros. Cuando usted lea esta carta, tal vez seré ya la esposa de otro.”

Aquí terminaba lo escrito en el pliego. No había firma al pie ni signo de clase alguna; pero Zarzoso no dudaba, pues conocía bien aquella letra fina, y que en algunas palabras aparecía temblorosa y exageradamente rasgueada, como obra de una mano agitada por la indignación o por el dolor.

Zarzoso, temblando y como asustado al ver que su situación era conocida por María, y que todo el edificio de su antigua dicha caía estrepitosamente al suelo, se apresuró a sacar del interior del pliego aquel papel oculto que sentía al tacto y que era una finísima hoja arrugada y amarillenta, en la que también había algo escrito.

Zarzoso, conmovido, con la vista turbia por la emoción, fué leyendo con lentitud:

A mi Juan: En prueba del eterno amor que…

El joven no quiso leer más. Con terror reconoció que aquel papel era el mismo que le había dado María, envolviendo un bucle de su cabellera, y cuya desaparición había notado dos semanas antes al examinar la cajita que guardaba sus recuerdos de amor.

Por si podía ocurrirle aún alguna duda, encontró todavía pegados al papel, dos o tres cabellos sutiles como la seda, que habían quedado allí adheridos al retirar los restantes.

Aquella sorpresa dejó absorto y como aplastado al joven médico. Unicamente tenía presencia de ánimo para hacerse mentalmente una pregunta: ¡Gran Dios! ¿Cómo podía haber llegado aquel objeto a manos de María? ¿Quién se había encargado de robarle tal recuerdo de amor?

No había acabado de leer aquella inscripción trazada por la mano de María, pues sabía de memoria su contenido; pero le llamó la atención algunas palabras que vió de repente, escritas más abajo con una letra irregular, caprichosa y de contorno dentellado, que también le era conocida.

Aquellas pocas palabras eran un alarde de cínico impudor, un comentario sucio y canallesco sobre la procedencia de los cabellos que envolvía el papel, y más abajo, con un descoco repugnante, figuraba la firma de Judith suscribiendo tan villano insulto.

Zarzoso miró aquello fijamente, como si no se atreviera a dar crédito a una revelación tan repentina que ponía en claro la misteriosa desaparición de su recuerdo de amor; pero, de repente, como si despertara de un sueño, exhaló un sordo rugido, y ciego e impetuoso como una bomba, se arrojó en el pasadizo, abriendo con una furiosa patada la entornada puerta de su cuarto.

Judith, que estaba leyendo a la luz del quinqué el último número del Diario Alegre, levantó sorprendida la cabeza ante aquella entrada tempestuosa de su amante, el cual, poniéndole el papel delator ante los ojos, rugió, mezclando en su furia palabras españolas con las francesas:

– ¡Ah, grandísima zorra!, ¡miserable ladrona! ¿Conoces esto? – y le metía el papel por los ojos, mientras levantaba la diestra amenazante.

Judith estaba asustada ante la cólera de aquel a quien ella tenía por un tímido gozquecillo; pero en un arranque de su fiero carácter, intentó la resistencia, y saltando de su silla, agarró el látigo de cuero que estaba sobre la repisa de la chimenea y púsose bravamente a la defensiva, insultando con su insolente mirada al indignado joven. Esta actitud de Judith acabó de exaltar al enfurecido Zarzoso. Así la quería ver para desahogar su rabia. Era villano pegar a una mujer débil e indefensa; pero con un marimacho así, que tenía músculos de acero y que se había mezclado en todas las peleas estudiantiles, bien podía medirse un hombre como con uno de su sexo.

Al avanzar sobre ella, recibió un latigazo en el cuello que acabó de cegarle, y, embistiendo a la amazona, le arrancó la fusta de la mano, la tiró a un rincón y de la primera bofetada la hizo caer de rodillas.

Fué aquella una escena violenta, repugnante y breve. Nadie oía el ruido de aquella lucha, pues como era la hora de comer, los cuartos inmediatos estaban vacíos.

Zarzoso pegaba sin consideración a aquella mujer que tenía bajo sus rodillas, y sus puños, ciegos e inflexibles, martilleaban el hermoso rostro y las blancas desnudeces que habían quedado al descubierto, amoratándolas a cada golpe. En su furor acompañaba los puñetazos con injurias e insultos, y su boca parecía la abierta y negra garganta de un retrete rebosando la inmundicia del lenguaje.

Judith, que había recibido los primeros golpes con protestas y chillidos, callaba ahora y ofrecía con tranquila pasividad su bello cuerpo a los furores de aquel energúmeno, y, mirando amorosamente a Zarzoso, agitábase con voluptuosidad a cada uno de sus golpes.

Aquella loca, en su depravación, gustaba de que sus amantes la vapuleasen, y ésta era la causa principal de que estuviera tan enamorada del modelo italiano a quien obedecía.

Cansóse antes Zarzoso de pegar que ella de recibir los golpes, y cuando el joven se incorporó sudoroso y jadeante, ella, sin levantarse del suelo, sonriendo insolentemente como de costumbre, y echándose atrás su cabellera de leona, exclamó:

– Y bien: ¿ya estás satisfecho? Podías pegarme un rato más. A mí me ha gustado siempre que los hombres me zurrasen, pues esto es una prueba de amor. Antes no te quería; te miraba como un ser insignificante y ridículo; pero ahora empiezo a tenerte cariño en vista de que son fuertes tus puños.

Zarzoso pareció no oír estas cínicas declaraciones, y señalando el delator papel que estaba sobre la mesa, le dijo con entonación de juez que interroga:

– ¿Por qué has hecho eso? ¡Habla pronto o te mato!

Judith contestó con una alegre carcajada.

– Mira, voy a serte franca, ya que ha llegado la hora de decírtelo todo. Yo soy una buena muchacha, tengo un gran corazón, y me gusta hacer favores cuando se trata del reposo y de la felicidad de las familias.

Zarzoso creyó que Judith se burlaba otra vez de él y estuvo a punto de emprenderla a golpes, pero ella explicó sus palabras haciendo una revelación importantísima.

Antes de que conociera a Zarzoso, cuando ella acababa de llegar a París, reciente su rompimiento con aquel dibujante que la llevó hasta Londres, la rogaron que prestase el gran favor de enamorar a Zarzoso diciéndola que éste estaba encaprichado con una chiquilla de Madrid, una cualquiera, sin fortuna y sin nombre, que no convenía a la familia del joven, por lo que era preciso impedir su casamiento haciéndole contraer una nueva pasión.

Judith intentó resistirse, encontrando que el papel que iba a desempeñar no era muy agradable; pero la persona que la encomendaba el servicio tenía gran poder sobre ella, disponía de muy contundentes medios para convencerla, y al fin aceptó, marchando la noche siguiente al encuentro de Zarzoso para hacerse su querida, empleando todos los medios de seducción.

– Lo que pasó después – añadió Judith – lo sabes tú perfectamente.

– ¿Pero quién fué el hombre que te indujo a tomar parte en tan repugnante intriga?

La joven intentó resistirse a contestar; pero cuando Zarzoso nombró al modelo italiano, ella, turbada por las amenazas de muerte, contestó con un signo afirmativo.

– Ya le ajustaré yo las cuentas a ese bandido napolitano. Pero ¿qué interés puede tener ese hombre, que no me conoce, en labrar mi perdición?

– Eso es lo que yo me he preguntado muchas veces, sin poder darme una contestación definitiva. El no te conoce, es verdad, y por esto mismo no he podido nunca comprender por qué trabajaba contra tí.

La modelo quedó silenciosa por algunos instantes, y después añadió con tono sentencioso:

– Mira, querido; tú por algún oculto motivo debes serles odioso a los curas de tu país.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque Luigi es protegido desde la niñez por los padres jesuítas, a quienes servía ya cuando estaba en Nápoles. Ellos fueron los que le salvaron cuando le iban buscando por dos o tres puñaladas que dió allá, y los que le trajeron a París poniéndole en camino para que fuese un buen modelo. Es el perro de los jesuítas; hace cuanto le dicen, y si le mandan morder, muerde. En este asunto deben tener mucha participación los protectores de Luigi: esto es lo que yo he creído siempre.

Zarzoso hizo un gesto que indicaba su inmensa sorpresa y quedó pensativo, mientras que Judith seguía hablando, deseosa de sincerarse ante aquel muchacho, al que había cobrado cariño desde que apreció la fuerza de sus puños.

Al faltar Zarzoso a la primera cita que le dió Judith recomendáronla a ésta que fuese a encontrarle, y cuando hacía ya con él vida marital, le ordenaron que buscara, entre los efectos de su nuevo amante, una cajita en que guardaba todos los recuerdos de su antiguo amor. Judith debía de robar uno de éstos, que, según le decía Luigi, era para enviarlo a Madrid con el propósito de que la novia de Zarzoso se convenciera de que éste ya no la amaba y romper de este modo completamente unas relaciones que estorbaban a la familia.

La rubia, al revolver aquella caja de recuerdos, escogió el papel con el rizo que contenía, y por indicación del mismo modelo italiano, puso allí la primera grosería que se le ocurrió para desesperar a la desconocida muchacha de Madrid.

– Ahí tienes cuanto ha ocurrido, vida mía – decía la rubia fijando una mirada amorosa en el indignado Zarzoso – . He sido ligera, lo sé; he obrado como siempre, con aturdimiento; pero al fin y al cabo lo hacía por tu bien, creyendo librarte de un matrimonio que no te convenía, y espero que me perdonarás. Además, te quiero mucho, te amo desde que me he convencido de que eres todo un hombre.

Y ya levantada del suelo, avanzaba con los brazos abiertos hacia Zarzoso para darle un estrecho abrazo.

El joven la rechazó con un violento empujón que la hizo chocar las espaldas contra la pared, y señalando la puerta, dijo con acento imperioso:

– ¡Márchate en seguida, perra inmunda! Me has hecho mucho daño, y si no te vas pronto, tal vez me acometa el furor y sea capaz de convertirme en asesino.

Y diciendo esto, contemplaba con torva mirada un cajón de su mesa de escribir, en el que tenía una gran navaja jerezana, comprada en París, más por españolismo que porque necesitase de ella.

Aquella mirada dejó fría a Judith y le produjo mayor terror que los golpes de antes. Como la mayoría de las mujeres de su clase, tenía un miedo casi supersticioso a las armas blancas y siempre lanzaba exclamaciones de terror cuando a Zarzoso, al revolver sus papeles, se le ocurría abrir la navaja.

La posibilidad de que el joven sacase del cajón la terrible arma la impresionó de tal modo, que, pálida, silenciosa y con actitud sumisa púsose su sombrero y su abrigo, y llamó a Nemo, perro discreto y bien educado que había presenciado filosóficamente desde un rincón la anterior paliza, como acostumbrado a que a su ama le hiciesen tal clase de caricias.

Cuando Judith, siempre bajo la amenazante minada de Zarzoso, hubo acabado de arreglarse y salió del cuarto, se detuvo en el pasillo, pensando que una mujer como ella no podía retirarse así, sumisa y atemorizada como una cualquiera. Llamó en su auxilio a su bravía altivez, hizo asomar a sus labios la sonrisa cínica que la caracterizaba y con voz irónica, que parecía el silbido de una víbora, dijo, inclinando el cuerpo como dispuesta a huir:

– Mira, niño; si no me despacharas yo te hubiera dado pelo igual al que tenías de esa muchacha. ¡Pobre chica, ir a darse un tijeretazo tan lejos de la cabeza! Lo que yo he escrito en ese papel, es la pura verdad.

Aun quiso Judith desahogar su despecho con mayores indecencias, pero el latigazo que aquella perdida descargaba sobre la honra de María enfureció nuevamente a Zarzoso, el cual se abalanzó al pasillo con propósito de estrangular a la infame; pero cuando llegó allí, ya la rubia, seguida de su perro, bajaba apresuradamente la escalera del hotel.

En el portal tropezó violentamente con un hombre que entraba sacudiéndose la lluvia.

Era Agramunt, que acababa de dejar en la calle del Sena al desconsolado criado de don Esteban y que volvía al hotel a despojarse de su traje negro de ceremonia antes de ir al restaurante.

Fijóse en Judith, que pasó lanzándole iracundas miradas. En su rostro desordenado y marcado por las huellas de los golpes, adivinó que había pasado algo grave entre los dos amantes, y vió cómo la rubia, andando con paso inseguro y sin hacer caso de la lluvia, se hundía en la húmeda oscuridad de la plaza, cuyos reverberos alumbraban inciertamente a causa de las ráfagas del huracán.

Agramunt, alarmado por aquel encuentro, subió rápidamente al segundo piso.

Al entrar en el cuarto de Zarzoso, vió algunas sillas volcadas, una cortina rota y una porción de desperfectos que indicaban una reciente lucha. Zarzoso estaba doblado al borde de la cama con la cabeza entre las manos.

– ¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? – gritó asustado el buen muchacho.

Zarzoso levantó su cabeza, en la que se retrataba el más terrible asombro, y se abalanzó a su amigo, exclamando con voz conmovida, por penoso estertor:

– ¡Ay, Pepe! ¡Pepe mío! Soy muy desgraciado.

Y como el niño enfermo que cree huir del dolor arrojándose en brazos de su madre, Juanito Zarzoso dejó caer su cabeza sobre el hombro de Agramunt, y después de agitarse su pecho con un supremo estertor, rompió a llorar copiosamente.

DECIMA PARTE

EL CASAMIENTO DE MARIA

PARTE PRIMERA

I

Sospechas

Hacía más de un mes que María Quirós se mostraba triste y preocupada por alguna oculta idea que en vano intentaba descubrir su tía, doña Fernanda.

La baronesa, por más esfuerzos de imaginación que hacía, no lograba adivinar la causa de aquella continua preocupación. Ella, siguiendo los consejos del padre Tomás, se desvivía por hacer agradable la vida de su sobrina, y a pesar de que comenzaba a cansarla aquel renacimiento de su existencia elegante, no perdonaba fiesta alguna y asistía con María a todos los bailes de la alta sociedad y a los estrenos en los principales teatros.

Su sobrina se dejaba arrastrar a todas las fiestas, demostrando que eran impotentes tales diversiones para devolverle la perdida alegría, y doña Fernanda, con no poca sorpresa, vió varias veces en sus ojos la señal de haber llorado cuando se encerraba en su cuarto.

Esta conducta era incomprensible para doña Fernanda, tanto más, cuanto que habituada de antiguo al espionaje y registro, por más pesquisas que hizo en el cuarto de María cuando ésta se hallaba ausente, no pudo encontrar nada que pusiera en claro aquel misterio.

María era más hábil que su madre para ocultar sus cartas de amor.

La negativa con que la joven contestaba a todas las preguntas de su tía, excitaba la curiosidad de ésta y la hacía acariciar las más absurdas ideas.

Hubo un momento en que llegó a creer que María estaba tan triste porque se hallaba enamorada de Ordóñez, aquel joven simpático que ahora las visitaba tan asiduamente; pero esta suposición se desvaneció en vista de que su sobrina acogía con el mayor despego todas las galanterías que la dirigía el elegante.

La baronesa, viendo que la persona de confianza de María era la viuda de López, intentó sondear a ésta; pero doña Esperanza, con una sencillez ingenua y seráfica, le manifestó que nada sabía; entonces doña Fernanda acudió al padre Tomás, varón tan santo como amable, que ahora era uno de los más asiduos concurrentes a su tertulia.

El poderoso jesuíta manifestó que tampoco sabía nada, pero en gracia siempre a aquel interés noble y generoso que le había inspirado en todas ocasiones la familia Baselga, y que la baronesa no sabía cómo agradecerle, prometió sondear hábilmente el ánimo de María y enterarse de aquel oculto pesar que venía afligiéndola.

Se equivocaba la baronesa al buscar en torno de ella la causa del anormal estado en que se hallaba su sobrina. Dicha causa no estaba en Madrid, sino lejos, mucho más lejos; en aquel París que guardaba al hombre amado y que permanecía silencioso sin enviar nunca la carta esperada.

Todo lo que Zarzoso allá, en la plaza del Pantheón, sufría por entonces a causa del silencio de su amada, lo sufría María al ver que ninguna de sus apasionadas cartas merecía contestación.

Aquel infame aislamiento en las comunicaciones entre los dos amantes, ideado por el diabólico padre Tomás, se había realizado hacía ya más de un mes.

El mismo día en que se decidió el jesuíta a poner en práctica su plan, en vista de la aprobación que había dado a éste la superioridad de Roma, fué a buscarle en su despacho la intrigante viuda de López, llevando una carta que acababa de recibir de Zarzoso para entregarla a María.

Doña Esperanza no se había atrevido a abrirla; pero como la llamaba la atención lo voluminoso de su contenido, se apresuró a presentarla al padre Tomás para que éste ordenase lo que debía hacerse con ella y salir de tal modo de su indecisión.

El jesuíta, sin mostrar el menor escrúpulo, rompió el sobre y comenzó la leer los ocho pliegos de que se componía la carta; pero antes de llegar al segundo, en su cara de mármol se retrató una sorpresa inmensa, y no pudo menos de exclamar:

– ¡Diablo! Buena la hubiéramos hecho si usted llega a entregar esta carta a María. Con ser tan grande París se han encontrado allí y trabado relaciones de amistad los dos hombres que más fatalmente pueden influir en el porvenir de María. Ese Zarzoso se ha hecho amigo de Esteban Alvarez, aquel bandido republicano y ateo que tantos pesares dió a la señora baronesa y que en su juventud tuvo amoríos con Enriqueta Baselga. Ese mediquillo, lisa y llanamente le cuenta a su novia cuanto sabe sobre su nacimiento, y además le asegura que su padre es el tal Alvarez. ¡Buena complicación nos hubiese traído el que María leyese esta carta, teniendo tanta fe como tiene en las palabras de su novio! ¡Al fuego estos papeles!; y desde hoy, doña Esperanza, sépalo usted: el servicio de correos queda interceptado entre los dos novios.

La viuda de López obedeció ciegamente y fué rasgando cuantas cartas recibía de París y las que María la entregaba para ponerlas en el correo.

La situación de la joven, en vista de este silencio, era aún más insostenible y penosa que la de Zarzoso. Este al menos podía lamentarse sin temor a ser espiado; podía desahogar su pena, lo mismo en su cuarto que paseando por las calles de la gran ciudad; pero María había de fingir continuamente una serenidad que no tenía y ahogar en lo más hondo de su pecho la zozobra que la dominaba y que la hacía concebir las más violentas sospechas.

Siempre que tenía ocasión en su casa para hablar a doña Esperanza sin testigos, la llevaba a un rincón, preguntándola con ansiedad:

– ¿No ha llegado nada?

– Nada – contestaba imperturbable la viuda.

– Le he escrito quejándome de ese silencio incomprensible. ¿Ha tirado usted misma la carta al correo?

– Sí, hija mía. Yo misma, pues no me gusta encargar estas comisiones a personas extrañas.

– Pues entonces, indudablemente, dentro de pocos días tendré la contestación. Es muy extraño lo que sucede. Antes me escribía puntualmente, sin que sus contestaciones se retrasasen un solo día.

– ¡Ay, hija mía! – contestaba doña Esperanza con sonrisa escéptica como persona muy conocedora de las debilidades del mundo – . Acuérdate del refrán: “cántaro nuevo, hace el agua fresca.” Todos los hombres son iguales; al principio aman hasta ser empalagosos, y después olvidan con una facilidad que asombra. ¡Dios sabe en lo que pensará ahora ese señor Zarzoso!

Y la viuda iba excitando hábilmente las sospechas en la joven, que parecía aturdida por aquel silencio inexplicable.

María, deseosa de justificar en su pensamiento al hombre que tanto amaba, imaginábase que Zarzoso se hallaba enfermo de alguna gravedad; pero inmediatamente apresurábase la maléfica viuda a desvanecer esta idea, que equivalía a una esperanza, asegurando que Juanito gozaba de buena salud y escribía regularmente a su tío, el doctor Zarzoso, lo que en el fondo era verdad.

¡Infeliz María! Cada una de las insinuaciones de aquella intrigante jamona, producíale una nueva decepción o un aumento en su tristeza, y sin embargo, si hubiese podido registrar los bolsillos a aquella confidenta que tenía toda su confianza, tal vez hubiese encontrado en ellos alguna de las cartas de Zarzoso, esperadas con tanto anhelo, y que la viuda le ocultaba.

Llegó un momento en que la joven no quiso escribir más, en vista de que sus cartas eran acogidas siempre con el mismo desesperante silencio, y comenzó a apuntar en ella aquel exagerado amor propio, que era la nota más saliente de su carácter, y que doña Esperanza procuraba excitar.

– Haces bien, hija mía – decía la intrigante viuda – , en no escribir más a ese ingrato, indigno de ti. Eso sería rebajarte, y tú, por tu nacimiento, por tu hermosura y por tu riqueza, estás para que los hombres se arrastren a tus pies, solicitando una palabra de benevolencia, y no para humillarte a un mediquillo olvidadizo, a un chisgarabís sin importancia, que tal vez a estas horas se divierte bailando el cancán con esas perdidas de París, que se llaman cocottes. No creas que esto es una exageración; yo soy ya vieja, he visto mucho, y sé de lo que son capaces estos jóvenes de ahora, que como no tienen religión, viven al día, y con tal de divertirse pisotean los más sagrados e íntimos sentimientos.

La joven, cuando de este modo excitaban su amor propio, sabía resistirse al infortunio y olvidar por algunas horas el injustificado silencio de su novio; pero no tardaba en sobrevenir la reacción, el antiguo apasionamiento volvía a aparecer, y María experimentaba aún con mayor fuerza el pesar producido por aquel silencio de Zarzoso, cuyo verdadero significado estaba muy lejos de adivinar.

Nunca se le ocurrió el tener la menor duda sobre la fidelidad de doña Esperanza, pues ésta sabía interesarse por su dolor y fingir una indignación sin límites al hablar de lo que ella llamaba la ingratitud de Zarzoso.

En una de estas crisis de apasionamiento amoroso, en que reaparecía intensamente el dolor causado por el olvido en que la tenía su novio, fué cuando María abordó resueltamente a doña Esperanza, exponiéndola un deseo que hasta entonces no se había atrevido a manifestarla.

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