
Полная версия
La araña negra, t. 6
Cuando se hablara a alguien, las manos debían permanecer en una santa inacción; los ojos inclinados, los labios ni juntos ni muy abiertos, y evitar, ante todo, los fruncimientos de cejas y las contracciones de la frente, pues esto delata ocultos pensamientos y el rostro del jesuíta debe ser una máscara de piedra que no deje pasar al exterior la más leve idea. Una santa sencillez, una seráfica imbecilidad, deben encubrir siempre el tropel de ideas que se agita en el cráneo de todos los individuos que la Compañía arroja en la sociedad para que sean instrumentos de sus planes.
La Compañía no quería ser servida por hombres, sino por autómatas, y por esto unificaba los rostros, como unificaba las conciencias.
– Nuestro santo padre San Ignacio – decía el maestro de novicios – ya lo ordenó así porque quería la igualdad en todo; lo mismo en el exterior que en la manera de pensar.
Ricardo, dócil a todos los mandatos, siguió fielmente estos consejos, y tanto en su exterior como en su modo de pensar, resultó el más notable de todos los educandos.
Transcurrieron los dos años de noviciado sin que nada turbase la santa calma en que vivía Ricardo.
La baronesa de Carrillo, comprendiendo sin duda que a los santos les gusta vivir alejados por completo del mundo, se había limitado a escribirle algunas cartas en los primeros meses del noviciado, y como el joven no contestó a ellas, guardó en adelante la piadosa doña Fernanda el más absoluto silencio.
La única noticia que recibió el joven de su familia diósela el maestro de novicios, quien, con expresión indiferente y con gran laconismo, le manifestó que su hermana Enriqueta se había casado con un tal Quirós y que tenía una hija llamada María.
El joven acogió aquella noticia con mayor frialdad aún que la que había mostrado el jesuíta al darla.
Ricardo no tenía familia; su hermana era para él un ser casi fantástico, cuyo recuerdo no llegaba a turbar su memoria. En adelante él no reconocía otra familia que la Compañía, y sus hermanos legítimos eran los que vestían la sotana de la Orden.
A estar el joven menos obsesionado en aquella época por sus preocupaciones de fanático, hubiese comprendido el fondo de gazmoña inmoralidad que encierra la educación jesuítica.
En sus momentos de descanso, en ciertos días que el espectáculo sonriente de la Naturaleza le arrancaba un tanto de sus exageradas prácticas de devoción, Ricardo conversaba con otro joven novicio, pobre de espíritu y corto de inteligencia, por el que sentía gran simpatía.
Una tarde paseábanse los dos, acompañados de otro novicio, por ordenar las reglas de la Compañía que fuesen siempre los jesuítas en grupos de tres, y Ricardo, al escuchar una expresión ingenua de su sencillo compañero, le estrechó la mano con expresión de simpatía protectora. El tercer novicio permaneció impasible.
Aquella misma noche Ricardo fué llamado por el director del colegio y el maestro de novicios.
Su acompañante, cumpliendo los hábitos que se recomendaban a todos los educandos, había delatado aquella inocente expansión de Ricardo.
Los dos padres, con expresión ceñuda, preguntaron al joven si era cierto el hecho denunciado. Ricardo contestó afirmativamente.
– ¿Y qué pensabas al estrechar la mano de tu compañero? – preguntó el maestro con una expresión que no comprendió el joven.
– Pensaba en que era un muchacho humilde y sencillo y quería manifestarle mi eterna amistad.
– ¿Y no pensabas nada más?
– Nada más.
– Al sentir el contacto de su mano, ¿no te asaltó algún deseo?
Ricardo levantó sus ojos para mirar con extrañeza a su maestro.
– ¡Deseo!.. ¿De qué?
Dijo el novicio estas palabras con tal ingenuidad, que el director y el maestro se miraron para darse a entender su convicción de la inocencia de Ricardo.
Aun le hicieron los dos padres algunas otras preguntas menos discretas, en las cuales el novicio columbró cuál era su pensamiento y a qué punto se dirigían sus sospechas.
Ricardo ruborizóse ante tan absurdas suposiciones, y su pureza, herida por tan monstruosas sospechas, tardó mucho tiempo en tranquilizarse.
Aquella tendencia a suponer en el hecho más insignificante, en la más leve expansión, aficiones a la brutalidad, hizo conocer a Ricardo monstruosidades de la pasión que él no había llegado a imaginarse.
A pesar de que su inocencia resultaba patente, los dos padres fueron inexorables con aquella “falta” que reputaban como grave, y al día siguiente, a la hora de la comida, Ricardo hubo de arrodillarse en el centro del refectorio y en alta voz pedir perdón a sus compañeros por haberlos escandalizado estrechando la mano de uno de ellos, contra lo preceptuado en las reglas de la Orden.
Esta humillación, que dolió mucho al joven, a pesar de toda su santidad, no le extrañaba ya, algunos años después, cuando era jesuíta profeso.
Por motivos igualmente insignificantes, vió a jesuítas ancianos tratados como niños y obligados a arrodillarse en público y a confesar sus faltas en alta voz.
La Compañía, para matar la altivez propia del hombre, y extremar la obediencia pasiva del autómata, no repara en castigos y humillaciones.
Cuando Ricardo ingresó verdaderamente en la Compañía y estudió sus reglas, comprendió la severidad de los dos padres y el escándalo producido por un simple apretón de manos.
El deseo de conservar incólume el voto de castidad ha llevado al jesuitismo, como a todas las comunidades religiosas, a las más extrañas y repugnantes prescripciones.
La amistad íntima entre dos religiosos considérase como “micitia male olentem” (amistad mal oliente), y santos venerados en los altares han dicho a sus compañeros de religión: “Huid del trato con los jóvenes y rechazad su amistad como la amistad del diablo.”
El padre Claudio Acuaviva, uno de los generales más célebres del jesuitismo, ordenó en las reglas de la Compañía que ningún jesuíta pudiese permanecer a solas con un joven, y a tal punto llegaba en sus suposiciones de perversión, que hasta prohibió a los individuos de la Orden que tocasen a los perros y a los gatos.
El joven jesuíta, cuando leyó todas estas disposiciones de uno de los más grandes hombres de la Orden, acogiólas como el resultado de una austeridad que combatía al vicio hasta en sus más extrañas formas, y no se le ocurrió maldecir el voto de castidad, que hacía necesarias tan repugnantes leyes para evitar los extravíos brutales de una pasión humana y legítima que, aprisionada por la devoción, se desborda bajo las más asquerosas formas.
VI
La entrada en la Orden
Terminado el noviciado, Ricardo Baselga fué llamado a Madrid para prestar sus primeros votos y entrar de lleno en la Compañía.
No tenía aún la edad a que se acostumbraba admitir a los otros novicios, pero la poderosa protección del padre Claudio era suficiente para que el joven fuese recibido en la categoría de hermano coadjutor.
Al padre Claudio, y a los intereses de la Orden en general, convenía que el joven fuese a vivir en la casa-residencia de Madrid.
Era un espectáculo edificante y conmovedor, que impresionaba mucho a la aristocracia afecta a la Compañía, ver al heredero de una de las más ricas y nobles casas vistiendo la raída sotana del jesuíta, viviendo en la mayor pobreza y mostrando en su exterior una humildad resignada y dulce.
Aquel novicio noble y en camino de ser santo aumentaba el prestigio de la Orden y honraba mucho a todos sus compañeros.
La aparición de Ricardo Baselga en Madrid resultó un acontecimiento para la aristocracia devota.
La baronesa de Carrillo fué felicitada por todas sus amigas, y la residencia de los jesuítas vióse visitada por las damas más encopetadas de las cofradías, que acudían a contemplar con el interés que inspira un ente raro a aquel aristócrata próximo a ser santo, quien, por su parte, las recibía huraño y sordamente irritado, al ver interrumpida su vida devota por la pública curiosidad.
Llegó por fin el momento de prestar los votos y Ricardo se dispuso a ello poseído de la más grande emoción.
Su primer voto fué el de castidad, y verdaderamente el joven no tenía conciencia de lo que prometía y a lo que se obligaba. Había vivido alejado del mundo; la única mujer de la cual habíase hallado cerca era su hermana Enriqueta, y nunca se había sentido envuelto en el ambiente voluptuoso que rodea a toda joven hermosa, ni sentido el loco estremecimiento de la carne.
Aquel juramento era una vana fórmula. Se prometían en él sacrificios cuya importancia se ignoraba, y era indudable que el voto peligraría apenas aquel organismo, virgen de todo estremecimiento amoroso, se conmoviera sintiendo los brutales pinchazos de la pasión. La primera mujer que las circunstancias de la vida arrojasen al paso del futuro santo podía dar al traste con su voto de castidad.
El segundo voto fué el de pobreza, y de seguro que a no tener el ánimo perturbado por una educación inspirada en el fanatismo, Ricardo hubiese sonreído al prestar dicho juramento.
¿Dónde estaba la pobreza dentro de la Orden? ¿Dónde las privaciones que aquélla impone? El jesuíta es pobre, nada propio posee; pero la Compañía es inmensamente rica, y tan perfecta es su organización, que ninguno de sus individuos deja de gozar las más envidiables comodidades. El voto de pobreza reducíase a no tener ahorradas algunas monedas en el bolsillo, pero en cambio tampoco había que preocuparse de las necesidades de la vida, pues la administración jesuítica todo lo preparaba y lo tenía previsto. Bastaba ser obediente y sumiso a las órdenes de los superiores, que éstos ya se encargaban de proporcionar todo lo necesario.
Nada importaba no tener dinero propio, pues esto aun ahorraba preocupaciones y disgustos. Cuando sintiera hambre, encontraría siempre una mesa cubierta de las viandas más suculentas y de las frutas más exóticas; en todos los puntos del globo hallaría un techo propio bajo el cual guarecerse, y si sus superiores le ordenaban un viaje, no le faltarían los medios para hacerlo con la mayor comodidad, pues nunca se encuentra a un padre jesuíta en un vagón de tercera clase.
El tercer voto fué de obediencia, y Ricardo lo prestó aun con mayor entusiasmo que los otros dos.
Ser soldado fiel de la Iglesia y del Papado le entusiasmaba, y su misma excitación no le dejaba pensar en la falsedad del voto. Aquella obediencia no era eterna, pues la Compañía le podía expulsar de su seno cuando lo creyese conveniente, o él salir de ella, si tenía razones graves en que fundarse.
El voto resultaba innecesario tanto más cuanto que ya se sabía que dentro de la Orden había que obedecer forzosamente; pero a pesar de esto, Ricardo hizo su juramento sin que decayera su entusiasmo.
Terminada aquella especie de iniciación, Ricardo se sintió otro hombre.
Ya era jesuíta, ya pertenecía a aquella santa Compañía que se le había aparecido siempre como una asociación de bienaventurados, que tenía en su poder las llaves del cielo.
Siguiendo lo dispuesto en las Constituciones de la Orden, Ricardo, después de sus dos años de noviciado pasados en prácticas devotas, había de dedicarse otros dos años a estudios literarios para descansar un tanto el ánimo perturbado por el ascetismo y poner la ilustración como contrapeso a una exagerada piedad.
El joven Baselga dedicóse al estudio de la retórica con el entusiasmo que manifestaba por todo aquello que le ordenaban sus superiores, y experimentó gran placer con la lectura de los clásicos, cuyas obras resultaban para él tesoros de desconocida hermosura.
La revolución del 22 de junio le sorprendió en Madrid, y encerrado en la casa de la Orden, estuvo escuchando el horroroso estruendo de aquella lucha, sin que él, en su ignorancia de las cosas del mundo, supiera explicarse el por qué de tan general matanza.
Al día siguiente supo que su cuñado Quirós, al que apenas conocía, pero a quien respetaba mucho por las brillantes defensas que hacía de la religión, había sido muerto de un balazo a la puerta de su casa, y que su hermana Enriqueta estaba tan impresionada por el susto, que se temía perdiese la razón.
Ricardo, a pesar de su frialdad de santo, experimentó cierto trastorno moral al saber el estado de su hermana, y por primera vez se preocupó de su familia, mostrando espontáneos deseos de verla.
Acompañado del padre Claudio fué a su casa, y faltándole aquella fuerza de voluntad que le hacía mirar con indiferencia las miserias de la vida, se impresionó ante el espectáculo que ofrecía la infeliz Enriqueta, demacrada, casi ciega, tendida en el lecho, encerrada en el más desesperante mutismo y tarda en reconocer las personas que la rodeaban.
Doña Fernanda tenía un firme convencimiento de que aquello era el castigo que Dios imponía a su hermana por haberse enamorado de un “pillete republicano” y haber huido con él de la casa paterna, y creía también que Enriqueta cayó en tal estado de imbecilidad así que vió el cadáver de Quirós tendido en el arroyo.
Ignoraba la devota aragonesa que la verdadera causa de encontrar a su hermana, en aquel día fatal, inerte en el balcón y con una herida en la cabeza, producida al desmayarse, consistía en que Enriqueta había visto huir de la cercana barricada al “bandido descamisado” (como decía doña Fernanda), y caer después en poder de una patrulla que iba a fusilarlo.
El joven jesuíta, con el corazón oprimido y haciendo esfuerzos por no llorar, contempló a su infeliz hermana.
En aquella triste ocasión vió por primera vez a su sobrina María, a la que no se atrevió a tomar en sus brazos por temor a faltar a su voto de castidad.
Aquellas mejillas cubiertas por las tintas rosadas de la niñez, aquellos ojos de inocente y cándida fijeza, daban miedo al fanático, que apartó prontamente sus ojos del rostro que le sonreía con infantil gracia.
Aquella visita fué lo único que turbó la vida religiosa del joven. En adelante siguió como siempre sujeto a las reglas de la Orden, no permitiéndose otro recreo que el concedido por sus superiores, y paseando siempre en unión de otros dos compañeros que le espiaban y a los que él espiaba, so pena de faltar a la santa doctrina de la Compañía.
Algún tiempo después de tal visita, que fué la última que hizo a su hermana, Ricardo tuvo una importante conferencia con el padre Claudio.
Salía el joven jesuíta de la clase de retórica y se dirigía a su cuarto para esperar, estudiando, la hora de refectorio, cuando un hermano lego le anunció que el padre Claudio, que acababa de entrar en la santa casa, le estaba esperando en su despacho.
Era muy raro que el poderoso jesuíta, en aquellas horas de la mañana, visitase la casa residencia, a no tener que resolver en ella algún negocio importante.
Ricardo sabía algo de las costumbres del superior, y no dejaba de causarle extrañeza aquel llamamiento. El padre Claudio hacía por la tarde todas sus visitas de inspección a la casa jesuítica, pues pasaba la mañana en la casa donde de antiguo tenía un archivo y un despacho, entregado al estudio de los importantes negocios de la Orden.
La rareza de aquella visita no podía menos de excitar su curiosidad; pero Ricardo, recordando que el principal deber de un jesuíta es obedecer las órdenes de sus superiores sin pararse a comentarlas, cumplió inmediatamente el mandato y se dirigió a la habitación que servía de despacho al padre Claudio, cuando éste se hallaba en la casa de la Compañía.
VII
El golpe anhelado
Era una pieza no muy grande y de humilde decorado, donde esperaba el padre Claudio.
El piso, de rojos y lustrosos ladrillos; las sillas de enea pintadas de verde; las paredes enjalbegadas con pintura plomiza; varios cromos baratos representando a Jesús y varios apóstoles, colgaban de los muros; frente a la puerta de entrada, un gran armario de roble, rematado por una cruz y cuyas hojas entreabiertas dejaban ver tres estantes cargados de carpetas verdes, abultadas y con rótulos; y tras la mesa de pino, cubierta de papeles, y el modesto sillón que ocupaba el padre Claudio, su balcón con blancas cortinas de muselina que se balanceaban acariciadas por la brisa que las lejanas montañas enviaban sobre Madrid, abrasado por el hábito del verano.
El padre Claudio estaba muy desfigurado. Eran ya inútiles todos los revoques y afeites de dama que usaba algunos años antes para ocultar su edad. Sus cabellos estaban blancos, el ceñidor había tenido que ceder ante la creciente hinchazón del abdomen, dejándole en completa libertad; los labios se habían hundido, a pesar de la dentadura postiza, y la nariz, cada vez más roja y picuda, sostenía unas grandes gafas de oro tras las cuales relucían con mortecino resplandor, aquellos ojos que tanto habían conmovido a las aristocráticas beatas.
La manía de perfumarse con exceso era lo único que le restaba de sus buenos tiempos a aquel “dandy” de sotana.
Se inclinó reverentemente al entrar el joven Ricardo, besó humildemente la mano de su superior y a una indicación de éste, se sentó junto a la mesa frente al poderoso padre Claudio.
Este honor conmovía al joven, a pesar de todo su desprecio a las distinciones terrenales.
El reverendo padre le dirigió una de sus más dulces sonrisas, y con vez lenta y melodiosa comenzó a hablarle.
– Hijo mío: ha llegado el momento de que tratemos de un negocio importantísimo para mí, por lo mismo que te quiero tanto, y más aún para ti, pues te va en ello la salvación del alma.
El joven fanático, al oir estas últimas palabras, palideció e hizo un ademán de terror como si viera abrirse a sus pies la boca del infierno.
– No temas; aún hay remedio para tu mal; y el que se halle en peligro tu alma no significa que la tengas perdida para siempre. Se trata sencillamente de cumplir los votos que has hecho a Dios.
Ricardo hizo un gesto de extrañeza.
– Reverendo padre – dijo – , no he faltado nunca a ellos ni pienso faltar jamás.
– Recuerda bien tu situación actual y tal vez encuentres que está en contradicción con lo que prometiste a Dios solemnemente.
El joven jesuíta reflexionó profundamente y dijo por fin con acento de convicción:
– Mi conciencia está tranquila; no creo haber faltado a mis votos, reverendo padre.
– Te engañas, infeliz; tan preocupado estás con las cosas divinas, que olvidas las humanas y no tienes conciencia de tu situación.
Ricardo, a pesar del respeto casi supersticioso que le inspiraba su superior, estaba impaciente, como el que se ve calumniado y ansía justificarse; así es que se apresuró a contestar:
– Reverendo padre: gracias al apoyo divino no he faltado a ninguno de mis votos. Prometí ser casto y lo soy, rogando a la Virgen que me libre de las tentaciones del demonio; hice voto de obediencia y ni con el pensamiento he faltado a mis superiores, ni desobedecido mentalmente la más pequeña de sus órdenes; hice voto de pobreza y…
– ¡Alto, hijo mío! Ahí está el peligro para tu alma pues faltas, aunque sin saberlo, a tal voto.
Ricardo mostró aún mayor extrañeza, y dijo con sencillez:
– Reverendo padre; soy pobre. Renuncié al mundo y a sus pompas; sólo tengo lo que la Orden como madre amorosa quiera darme, y el día que mis hermanos de la Compañía me negasen un pedazo de pan, tendría que ir pidiéndolo como limosna de puerta en puerta.
– ¡Ah, infeliz! ¡Cuan alejado vives del mundo! ¡Cómo olvidas lo que en él fuiste! Tú eres todavía inmensamente rico, y mientras seas poseedor de tan grande fortuna, faltas al voto de pobreza.
Vivía, efectivamente, tan alejado del mundo aquel joven fanático, que, como ya dijimos, había olvidado a su familia y con ella la colosal fortuna que poseía.
Costóle algún trabajo convencerse de que era rico, y cuando, recordando lo que había oído en su niñez a la baronesa, adquirió la certidumbre de que legalmente era dueño de algo más que aquella raída sotana que cubría su cuerpo, limitóse a decir, afectando una completa indiferencia:
– Ser individuo de la Compañía de Jesús era toda mi ambición y al entrar en ella ya renuncié mentalmente a todo cuanto en el mundo pecador me correspondiera. Pobre quiero ser y esa fortuna la renuncio. ¡Por piedad; no me habléis más de esas riquezas, reverendo padre!
El padre Claudio sonreía viendo el empeño que mostraba el joven en desprenderse de una fortuna, cuya cifra podía causar honda emoción a muchos mortales.
– No tan aprisa, querido hijo; alabo ese santo desprendimiento, ese deseo de arrojar lejos de ti la pesada carga de las riquezas que inducen siempre al pecado, pero hay que proceder con cierto orden en esta clase de sacrificios para que resulten fructuosos y no se aproveche de ellos el diablo.
– Haré lo que me mande vuestra paternidad.
– Ante todo es preciso que te diga que hemos procedido con cierta ligereza al permitirte que hicieses voto de pobreza. La ley civil te obliga a conservar tus riquezas hasta los veinticinco años, en que entrarás en la mayor edad y podrás hacer lo que gustes de tus bienes, y entre tanto faltas a tus votos, pues prometiendo a Dios ser pobre has de ser forzosamente rico durante algunos años. Créeme, que a haber pensado antes en esto, no hubiese accedido a que hicieses tus votos. Esto ha sido un engaño que hemos hecho a Dios, involuntariamente, pero que no por esto pesa menos sobre mi conciencia.
Y el redomado jesuíta fingía una consternación que apesadumbraba al joven fanático.
Aquello de que por su culpa y por un interés demasiado tierno que él inspiraba a su superior, éste tenía sobre su conciencia nada menos que la culpa de haber engañado a Dios, horrorizaba al joven, que acogía tales trapacerías como verdades indiscutibles.
A Ricardito le faltaba poco para romper a llorar.
– ¡Oh, reverendo padre! Busquemos el medio de remediar todo esto. Yo pediré a Dios que me perdone por esta riqueza que las leyes sociales me obligan a poseer. Yo viviré, como hasta hoy, en la mayor pobreza, sin acordarme de que tengo una gran fortuna en el mundo y el Señor perdonará esta falta involuntaria.
– No, hijo mío; no basta eso. Dios quiere que cuando uno abandona las pompas mundanas y hace voto de pobreza, entregue inmediatamente todas sus riquezas a los necesitados y tú no puedes remediar a tus semejantes por ahora con tal obra de caridad.
Ricardo estaba consternado ante el tono de desesperación con que el padre Claudio decía estas palabras.
– ¿Qué hacer, padre mío? ¿Qué hacer?
El ladino jesuíta fingía meditar profundamente, y por fin dijo con expresión victoriosa:
– Sólo encuentro un medio de que tu voto de pobreza siga siendo válido y de que Dios no se enoje en vista de tu tardanza en dar las riquezas a los pobres. Comprométete solemnemente a que al día siguiente de haber cumplido la mayoría de edad te despojarás de tu fortuna. Esto es lo que hacen todos los que pretenden ser verdaderos individuos de la Compañía de Jesús.
– Hágase así, reverendo padre. Dispuesto estoy a obedecer. ¿En qué forma he de comprometerme a ceder mis bienes?
– Firmarás un documento renunciando a tu fortuna.
– ¿A favor de los pobres?
– No; esa renuncia sería muy vaga y se prestaría a malas interpretaciones. Ya sabemos que el objeto de la cesión es hacer bien a los infortunados y que a poder de ellos han de ir todas tus riquezas; pero éstas se han de renunciar a favor de alguien, o más bien dicho, se ha de marcar quién es la persona a quien tú entregas tu fortuna.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.