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La maja desnuda
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La maja desnuda

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Язык: es
Год издания: 2017
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Algunas veces Josefina presentábase de improviso en el estudio de su marido, charlando con él mientras pintaba, alabando los lienzos que eran de asunto bonito. Prefería en estas visitas encontrarle solo, pintando de fantasía, sin otra ayuda que unas ropas puestas sobre un maniquí. Sentía cierta repugnancia por los modelos, y en vano intentaba Renovales convencerla de su necesidad. Él tenía talento para pintar cosas hermosas sin apelar al auxilio de aquellos tíos ordinarios, y sobre todo, de las mujeres, unas hembras mal peinadas, de ojos de brasa y dientes de loba, que le parecían temibles en la soledad y el silencio del estudio. Renovales reía. ¡Qué disparate! ¡Celosilla! ¡Como si él, con la paleta en la mano, fuese capaz de otros pensamientos que los de su arte!..

Una tarde Josefina, al entrar de pronto en el estudio, vio sobre la tarima del modelo una mujer desnuda, tendida en unas pieles, mostrando las redondeces de su torso, de un color amarillento. La esposa apretó los labios y fingió no verla, oyendo con aire distraído á Renovales, que explicaba esta innovación. Estaba pintando una bacanal y le era imposible pasar adelante sin modelo. Era una necesidad: la carne no podía hacerse de memoria. La modelo, tranquila ante el pintor, sintióse avergonzada de su desnudez en presencia de aquella dama elegante, y luego de arrebujarse en las pieles, se ocultó tras un biombo, vistiéndose con apresuramiento.

Renovales se serenó al volver á su casa, viendo que su mujer le recibía con la efusión de siempre, como si hubiera olvidado su disgusto de la tarde. Rió oyendo al famoso Cotoner; fueron después de la comida á un teatro, y al llegar la hora de dormir, el pintor ya no se acordaba de la sorpresa en el estudio. Comenzaba á dormirse cuando le alarmó un suspiro doloroso, prolongado, como si alguien se asfixiase junto á él.

Al dar luz vió á Josefina con los puños en los ojos, derramando lágrimas, agitado su pecho por estremecimientos de angustia, moviendo los pies con una rabieta de niña, que apelotonaba las ropas de la cama echando abajo el rico edredón.

– ¡No quiero! ¡No quiero! – gemía con acento de protesta.

El pintor había saltado de la cama, lleno de inquietud, yendo de un lado á otro sin saber qué hacer, intentando apartar sus manos de sus ojos, cediendo, á pesar de su fuerza, á los movimientos de Josefina para desasirse.

– ¿Pero qué tienes? ¿Qué es lo que no quieres?.. ¿Qué te pasa?

Y ella seguía gimoteando, revolviéndose en el lecho, agitando sus pies con furia nerviosa.

– ¡Déjame! No te quiero… No me toques… No lo consiento, no señor; no lo consiento. Me iré… me iré con mi madre.

Renovales, asustado por esta furia de la mujercita siempre dulce, no sabía qué hacer para calmarla. Corría en camisa por el dormitorio y la inmediata pieza del tocador, mostrando sus músculos de atleta: la ofrecía agua, llegando, en su aturdimiento, á echar mano de los frascos de esencias, como si pudieran servirle de calmantes, y acabó por arrodillarse, intentando besar las manecitas crispadas que le rechazaban, enredándose en su barba y su cabellera.

– Déjame… Te digo que me dejes. Veo que no me quieres. Me iré…

El pintor sintió asombro y miedo por esta nerviosidad de su muñequita adorada: no se atrevía á tocarla por el temor á hacerla daño… ¡Apenas saliese el sol abandonaría aquella casa para siempre! Su marido no la quería; ella no tenía otro cariño que el de mamá. El pintor la ponía en ridículo… Y todas estas quejas incoherentes, sin explicar el motivo de su enfado, se prolongaron mucho tiempo, hasta que el artista columbró la causa. ¿Era la modelo… la mujer desnuda? Sí, esto era; ella no consentía en un estudio, que era como su casa, que se mostrasen las mujerzuelas impúdicamente á los ojos de su marido. Y al protestar contra tales abominaciones, sus dedos crispados rasgaban el pecho de la camisa, enseñando los ocultos encantos que tanto entusiasmaban á Renovales.

El pintor, fatigado por esta escena, enervado por los gritos y lloros de su esposa, no pudo resistir su risa al conocer el motivo del disgusto.

– ¡Ah! ¿Conque todo es por la modelo?.. Descansa, hija: no entrará ninguna mujer en el estudio.

Y prometió cuanto quiso Josefina, para acabar pronto. Al caer de nuevo en la obscuridad, todavía suspiró ella; pero ahora lo hacía entre los fuertes brazos del marido, con la cabeza apoyada en su pecho, hablando con un ceceo de niña afligida que justifica su pasada rabieta. Nada le costaba á Mariano darla ese gusto. Ella le quería mucho, ¡mucho! y aun le querría más si respetaba sus preocupaciones. Podía llamarla burguesa, alma vulgar; pero así quería ser, como había sido siempre. Además, ¿qué necesidad tenía de pintar hembras desnudas? ¿No sabía hacer otras cosas? Le aconsejaba que pintase niños, con pellico y abarcas, tocando la gaita, rizados y mofletudos como el niño Jesús; viejas campesinas de rostro arrugado y cobrizo; ancianos calvos, de luenga barba; figuras de carácter; pero nada de mujeres jóvenes, ¿eh?; nada de bellezas desnudas. Renovales decía que si á todo, apretando aquel cuerpo adorable, todavía estremecido y vibrante por la pasada furia. Los dos se buscaban con cierta ansiedad, ganosos de olvidar lo ocurrido, y la noche acabó dulcemente para Renovales, en las efusiones de la reconciliación.

Al llegar el verano alquilaron en Castel-Gandolfo un villino. Cotoner había marchado á Tívoli á la cola del cortejo de un cardenal, y el matrimonio vivió en el campo, sin otra compañía que la de un par de domésticas y un criado que cuidaba de los trebejos artísticos del señor.

Josefina vivió contenta en este aislamiento, lejos de Roma, hablando con su marido á todas horas, libre de aquella inquietud que la acometía cuando él trabajaba en su estudio. Durante un mes permaneció Renovales en plácida vagancia. Parecía olvidado de su arte: las cajas de colores, los caballetes, todo el bagaje artístico traído de Roma, estaba empaquetado y olvidado en un cobertizo del jardín. Emprendía por las tardes largos paseos con Josefina, volviendo al cerrar la noche lentamente hacia su casa cogidos del talle, contemplando la faja de oro mortecino del crepúsculo, animando el silencio de la campiña con el canturreo de alguna de las romanzas apasionadas y dulzonas que llegaban de Nápoles. Al verse solos, en la intimidad de una vida sin ocupaciones ni amistades, renacía el entusiasmo amoroso de los primeros días de su casamiento. Pero el «demonio de la pintura» no tardó en batir sobre él sus alas invisibles, de las que parecía desprenderse un irresistible encantamiento. Se aburría en las horas de fuerte sol; bostezaba en su silla de junco, fumando pipa tras pipa, sin saber de qué hablar. Josefina, por su parte, combatía el tedio leyendo alguna de las novelas inglesas, de abrumadora moralidad y costumbres aristocráticas, á las que había tomado gran afición en sus tiempos de colegiala.

Renovales volvió á trabajar. Su criado sacó á luz los trastos artísticos, y el pintor cogió la paleta con un entusiasmo de principiante. Pintaba para él con un fervor religioso, como si pretendiera purificarse de aquel año de vil sumisión á los encargos de un mercader.

Estudió directamente la Naturaleza; pintó rincones adorables del paisaje, cabezas tostadas y antipáticas que respiraban la brutalidad egoísta del campesino. Pero esta labor artística no parecía satisfacerle. Su vida de mayor intimidad con Josefina excitaba en él misteriosos anhelos, que apenas se atrevía á formular. Por las mañanas, cuando su mujer, fresca y sonrosada por una ablución general, mostrábase ante él casi desnuda, la contemplaba con ojos ávidos.

– ¡Ay! ¡Si tú quisieras!.. ¡Si no tuvieses esas manías!..

Y sus exclamaciones la hacían sonreir, halagada su vanidad femenil por esta adoración. Renovales se lamentaba de que su talento de artista tuviera que ir en busca de cosas bellas, cuando la obra suprema y definitiva estaba junto á él. La hablaba de Rubens, el maestro gran señor, que rodeaba á Elena Froment de un lujo de princesa, y de ésta, que no sentía reparo en despojar de velos su fresca belleza mitológica para servir de modelo al marido. Renovales elogiaba á la dama flamenca. Los artistas formaban una familia aparte; la moral y los prejuicios vulgares eran para los otros. Ellos vivían acogidos al fuero de la Belleza, teniendo por natural lo que las gentes miraban como pecado…

Josefina protestaba con una indignación cómica de los deseos de su marido, pero se dejaba admirar. Cada vez eran mayores sus abandonos. Por las mañanas, al levantarse, permanecía más tiempo desnuda, prolongando las operaciones de su aseo, mientras el artista rondaba en torno de ella elogiando las diversas bellezas de su cuerpo. «Esto es Rubens puro; esto es el color del Ticiano… Á ver, nena, levanta los brazos… así. ¡Ay; eres la maja, la majita de Goya!..» Y ella se prestaba á sus manejos con graciosos mohines, como si paladease el gesto de adoración y contrariedad que ponía su esposo al poseerla como hembra y no poseerla como modelo.

Una tarde de viento abrasador que esparcía en su soplo la asfixia de la campiña romana, Josefina cedió. Estaban en su habitación con las vidrieras cerradas, buscando en la clausura y la ligereza de las ropas un remedio al terrible siroco. No quería ver á su marido con aquella cara triste ni escuchar sus lamentaciones. Ya que estaba loco y se había aferrado á aquel capricho, no osaba contrariarle. Podía pintarla, pero sólo un estudio; nada de cuadro. Cuando se cansase de reproducir su carne sobre el lienzo, rompería éste… y como si nada hubiese hecho.

El pintor dijo á todo que si, deseando verse cuanto antes, pincel en mano, ante la codiciada desnudez. Tres días trabajó con una fiebre loca, los ojos desmesuradamente abiertos, cual si pretendiera devorar con su retina aquellas formas armoniosas. Josefina, acostumbrada ya á su desnudez, permanecía tendida, olvidando su situación, con ese impudor femenil que sólo siente vacilaciones al dar el primer paso. Agobiada por el calor, dormíase mientras su marido seguía pintando.

Cuando la obra estuvo terminada, Josefina no pudo menos de admirarla. «¡Qué talento tienes! ¿Pero realmente soy yo así… tan bonita?» Mariano mostrábase satisfecho. Era su mejor obra, la definitiva. Tal vez en toda su existencia no hallaría otro momento como este, de prodigiosa intensidad mental, lo que llamaban vulgarmente inspiración. Ella seguía admirándose en el lienzo, lo mismo que ciertas mañanas se contemplaba en el gran espejo de su dormitorio. Ensalzaba con tranquila inmodestia las diversas partes de su hermosura, fijándose especialmente en el vientre recogido, de curva suave, en las audaces y duras puntas de sus pechos, orgullosa de estos blasones de la juventud. Deslumbrada por la belleza de su cuerpo, no se fijaba en la cara, que parecía sin valor, perdida en suaves veladuras. Cuando sus ojos se posaron en ella, mostró cierta decepción.

– ¡Se me parece muy poco! ¡No es mi cara!..

El artista sonreía. No era ella; había procurado desfigurar su rostro; su rostro nada más. Era una máscara, una concesión á las conveniencias sociales. Así nadie la reconocería, y su obra, su grande obra, podría salir á luz reclamando la admiración del mundo.

– Porque esto no vamos á romperlo – continuó Renovales con cierto temblor en la voz. – Sería un crimen. En mi vida volveré á hacer nada igual. No lo romperemos, ¿verdad, nena?

La nena permaneció silenciosa un buen rato, con la vista fija en el cuadro. Los ávidos ojos de Renovales vieron poco á poco subir una nube por su rostro, como se remonta una sombra en un muro blanco. El pintor creyó que le faltaba el suelo bajo los pies; se aproximaba la tempestad. Josefina palidecía: dos lágrimas resbalaban suavemente junto á su naricita, dilatada por la opresión del pecho; otras dos ocupaban el lugar de aquéllas, para caer también, y después otras y otras.

– ¡No quiero!.. ¡No quiero!

Era la misma voz ronca, nerviosa, despótica, que le había espeluznado de inquietud y miedo la noche de su primer disgusto en Roma. La mujercita miraba con odio aquel cuerpo desnudo que irradiaba su luz de nácar desde el fondo del lienzo. Parecía sentir el espanto de la sonámbula, que despierta de repente en medio de una plaza rodeada de mil ojos curiosos y ávidos de su desnudez, y en su terror no sabe qué hacer ni por dónde huir. ¿Cómo había podido prestarse ella á tal escándalo?

– No quiero – gritaba iracunda. – Rómpelo, Mariano; rómpelo.

Pero Mariano también parecía próximo á llorar. ¡Romperlo! ¿Quién podía exigirle tal disparate? Aquella figura no era ella; nadie la reconocería. ¿Por qué privarle de un triunfo estruendoso?.. Pero su mujer no le escuchó. Se revolcaba en el suelo con las mismas contorsiones y gemidos de aquella noche tormentosa; crispaba sus manos hasta contraerlas en forma de gancho; agitaba sus pies con el temblor de una oveja moribunda, y su boca, torcida por doloroso mohín, seguía gritando entre ronquidos:

– No quiero… no quiero. Rómpelo.

Se quejaba de su suerte con una furia que hería á Renovales. ¡Ella, una señorita, sometida á este envilecimiento, como si fuese una mujerzuela nocturna! ¡Si lo hubiese sabido!.. ¡Cómo iba á figurarse que su esposo la propondría cosas tan abominables!..

Renovales, ofendido por estos insultos, por los latigazos que descargaba aquella voz aguda y silbante sobre su talento de artista, abandonaba á su mujer, la dejaba rodar por el suelo y con los puños cerrados iba de un extremo á otro de la habitación, mirando al techo, mascullando todos los juramentos, tanto españoles como italianos, que eran de uso corriente en su estudio.

De pronto quedó inmóvil, clavado en el suelo por el espanto y la sorpresa. Josefina, desnuda aún, había saltado sobre el cuadro con una agilidad de gata rabiosa. Del primer golpe de sus uñas rayó de arriba á abajo el lienzo, mezclando los colores todavía tiernos, arrancando la cascarilla de las partes secas. Después cogió el cuchillete de la caja de colores y raaás… el lienzo exhaló un larguísimo quejido, se partió bajo el impulso de aquel brazo blanco, que parecía azulear con el espeluznamiento de la cólera.

Él no se movió. Tuvo un momento de indignación, quiso avanzar sobre ella, pero cayó en infantil anonadamiento, deseando llorar, refugiarse en un rincón, esconder su cabeza débil y quejumbrosa. Ella, ciega por la cólera, seguía ensañándose en el cuadro, enredando los pies en la madera del bastidor, arrancando tiras del lienzo, yendo de un lado á otro con su presa como una bestia furiosa. El artista había apoyado la frente en la pared, agitado su pecho atlético por cobardes gemidos. Al dolor paternal por la obra perdida, uníase la amargura de la decepción. Por primera vez adivinaba lo que iba á ser de su existencia. ¡Qué error el suyo al casarse con aquella señorita que admiraba su arte como una carrera, como un medio de ganar dinero, y pretendía moldearle á él en las preocupaciones y escrúpulos del mundo en que había nacido! La amaba á pesar de esto, y estaba seguro de que ella no le quería menos; pero ¡ay! tal vez hubiera sido mejor permanecer solo, libre para su arte, y en el caso de serle necesaria una compañera, buscar una Maritornes hermosa, con todo el esplendor y la humildad intelectual de la bella bestia, que admirase y obedeciese ciegamente al maestro.

Transcurrieron tres días, sin que el pintor y su mujer se hablasen apenas. Mirábanse á hurtadillas, anonadados y vencidos por la tormenta doméstica. Pero la soledad en que vivían, la necesidad de permanecer juntos, les hizo buscarse. Ella fué la primera que habló, como si la infundiesen miedo la tristeza y el desaliento de aquel gigantón que iba por los rincones enfurruñado como un enfermo. Le envolvió en sus brazos, besó su frente, hizo mil gestos graciosos para arrancarle una débil sonrisa. ¿Quién le quería á él? Su Josefina. Su maja… desnuda. Pero lo de desnuda había acabado para siempre. Jamás debía acordarse de estas proposiciones repugnantes. Un pintor decente no piensa en tales cosas. ¿Qué dirían sus numerosos amigos? En el mundo existían muchas cosas bonitas que pintar. Á vivir los dos queriéndose mucho, sin que él la diese disgustos con sus manías inconvenientes. Lo del desnudo era una afición vergonzosa de sus tiempos de bohemio.

Y Renovales, vencido por los mimos de su mujer, hizo las paces, se esforzó por olvidar su obra y sonrió con la resignación del esclavo que ama la cadena porque le asegura la paz y la vida.

Al llegar el otoño volvieron á Roma. Renovales reanudó los trabajos para su contratista, pero éste, á los pocos meses, parecía descontento. No era que el signor Mariano decayese, eso no; pero sus corresponsales se quejaban de cierta monotonía en los sujetos de sus obras. El mercader le aconsejaba que viajase; podía vivir una temporada en la Umbría, pintando campesinos en paisajes ascéticos y viejas iglesias. Podía, y esto era lo mejor, trasladarse á Venecia. ¡Qué grandes cosas haría el signor Mariano en aquellos canales! Y así nació en el artista el propósito de abandonar Roma.

Josefina no opuso resistencia. Aquella vida de recepciones á diario, en las innumerables embajadas y legaciones, comenzaba á aburrirla. Desvanecido el encanto de la primera impresión, Josefina notó que las grandes señoras la trataban con una condescendencia penosa, como si hubiese descendido de su rango al unirse con un artista. Además, la gente joven de las embajadas, los agregados de diversas razas, rubios unos, morenos otros, que buscaban consuelo á su celibato sin salir del mundo de la diplomacia, tenían con ella atrevimientos lamentables al dar las vueltas de un vals ó seguir la figura de un cotillón, como si la considerasen conquista fácil viéndola casada con un artista que no podía lucir en los salones un mal uniforme. La hacían en inglés ó en alemán cínicas declaraciones, y ella tenía que contenerse, sonriendo y mordiéndose los labios, á corta distancia de Renovales, que no entendía una palabra y se mostraba satisfecho de las atenciones de que era objeto su mujer por parte de una juventud elegante, cuyas maneras él intentaba copiar.

El viaje quedó resuelto. ¡Á Venecia! El amigo Cotoner se despidió de ellos: sentía abandonarles, pero su puesto estaba en Roma. Justamente el Papa andaba malucho en aquellos días, y el pintor, con la esperanza de la muerte pontifical, preparaba lienzos de todos tamaños, esforzándose por adivinar quién sería el sucesor.

Al remontarse en sus recuerdos, Renovales pensaba siempre con dulce nostalgia en su vida veneciana. Fué el periodo mejor de su existencia. La ciudad encantadora de las lagunas, envuelta en una luz de oro, temblona con el cabrilleo de las aguas, le subyugó desde el primer momento, haciéndole olvidar su amor apasionado á la forma humana. Se calmó durante algún tiempo su entusiasmo por el desnudo. Adoró los viejos palacios, los canales solitarios, la laguna de aguas verdes é inmóviles, el alma de un pasado majestuoso, que parecía respirar en la solemne vetustez de la ciudad muerta y eternamente sonriente.

Vivieron en el palacio Foscarini, un caserón de paredes rojas y ventanales de blanca piedra, que daba á una callejuela acuática inmediata al Gran Canal. Era una antigua mansión de mercaderes, navegantes y conquistadores de las islas de Oriente, que en ciertas épocas habían ostentado en su cabeza el cuerno dorado de los Dogas. El espíritu moderno, utilitario é irreverente, había convertido el palacio en casa de vecindad, partiendo los dorados salones con feos tabiques; estableciendo cocinas en las arcadas afiligranadas del patio señorial; llenando de ropas puestas á secar las galerías de mármol, al que daban los siglos la transparencia ambarina del viejo marfil y reemplazando con baldosines los desgarrones del rico mosaico.

Renovales y su mujer ocupaban la habitación más inmediata al Gran Canal. Por las mañanas, Josefina veía desde un mirador la rápida y silenciosa llegada de la góndola de su marido. El gondolero, habituado al servicio de los artistas, llamaba á gritos al signor pittore, y Renovales bajaba con su caja de acuarela, partiendo inmediatamente la embarcación por los tortuosos y estrechos canales, moviendo á un lado y otro el peine plateado de su proa, como sí husmease el camino. ¡Las mañanas de plácido silencio, en las dormidas aguas de una callejuela, entre dos altos palacios de audaces aleros, que conservaban la superficie del canalillo en perpetua sombra!.. El gondolero dormitaba tendido en uno de los encorvados extremos de su embarcación, y Renovales, sentado junto á la negra litera, pintaba sus acuarelas venecianas, un nuevo género que su empresario de Roma acogía con grandes extremos de entusiasmo. Su ligereza de pincel le hacía producir estas obras con la misma facilidad que si fuesen copias mecánicas. En el dédalo acuático de Venecia tenía un apartado canal, al que llamaba «su finca», por el dinero que le producía. Había pintado un sinnúmero de veces sus aguas muertas y silenciosas, que en todo el día no sufrían otro roce ondulatorio que el de su góndola; dos viejos palacios con las persianas rotas, las puertas cubiertas de la costra de los años, las escalinatas roídas por el verdor de la humedad y en el fondo un pequeño arco de luz, un puente de mármol y por debajo de él la vida, el movimiento, el sol de un canal ancho y transitado. La ignorada callejuela resucitaba todas las semanas bajo el pincel de Renovales; podía pintarla con los ojos cerrados, y la iniciativa mercantil del judío de Roma la esparcía por todo el mundo.

La tarde la pasaba Mariano con su mujer. Unas veces iban en góndola hasta los paseos del Lido, y sentados en la playa de fina arena, contemplaban el oleaje colérico del Adriático libre, que extendía hasta el horizonte sus saltadoras espumas, como un rebaño de níveos vellones avanzando en el ímpetu del pánico.

Otras tardes paseaban por la plaza de San Marcos, bajo las arcadas de sus tres hileras de palacios, viendo brillar en el fondo, á los últimos rayos del sol, el oro pálido de la basílica, en cuyas paredes y cúpulas parecían haberse cristalizado todas las riquezas de la antigua República.

Renovales, cogido del brazo de su mujer, marchaba con cierta calma, como si lo majestuoso del lugar le impusiera un estiramiento señorial. El augusto silencio no se turbaba con esa batahola que ensordece á las grandes capitales. Ni el rodar de un coche, ni el trote de un caballo, ni gritos de vendedores. La plaza, con su pavimento de mármol blanco, era un inmenso salón por donde circulaban los transeuntes como en una visita. Los músicos de Venecia agrupábanse en el centro, con sus bicornios rematados por negros y ondulantes plumeros. Los rugidos del wagneriano metal, galopando en la loca cabalgada de las Walkyrias, hacían estremecer las columnatas de mármol y parecían dar vida á los cuatro caballos dorados que en la cornisa de San Marcos se encabritaban sobre el vacío con mudo relincho.

Las palomas venecianas, de obscuro plumaje, esparcíanse en juguetonas espirales, levemente asustadas por la música, para posar su lluvia de alas sobre las mesas de un café. Remontábanse luego hasta ennegrecer los aleros de los palacios y caían á continuación como un manto de metálicos reflejos sobre las bandas de inglesas, de velos verdes y redondos sombreros, que las llamaban ofreciéndolas trigo.

Josefina, con anhelos de niña, separábase de su marido para comprar un cucurucho de grano, y derramándolo sobre sus enguantadas manecitas, se dejaba rodear por los pupilos de San Marcos. Posábanse aleteantes, como cimeras fantásticas, sobre las flores de su sombrero; saltaban á sus hombros, alineándose en los tendidos brazos; agarrábanse desesperados á sus breves caderas, intentando seguir el contorno del talle, y otros más audaces, como si estuvieran poseídos de humana malicia, arañaban su pecho, tendían el pico, pugnando por acariciar, al través del velo, su fresca boca entreabierta. Ella reía, estremecida por el cosquilleo de la animada nube que rozaba su cuerpo. El marido la contemplaba riendo también, y con la seguridad de no ser entendido más que por ella, le gritaba en español:

– ¡Pero qué hermosa estás!.. ¡Te pintaría! ¡Si no fuese por la gente, te daba un beso!..

Venecia fué el escenario de sus mejores tiempos. Ella vivía tranquila mientras su esposo trabajaba, tomando por modelos los rincones de la ciudad. Le veía ausentarse sin que ningún pensamiento penoso turbara su plácida calma. Esto era pintura, y no los encierros de Roma con mujeres desvergonzadas que no temían quedarse en cueros. Queríale con nueva pasión, le mecía en una perpetua caricia. Entonces fué cuando nació su hija, único fruto de su matrimonio.

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