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La maja desnuda
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Volvió el pintor la espalda á las damas goyescas, de boca recogida como un capullo de rosa, vestidas de blanca batista y con la cabellera peinada en forma de turbante, para concentrar su atención en una figura desnuda que parecía dejar en la sombra los lienzos cercanos, con el esplendor luminoso de sus carnes. La contempló de cerca largo rato, inclinado sobre la barandilla, tocando casi el lienzo con el ala de su sombrero. Después fué alejándose lentamente, sin dejar de mirarla, hasta que, al fin, acabó por sentarse en una banqueta, siempre frente al cuadro, con los ojos fijos en él.

– ¡La maja de Goya!.. ¡La maja desnuda!..

Hablaba en voz alta, sin percatarse de ello, como si sus palabras fuesen una explosión inevitable de los pensamientos que se agolpaban en su frente y parecían pasar y repasar tras el cristal de sus ojos. Sus expresiones admirativas eran en diversos tonos, marcando una escala descendente de recuerdos.

El pintor contempló con delectación aquel cuerpo desnudo, graciosamente frágil, luminoso, como si en su interior ardiese la llama de la vida, transparentada por las carnes de nácar. Los pechos firmes, audazmente abiertos en ángulo, puntiagudos como magnolias de amor, marcaban en sus vértices los cerrados botones de un rosa pálido. Una musgosa sombra apenas perceptible entenebrecía el misterio sexual: la luz trazaba una mancha brillante en las rodillas de pulida redondez, y de nuevo volvía á extenderse el discreto sombreado hasta los pies diminutos, de finos dedos, sonrosados é infantiles.

Era la mujer pequeña, graciosa y picante; la Venus española, sin más carne que la precisa para cubrir de suaves redondeces su armazón ágil y esbelto. Los ojos ambarinos de malicioso fuego desconcertaban con su fijo mirar; la boca tenía en sus graciosas alillas el revuelo de una sonrisa eterna: en las mejillas, los codos y los pies, el tono de rosa mostraba la transparencia y el fulgor húmedo de esas conchas que abren los colores de sus entrañas en el profundo misterio del mar.

– ¡La maja de Goya!.. ¡La maja desnuda!..

Ya no decía estas palabras en voz alta, pero las repetían su pensamiento y su mirada: su sonrisa era como un eco de ellas.

Renovales no estaba solo. De vez en cuando se interponían entre sus ojos y el cuadro grupos de curiosos que pasaban y repasaban hablando á gritos. Un trote de pesados pies conmovía el pavimento de madera. Era mediodía, y los albañiles de las obras cercanas aprovechaban la hora del descanso para explorar aquellos salones, como si fuesen un mundo nuevo, aspirando satisfechos el tibio aire de la calefacción. Dejaban al andar huellas de yeso en el entarimado; se llamaban unos á otros para participarse su admiración ante un cuadro; mostraban impaciencia por abarcarlo todo de un golpe; se extasiaban contemplando los guerreros de luminosa armadura ó los uniformes complicados de otras épocas. Los más listos servían de guía á sus compañeros, arreándolos con impaciencía. Ya habían estado allí el día anterior. ¡Adentro! ¡Aun les quedaba mucho que ver! Y corrían hacia las salas interiores con la anhelante curiosidad del que pisa tierra nueva y aguarda que lo asombroso surja ante sus pasos.

Entre este galope de la admiración sencilla pasaban también algunos grupos de señoras españolas. Todas hacían lo mismo ante la obra de Goya, como si estuvieran aleccionadas previamente. Iban de un cuadro á otro, comentando las modas de los tiempos pasados, sintiendo cierta nostalgia por las faldas de madroños y las amplias mantillas con alta peineta. De pronto poníanse serias, apretaban los labios y emprendían un paso vivo hacia el fondo de la galería. Las avisaba el instinto. Sus inquietos ojos sentíanse heridos en el rabillo por la lejana desnudez: parecían husmear á la famosa maja antes de verla y seguían adelante erguidas, con el gesto severo, lo mismo que cuando las molestaba en la calle un requiebro audaz, pasando frente al cuadro sin volver la cara, sin querer ver los lienzos inmediatos, no deteniéndose hasta la vecina sala de Murillo.

Era el odio al desnudo, la cristiana y secular abominación de la Naturaleza y la verdad, que se ponía en pie instintivamente, protestando de que se tolerasen tales horrores en un edificio público, poblado de santos, reyes y ascetas.

Renovales adoraba aquel lienzo con entusiasmo devoto, colocándolo aparte de las demás obras. Era la primera manifestación del arte libre de escrúpulos, limpio de preocupaciones, que existía en nuestra historia. ¡Tres siglos de pintura; varias generaciones de nombres gloriosos, sucediéndose con portentosa fecundidad, y hasta Goya no había osado el pincel español trazar las formas del cuerpo femenil, la divina desnudez que, en todos los pueblos, había sido la primera inspiración del arte naciente! Renovales recordaba otro desnudo, la Venus, de Velázquez, guardada en extrañas tierras. Pero aquella obra no había sido espontánea: era un encargo del monarca que, al mismo tiempo que pagaba espléndidamente á los extranjeros sus cuadros de desnudo, quiso tener un lienzo semejante de su pintor de cámara.

La presión religiosa había entenebrecido el arte durante siglos. La humana belleza asustaba á los grandes artistas, que pintaban con la cruz en el pecho y el rosario en la espada. Los cuerpos ocultábanse bajo el sayal de pesados y rígidos pliegues ó el grotesco miriñaque palaciego, sin que el pintor osara adivinar lo que existía debajo de ellos, mirando al modelo como el devoto contempla el manto hueco de la Virgen, no sabiendo si encierra un cuerpo ó tres barrotes, sostenes de la cabeza. La alegría de la vida era un pecado; la desnudez, obra de Dios, una abominación. En vano brillaba sobre la tierra española un sol más hermoso que el de Venecia; inútilmente se quebraba la luz sobre la tierra con mayor brillo que en Flandes; el arte español era obscuro, era seco, era sobrio, aun después de haber conocido las obras del Ticiano. El Renacimiento, que en el resto del mundo adoraba el desnudo como la obra definitiva de la Naturaleza, cubríase aquí con la capucha del fraile ó los harapos del mendigo. Los paisajes luminosos eran obscuros y tétricos al pasar al lienzo; el país del sol aparecía bajo el pincel con un cielo gris y la tierra de un verde fúnebre; las cabezas eran de una gravedad monacal. El artista ponía en sus cuadros, no lo que le rodeaba, sino lo que llevaba dentro, un pedazo de su alma; y su alma estaba agarrotada por el miedo á los peligros de la vida presente y los tormentos de la futura; era negra, con la negrura de la tristeza, como si se hubiese tiznado en el hollín de las hogueras de la Fe.

Aquella mujer desnuda, con la cabeza rizosa sobre sus brazos cruzados, mostrando en tranquilo abandono la leve vegetación de sus axilas, era el despertar de un arte que había vivido aislado. El cuerpo ligero, que apenas descansaba sobre el verde diván y las almohadas de finos encajes, parecía próximo á elevarse en el aire, con el potente impulso de la resurrección.

Renovales pensaba en los dos maestros, igualmente grandes, y sin embargo, tan distintos. El uno tenía la imponente majestad de los monumentos famosos; reposado, correcto, frío, llenando el horizonte de la historia con su mole colosal, envejeciendo gloriosamente sin que los siglos abriesen la menor grieta en sus muros de mármol. Por todos lados la misma fachada noble, ordenada, tranquila, sin fantasías de capricho. Era la razón, sólida, equilibrada, ajena á los entusiasmos y los desmayos, sin apresuramientos ni fiebres. El otro era grande como una montaña, con el desorden bizarro de la Naturaleza, cubierto de tortuosas desigualdades. Por un lado el peñascal bravío y árido; más allá la cañada cubierta de matorrales floridos; abajo el jardín con perfumes y pájaros; en la cumbre la corona de nubarrones que truenan y relampaguean. Era la imaginación en carrera desenfrenada, con altos jadeantes y nuevos escapes, la frente en lo infinito y los pies sin separarse de la tierra.

La vida de don Diego cabía en dos líneas. «Había pintado.» Esta era toda su biografía. Jamás en sus viajes por España é Italia sintió otra curiosidad que la de ver nuevos cuadros. En la corte del rey poeta había vegetado entre galanteos y mascaradas, tranquilo como un monje de la pintura, siempre de pie ante el lienzo y el modelo, hoy un bufón, mañana una infantita, sin otras aspiraciones que las de ascender de categoría entre los domésticos reales y coserse una cruz de paño rojo en el negro justillo. Era una alma excelsa encerrada en un cuerpo flemático que jamás le atormentó con deseos nerviosos ni alteró la calma de su trabajo con pasionales vehemencias. Al morir él, moría también, á la semana siguiente, la buena doña Juana, su esposa, buscándose los dos, como si no pudiesen permanecer separados después de su luenga peregrinación por el mundo, plácida y sin incidentes.

Goya «había vivido». Su existencia era la del artista gran señor: una agitada novela llena de misterios amorosos. Los discípulos, al entreabrir las cortinas de su estudio, veían la seda de unas faldas regias sobre las rodillas del maestro. Las lindas duquesas de la época acudían á que las pintarrajease las mejillas aquel aragonés fuerte, de áspera y varonil galantería, riendo como locas de estos retoques íntimos. Al contemplar sobre revuelta cama una divina desnudez, trasladaba al lienzo sus formas, por impulso irresistible, por imperiosa necesidad de reproducir la belleza, y la leyenda que flotaba en torno del pintor español iba colgando un nombre ilustre á todas las beldades que inmortalizaba su pincel.

Pintar sin miedo y sin preocupaciones, extasiarse reproduciendo sobre el lienzo la jugosa desnudez, el húmedo ámbar de la carne femenil con sus pálidos rosas de caracola marina, era el deseo y la envidia de Renovales: vivir como el famoso don Francisco, cual pájaro libre, de plumaje inquieto y luminoso, en medio de la monotonía del humano corral; ser, por las pasiones, por el desenfado y por los gustos, distinto de la mayoría de los hombres, ya que se diferenciaba de ellos por su modo de apreciar la vida.

Pero ¡ay! su existencia era igual á la de don Diego: llana, monótona, tirada á cordel. Pintaba, pero no vivía; le alababan sus obras por la exactitud con que cautivaba el natural, por el brillo de la luz, el color indefinible del aire y el exterior de las cosas; pero algo le faltaba, algo que se revolvía en su interior y en vano pugnaba por saltar las bardas vulgares de la existencia diaria.

El recuerdo de la novelesca vida de Goya le hacía pensar en su propia vida. Le llamaban maestro; comprábanle á buen precio todo lo que pintaba, especialmente si era con arreglo al gusto ajeno y contra su voluntad de artista; gozaba una existencia tranquila, llena de comodidades; tenía allá, en su estudio, con honores de palacio, cuya fachada reproducían los periódicos ilustrados, una esposa que creía en su genio y una hija que casi era una mujer, y hacía tartamudear de emoción á la tropa de discípulos íntimos. De su pasada bohemia, sólo restaban en él los fieltros abollados, las barbas luengas, la alborotada cabellera y cierto descuido en el vestir; pero cuando lo exigía su posición de gloria nacional, sacaba del ropero un frac con la solapa cubierta de condecoraciones, y hacía su figura en las fiestas oficiales. Tenía miles de duros en el Banco. En el estudio, paleta en mano, conferenciaba con su agente, discutiendo la clase de papel que debía adquirir con sus ganancias del año. Su nombre no despertaba extrañeza ni repulsión en la alta sociedad, donde era de moda que las señoras fuesen retratadas por él.

Había provocado en otro tiempo escándalos y protestas por sus audacias de color y su modo revolucionario de ver la Naturaleza, pero no llevaba sobre su nombre el menor atentado á las conveniencias que hay que guardar con el público. Sus mujeres eran hembras del pueblo, pintorescas y repugnantes; no había mostrado en sus lienzos otras carnes que la sudorosa del labriego ó la mantecosa del niño. Era el maestro honrado que cultiva su prodigiosa habilidad con la misma calma con que otros cuidan sus negocios.

¿Qué faltaba en su existencia?.. ¡Ay!.. Renovales sonreía irónicamente. Acudía de golpe á su memoria toda su vida en tumultuoso agolpamiento de recuerdos. Fijaba una vez más su mirada en aquella mujer de luminosa blancura, semejante á un ánfora de nácar, con los brazos en torno de la cabeza, los pechos enhiestos y triunfadores, los ojos puestos en él, como si le conociera muchos años, y repetía mentalmente, con expresión de amargura y desaliento:

– ¡La maja de Goya!.. ¡La maja desnuda!..

II

Al recordar Mariano Renovales los primeros años de su vida, su sensibilidad, siempre exquisita para las impresiones exteriores, evocaba un incesante choque de martillos. Desde que asomaba el sol hasta que la tierra comenzaba á entenebrecerse con la penumbra del crepúsculo, cantaba el hierro ó gemía en el suplicio del yunque, haciendo temblar las paredes de la casa y el piso del alto cuartucho donde Mariano jugueteaba, tendido en el suelo, junto á los pies de una mujer pálida, enfermiza, de ojos graves y profundos, la cual dejaba con frecuencia su costura para besar al pequeño con repentina vehemencia, como si temiese no verle más.

Aquellos martillos incansables, que habían acompañado el nacimiento de Mariano, le hacían saltar de la cama apenas apuntaba el día y bajar á la fragua para calentarse junto al incandescente fogón. Su padre, un cíclope bondadoso, velludo, tiznado de negro, iba de un lado á otro revolviendo hierros, manejando limas, dando órdenes á sus ayudantes con fuertes gritos, para que pudiesen oirle en el estrépito del martilleo. Dos mocetones despechugados braceaban jadeantes sobre el yunque, y el hierro, unas veces rojo y otras dorado, saltaba en chorros luminosos, se esparcía en ramilletes crepitantes, poblaba el negro ambiente de la fragua de un enjambre de moscas de fuego que iban á morir, apagadas y negras, en el hollín de los rincones.

– Cuidado, pequeño – decía el padre abarcando su cabeza tierna de pelos finos y ensortijados con una de sus manazas.

El chiquitín sentíase atraído por los colores del hierro ardiente, hasta el punto de que, con la inconsciencia de la niñez, intentaba algunas veces apoderarse de aquellos fragmentos que brillaban en el suelo como estrellas caídas.

Su padre lo empujaba fuera de la fragua, y más allá de la puerta negra de hollín veía Mariano extenderse, cuesta abajo, en el torrente de luz solar, los campos de tierra roja, cortados en figuras geométricas por lindes y ribazos de piedra; en el fondo, el valle, con grupos de álamos orlando el tortuoso cristal de un río, y enfrente las montañas cubiertas hasta sus cimas de obscuros pinares. La fragua estaba en las afueras de un pueblo, y de éste y de las aldeas del valle llegaban los encargos que mantenían la herrería: ejes nuevos de carro, rejas de arado, hoces, palas y horquillas necesitadas de compostura.

El incesante golpear de los martillos parecía conmover al pequeño, infundiéndole una fiebre de actividad, arrancándolo de sus juegos infantiles. Á los ocho años agarrábase á la cuerda del fuelle y tiraba de ella, extasiándose en la contemplación del charro de chispas que arrancaba la corriente de aire á los encendidos carbones. El buen cíclope mostrábase satisfecho del vigor de su hijo, robusto y fuerte como todos los de su familia, con unos puños que imponían respeto á los chicuelos del lugar. Era de su sangre. De la pobre madre, débil y enferma, sólo tenía su predisposición al silencio y al aislamiento, permaneciendo horas enteras, cuando se amortiguaba en él la fiebre de actividad, en muda contemplación de los campos, del cielo ó de los arroyos que bajaban saltando sobre guijas para confundirse con el río en lo más hondo del valle.

El pequeño aborrecía la escuela, mostrando un santo horror á las letras. Sus manos fuertes temblaban indecisas al intentar escribir una palabra. En cambio su padre y las demás gentes de la fragua admirábanse de la facilidad con que sabía reproducir los objetos por medio de un dibujo sencillo, ingenuo, en el que no se escapaba detalle alguno del natural. Llevaba siempre los bolsillos llenos de carbones y no veía una pared ó una piedra de cierta blancura, sin que al momento dejase de trazar en ella una copia de los objetos que herían sus ojos por alguna particularidad saliente. Los muros exteriores de la herrería estaban ennegrecidos por los dibujos de Marianillo. Trotaban á lo largo de las paredes, con el hocico contraído y la cola enroscada, los cerdos de San Antón, que vagaban por el pueblo mantenidos por la caridad pública para ser rifados en la fiesta del santo, y en medio de esta procesión panzuda destacábanse los perfiles del herrero y de todos los obreros de la fragua, con una inscripción al pie para que no surgiesen dudas sobre su identidad.

– Ven, mujer – gritaba el herrero á su enfermiza cónyuge, al descubrir un nuevo dibujo. – Ven á ver lo que ha hecho nuestro hijo. ¡Demonio de muchacho!..

Y á impulsos de este entusiasmo, no se lamentaba ya de que Marianillo abandonase la escuela y huyera del fuelle de la fragua, dedicando todo el día á corretear por el valle ó por el pueblo, con el carbón en la mano, cubriendo de lineas negras las peñas del monte y las paredes de las casas, con gran desesperación de las vecinas. En la taberna de la plaza Mayor había trazado las cabezas de los más asiduos parroquianos, y el tabernero las enseñaba con orgullo, no permitiendo que tocasen á la pared por miedo á que desaparecieran. Esta obra era un motivo de vanidad para el herrero, cuando en los domingos, después de la misa, entraba á beber un vaso con los amigos. En la pared de la rectoría había trazado una Virgen, ante la cual deteníanse con hondos suspiros las devotas más viejas del pueblo.

El herrero, con un rubor de satisfacción, admitía todos los elogios que tributaban al pequeño, como si le correspondiesen á él en su mayor parte. ¿De dónde había salido aquel prodigio, siendo tan bárbaros todos los de la familia? Y movía la cabeza afirmativamente cuando los notables del pueblo le hablaban de hacer algo por el chico. Ciertamente, él no sabía qué hacer, pero tenían razón; su Marianillo no estaba destinado á golpear el hierro lo mismo que su padre. Podía ser un personaje tan grande como don Rafael, un señor que pintaba santos y santas en la capital de la provincia y era maestro de los pintores, en un gran caserón lleno de cuadros, allá en la ciudad. Durante el verano venía con su familia á vivir en una quinta del valle.

Este don Rafael era un varón imponente por su gravedad; un santo cargado de hijos, que llevaba la levita como si fuese un hábito y hablaba con melifluidad de fraile á través de las barbas canas que invadían su rostro enjuto y sonrosado. En la iglesia del pueblo guardaban un cuadro portentoso pintado por él: una Purísima, cuyos colores dulces, de un brillo acaramelado, hacían temblar de emoción las piernas de los devotos. Además, los ojos de la imagen tenían la milagrosa particularidad de mirar de frente á los que la contemplaban, siguiéndoles aunque cambiasen de lugar. Un verdadero prodigio. Parecía imposible que esta obra sobrenatural la hubiese hecho aquel buen señor, que durante el verano subía todas las mañanas á oir su misa en el pueblo. Un inglés había querido comprar el cuadro por lo que pesase de oro. Nadie había visto al inglés, pero todos sonreían sarcásticamente al comentar la proposición. ¡En seguida soltaban ellos el cuadro! ¡Que rabiasen los herejes con todos sus millones! La Purísima seguiría en su capilla para envidia del mundo entero, y especialmente de los pueblecillos cercanos.

Cuando el párroco fué á visitar á don Rafael para hablarle del hijo del herrero, el grande hombre estaba ya enterado de sus habilidades. Había visto en el pueblo sus dibujos; el muchacho tenía cierta disposición, y era lástima no guiarle por buen camino. Después fueron las visitas del herrero y su hijo, temblorosos los dos al verse en el granero de la quinta, que el gran pintor había convertido en estudio; al contemplar de cerca los botes de color, la paleta aceitosa, los pinceles y aquellos lienzos de un suave azul, sobre el que comenzaban á marcarse los rosados mofletes de los querubines y la cara en éxtasis de la Madre de Dios.

Al terminar el verano, el buen herrero se decidió á seguir los consejos de don Rafael. Ya que éste era tan bueno que quería ayudar al chico, por él no iba á malograrse su buena fortuna. La herrería daba para vivir. Todo consistía en trabajar unos años más, en sostenerse, hasta el fin de su existencia, junto al yunque, sin ayuda ni sucesor. Su hijo había nacido para personaje, y era grave pecado cortarle el camino despreciando la ayuda del buen protector.

Lloró la madre, cada vez más débil y enfermiza, como si el viaje á la capital de la provincia fuese al otro extremo del mundo.

– Adiós, hijo. Ya no te veré más.

Y efectivamente, Mariano vió por última vez aquel rostro exangüe, de grandes ojos sin expresión, casi borrado ahora de su memoria, como una mancha blanquecina, en la cual no lograba, á pesar de todos sus esfuerzos, restablecer el contorno de las facciones.

En la ciudad cambió radicalmente su vida. Entonces comprendió qué era lo que buscaban sus manos al mover el carbón sobre las paredes enjalbegadas. El arte se reveló por primera vez á sus ojos en las tardes silenciosas pasadas en un antiguo convento, donde estaba el museo provincial, mientras su maestro don Rafael discutía con otros caballeros en la sala de profesores ó firmaba papelotes en la secretaría.

Mariano vivió en casa de su protector, siendo á la vez su criado y su discípulo. Llevaba cartas al señor deán y á algunos canónigos amigos del maestro, que le acompañaban en sus paseos ó hacían tertulia en su estudio. Más de una vez visitó los locutorios de algunos conventos, dando recados de don Rafael, al través de las tupidas rejas, á ciertas sombras blancas y negras que, atraídas por su juventud rolliza de muchacho del campo y enteradas de que pretendía ser pintor, le abrumaban con las preguntas de una curiosidad excitada por el encierro. Acababan por regalarle, al través del torno, rosquillas, limoncitos confitados ó alguna otra muestra de la repostería monjil, y le despedían con sanos consejos de sus voces tenues y suaves tamizadas por el hierro de las rejas.

– ¡Que seas bueno, Marianito! Estudia, reza. Sé buen cristiano; el Señor te protegerá, y tal vez llegues á pintar como don Rafael, que es de los primeros del mundo.

¡Cómo reía el artista recordando aquella sencillez infantil, que le hacía ver en su maestro el pintor más asombroso de la tierra!.. Por las mañanas, al asistir á las clases de la Escuela de Bellas Artes, se indignaba contra sus compañeros, chiquilliría irrespetuosa, educada en la calle, hijos de menestrales, que apenas volvía la espalda el profesor, se bombardeaban con las migas del pan destinado á borrar los dibujos y execraban á don Rafael llamándole beato y jesuíta.

Las tardes las pasaba Mariano en el estudio, al lado del maestro. ¡Qué emoción la primera vez que éste le puso la paleta en la mano y le permitió copiar, en un lienzo viejo, un San Juan infante que había terminado para una comunidad!.. Mientras el muchacho, con el rostro contraído por enérgica mueca, se esforzaba en imitar la obra del maestro, oía los buenos consejos que le daba éste, sin apartarse del lienzo sobre el que hacía correr su seráfico pincel.

La pintura debía ser religiosa. Los primeros cuadros del mundo habían sido inspirados por la religión; fuera de ella, la vida sólo ofrecía vil materialismo, repugnantes pecados. La pintura debía ser ideal, hermosa; representar siempre imágenes bonitas; reproducir las cosas como debían ser y no como eran, y sobre todo, mirar á lo alto, al cielo, pues allí está la verdadera vida, no en esta tierra, valle de lágrimas. Mariano debía modificar sus instintos, se lo aconsejaba él, que era su maestro; debía perder su afición á dibujar cosas groseras, las gentes tal como las veía, los animales en toda su brutal materialidad, los paisajes en la misma forma que los contemplaban sus ojos.

Había que tener idealismo. Muchos pintores fueron casi santos; así únicamente les era posible reflejar la celeste belleza en los rostros de sus madonas. Y el pobre Mariano esforzábase por ser ideal, por atrapar un pequeño andrajo de aquella serenidad beatífica y dulce que rodeaba á su maestro.

Poco á poco fué conociendo los procedimientos de que se valía don Rafael para realizar aquellas obras maestras que arrancaban gritos de admiración á su tertulia de canónigos y á las señoras ricas que le encargaban imágenes. Cuando pensaba comenzar alguna de sus Purísimas, que lentamente invadían las iglesias y conventos de la provincia, levantábase temprano y volvía al estudio después de confesar y comulgar. Sentía con esto una fuerza interior, un sereno entusiasmo, y si en mitad de la obra llegaba el desaliento, volvía á acudir á esta medicina de su inspiración.

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