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Entre naranjos
Rafael dejó de examinarla para fijarse en su señora. Su vista recorría aquella nuca rematada por la apretada cabellera rubia, como una cimera de oro; el cuello blanco, redondo, carnoso; la espalda amplia y esbelta, oculta, bajo una blusa de seda azul, adelgazando sus líneas rápidamente en el talle y ensanchándose después, para marcar el contorno de las caderas bajo la falda gris ajustada en armónicos pliegues como los paños de una estatua, y por cuyo borde asomaban los sólidos tacones de unos zapatos ingleses, encerrando el pie pequeño, ágil y fuerte.
La señora llamó a su doncella. Su voz sonora, pastosa, vibrante, lanzó unas palabras de las que apenas pudo Rafael alcanzar las principales sílabas. El rumoroso silencio de la altura pareció plegarlas y confundirlas; pero el joven estaba seguro de que no había hablado en español. Era sin duda una extranjera…
Mostraba admiración y entusiasmo ante el panorama; hablaba rápidamente a su doméstica, señalándole las principales poblaciones que desde allí veía, citándolas por sus nombres, que era lo único que llegaba claramente a los oídos de Rafael. ¿Quién era aquella mujer nunca vista que hablaba en idioma extranjero y conocía el país? Tal vez la esposa de algún exportador francés o inglés de los que se establecían en la ciudad para la compra de la naranja. Y obligado por el aislamiento y la vulgaridad de su vida a una dolorosa continencia, devoraba con sus ojos los contornos de aquella mujer, el dorso soberbio, opulento y elegante que parecía desafiarla con su indiferencia.
Vio Rafael cómo cautelosamente salía de su casa el ermitaño, un rústico que vivía de las personas que visitaban aquellas alturas. Atraído por el aspecto de la desconocida señora se presentaba a saludarla ofreciéndola agua de la cisterna y descubrir en su honor la milagrosa virgen.
Volviose la señora para contestar al ermitaño, y entonces pudo contemplarla Rafael con toda tranquilidad. Era alta, muy alta, tal vez tenía su misma estatura, pero amortiguada por curvas que delataban la robustez unida a la elegancia. El pecho opulento y firme y sobre él una cabeza que causó honda impresión en Rafael. Le parecía ver a través de una nube – del cálido vapor de la emoción – los ojos verdes, grandes, luminosos, la nariz graciosa, de alillas palpitantes y rosadas, y aquel cabello rubio que caía sobre la tez blanca, con transparencias de nácar, surcada de venas débilmente azules. Era un perfil de hermosura moderna, graciosa y picante. Rafael creía encontrar en aquellos rasgos la huella de innumerables artistas. La había visto antes. ¿Dónde?.. no lo sabía. Tal vez en los periódicos ilustrados, en los álbums de bellezas artísticas; era posible que en las cajas de fósforos que reproducen las beldades de moda. Lo cierto era que ante aquel rostro visto por primera vez, sentía en su memoria la misma impresión que al encontrar una cara amiga tras larga ausencia.
El ermitaño, excitado por la esperanza de la propina, llevábalas hacia la ermita, a cuya puerta se asomaban curiosas su mujer y su hija, deslumbradas por los enormes brillantes que centelleaban en las orejas de la desconocida.
– Entre usted, señoreta– decía el rústico. – Le enseñaré la Virgen ¿sabe usted? la Virgen del Lluch, la legítima, la que vino ella sola desde Mallorca hasta aquí. Allá en Palma creen tener la verdadera, ¿pero qué han de decir ellos? Les hace rabiar la idea de que Nuestra Señora prefiere a Alcira, y aquí la tenemos, probando que es la verdadera con los portentosos milagros que realiza.
Abría la puerta de la pequeña iglesia fresca y sombría como una bodega, mostrando en el fondo, metida en un altar barroco de oro apagado, la pequeña imagen con el manto hueco y la cara negra.
El buen hombre, recitaba a toda prisa, como quien la sabe de memoria, la historia de la imagen. Era la Virgen del Lluch, la patrona de Mallorca. Un ermitaño vino huyendo de allá, no se sabía por qué: tal vez por alguna sarracina de las de aquella época de guerras y atropellos, y para salvar a la Virgen de profanaciones, se la trajo a Alcira, edificando aquel santuario. Llegaron después los de Mallorca para restituirla a su isla, pero como la celestial señora les había tomado ley a Alcira y a sus habitantes, volvió volando sobre el mar sin mojarse los pies, y los baleares, para ocultar este suceso, labraron una imagen igual. Todo era cierto, y como prueba allí estaba el primer ermitaño enterrado al pie del altar, y allí la Virgen con su carita negra a consecuencia del sol y la humedad del mar que la ennegrecieron en su milagroso viaje.
La señora escuchaba al buen hombre sonriendo ligeramente; su doncella aguzaba el oído con el miedo de perder alguna palabra de un idioma comprendido a medias, y sus ojazos de campesina crédula, iban de la imagen al narrador, expresando admiración por tan portentoso milagro. Rafael las había seguido dentro de la ermita, y se aproximaba a la desconocida que afectaba no verle.
– Esta es una tradición – se atrevió a decir cuando el rústico acabó su relato. – Ya comprenderá usted, señora, que aquí nadie acepta tales cosas.
– Así lo creo – contestó gravemente la hermosa desconocida.
– Traición o no, Don Rafael – gruñó el ermitaño con descontento – así lo contaba mi abuelo y todos los de su época, y así lo cree la gente. Cuando tanto se ha dicho, por algo será.
En la mancha de sol que proyectaba el hueco de la puerta sobre las baldosas, se marcó la sombra de una mujer.
Era una hortelana pobremente vestida. Parecía joven, pero su cara pálida y flácida como de papel marcando los salientes y cavidades de su cráneo, los ojos hundidos y mates y las mechas de cabello sucio que se escapaban por bajo el anudado pañuelo, dábanla aspecto de enfermedad y miseria. Caminaba descalza, con los zapatos en la mano, balanceándose penosamente, con las piernas abiertas, como si experimentara inmenso dolor al poner las plantas en el suelo.
El ermitaño la conocía mucho, y mientras la infeliz, jadeante por la ascensión, y el dolor de sus pies desnudos, se dejaba caer en un banquillo, contaba él su historia en pocas palabras a la señora y a Rafael.
Estaba muy enferma; una dolencia de la matriz que acababa con ella rápidamente. No creía en los médicos que, según ella, «la engañaban con palabras»; además repugnaba a su pudor de buena mujer, cristianamente educada, prestarse a vergonzosas exhibiciones de los órganos enfermos. Conocía el único remedio: la Virgen del Lluch acabaría por curarla. Y todas las semanas, descalza, con los zapatos en la mano, subía la penosa cuesta, ella que en su huerto apenas podía moverse de la silla y necesitaba que el marido la arrease para cuidar la casa.
El ermitaño se aproximó a la enferma, tomando una pieza de cobre que llevaba en la mano. Quería unos gozos como siempre, ¿eh?
– ¡Visanteta, uns gochos!– gritó el rústico asomando a la puerta.
Y entró en la iglesia su hija, una mocetona morenota y sucia, con ojos africanos: una beldad rústica que parecía escapada de un aduar.
Se acomodó en un banco, volviendo la espalda a la virgen con el gesto de mal humor del que se ve obligado a hacer todos los días la misma cosa, y con una voz bronca, desgarrada, furiosa, que hacía temblar las paredes del santuario, comenzó una melopea lenta, cantando la historia de la imagen y sus portentosos milagros.
La enferma, arrodillada ante el altar sin soltar los zapatos, mostrando por entre las faldas las plantas de los pies amoratadas y sangrientas por los arañazos de las piedras, repetía el estribillo al final de cada estrofa, implorando la protección de la Virgen.
Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo. Tenía los macilentos ojos fijos en la imagen con una expresión dolorosa de súplica, y se cubrían de lágrimas mientras la voz sonaba cada vez más trémula y lejana.
La hermosa desconocida mostraba cierta emoción ante el espectáculo. La doncella arrodillándose y siguiendo con movimientos de cabeza el sonsonete del canto, rezaba en un idioma que al fin conoció Rafael; era italiano. La señora miraba a la enferma con ojos de conmiseración.
– ¡Qué gran cosa es la fe! – murmuró con suspirante voz.
– Sí, señora; una cosa hermosa.
Y Rafael hubiera añadido alguna frase retórica y brillante de las muchas que había leído en los autores sanos, sobre las grandezas de la fe; pero en vano rebuscó en su memoria; no había nada: aquella mujer turbaba profundamente su timidez de solitario.
Terminaron los gozos. Con la última estrofa desapareció la cerril cantante, y la enferma se incorporó trabajosamente, poniéndose en pie tras varias tentativas dolorosas.
El ermitaño se acercó a ella con la obsequiosidad de un tendero que ensalza los géneros del establecimiento. – ¿Iba aquello mejor? ¿Probaba la visita a la Virgen?.. La pobre enferma, cada vez más pálida, revelando con una mueca de dolor las terribles punzadas que sufría en sus entrañas, no se atrevía a contestar por miedo a ofender a la milagrosa señora. «¡No sabía!.. Sí… realmente debía estar mejor… ¡Pero aquella subida!.. Esta promesa no había dado tan buen resultado como las anteriores, pero tenía fe: la Virgen sería buena para ella y la curaría».
A la salida de la iglesia, mientras revelaba su esperanza con palabras entrecortadas, fue tanto el dolor, que casi se tendió en el suelo. El ermitaño la colocó en su silla y corrió después a la cisterna para traerla un vaso de agua.
La doncella italiana, con los ojos desmesuradamente abiertos por el susto, quedó ante la pobre mujer consolándola con palabras sueltas que le arrancaba la lástima «¡Povera! ¡poverina!.. ¡coraggio!» Y la hortelana, en medio de su desfallecimiento, abría los ojos para mirar a la extranjera, no comprendiendo las palabras, pero adivinando su ternura.
La señora salió a la plazoleta. Parecía hondamente impresionada por aquel dolor. Rafael la seguía fingiéndose distraído, algo avergonzado de su insistencia, y deseando al mismo tiempo una oportunidad para reanudar la conversación.
Respiró con amplitud la señora al verse en aquel espacio abierto, inmenso, donde la vista se perdía en el azul del horizonte.
– ¡Dios mío! – dijo como si hablase con ella misma. – ¡Qué tristeza y qué alegría al mismo tiempo! Esto es muy hermoso. ¡Pero esa mujer!.. ¡esa pobre mujer!
– Hace ya años que la veo así, – dijo Rafael, fingiendo conocerla mucho, a pesar de que hasta entonces rara vez se había fijado en la pobre hortelana. – Todos los de su clase son gente muy especial. Desprecían a los médicos, no les atienden, y se matan con estas bárbaras devociones, de las que esperan la salud.
– ¡Quién sabe si lo suyo es lo mejor! El mal es invencible, y la ciencia puede contra él tanto como la fe. A veces, menos aún… ¡Y pensar que reímos y gozamos mientras el mal pasa por nuestro lado rozándonos sin ser visto!..
A esto no supo Rafael qué contestar. ¿Pero qué mujer era aquella? ¡Qué modo de expresarse, caballeros! Acostumbrado el pobre muchacho a las vulgaridades y soseces de las amigas de su madre, y bajo la impresión de aquel encuentro que tan profundamente le turbaba, creía estar en presencia de un sabio con faldas, un filósofo venido de allá lejos, de alguna sombría cervecería alemana, para turbarle bajo el disfraz de la belleza.
La desconocida quedó en silencio, con los ojos fijos en el horizonte. En su boca, grande, de labios sensuales y carnosos, por entre los cuales asomaba la dentadura espléndida y luminosa, parecía apuntar una sonrisa acariciando el paisaje.
– ¡Qué hermoso es esto! – dijo sin volverse hacia su acompañante. – ¡Cómo deseaba volver a verlo!
Por fin llegaba la ocasión para hacer la ansiada pregunta: ella misma se la ofrecía.
– ¿Es usted de aquí? – preguntó con voz trémula, temiendo que su curiosidad fuese repelida por el desprecio.
– Sí, señor – se limitó a contestar la señora.
– Pues es particular. Nunca la he visto a usted…
– Nada tiene de extraño. Llegué ayer.
– ¡Ya decía yo!.. Conozco a todas las personas de la ciudad. Me llamo Rafael Brull, y soy hijo de don Ramón, que fue muchas veces alcalde de Alcira.
Ya lo había soltado. El pobre muchacho sentía la comezón de revelar su nombre, de decir quién era, de hacer sonar aquel apellido famoso en el distrito, para que su personalidad adquiriera realce ante la desconocida. Influida ella por el ejemplo, tal vez dijese quién era. Pero la hermosa señora se limitó a acoger su declaración con un ¡ah! de fría extrañeza, que no revelaba siquiera si su nombre le era conocido. Pero al mismo tiempo, le envolvió en una rápida mirada investigadora y burlona que parecía decir:
– Este muchacho tiene buena presencia, pero debe ser tonto.
Rafael enrojeció, adivinando que había cometido una simpleza al revelar su nombre sin que nadie se lo preguntara, con la misma prosopopeya que si estuviera en presencia de un rústico del distrito.
Se hizo un silencio penoso. Rafael quería salir de esta situación, le molestaba ver a aquella mujer glacial, indiferente; tratándole con cortesía desdeñosa, sosteniendo con gran corrección las distancias para evitar la familiaridad. Pero puesto ya en la pendiente, se atrevió a seguir preguntando:
– ¿Y piensa usted permanecer mucho tiempo en Alcira?..
Rafael creyó que se hundía el suelo bajo sus pies. Una nueva mirada de aquellos ojos verdes: pero esta vez fría, amenazadora, algo así como un relámpago lívido, reflejándose en el hielo.
– No sé… – contestó con una lentitud que parecía subrayar su desdén. – Yo acostumbro a abandonar los sitios cuando me fastidio en ellos.
Y tras una nueva pausa, miró a Rafael de frente, para saludarle con un frío movimiento de cabeza.
– Buenas tardes, caballero.
Rafael quedó anonadado. Vio cómo se dirigió a la portalada del santuario llamando a la doncella. Cada uno de sus pasos, cada balanceo de las arrogantes caderas, parecía levantar un obstáculo entre ella y Rafael. La vio cómo inclinándose cariñosamente sobre la hortelana enferma, abría un pequeño saco de raso que le presentaba su doncella; y rebuscando entre brillantes baratijas y bordados pañuelos sacaba la mano llena, brillando la plata entre sus dedos. La vació sobre el delantal de la asombrada campesina, dio algo también al ermitaño, que no manifestaba menos sobresalto, y abriendo la sombrilla roja emprendió la marcha seguida por la doncella.
Al pasar frente a Rafael, contestó al sombrerazo de éste con una inclinación elegante, casi sin mirarle, y comenzó a bajar la pedregosa pendiente de la montaña.
La seguía el joven con la mirada, al través de los pinos y los cipreses, viendo empequeñecerse aquel cuerpo soberbio de mujer fuerte y sana.
En torno de él parecía flotar aún su perfume, como si al alejarse le dejara envuelto en el ambiente de superioridad, de exótica elegancia que emanaba de su persona.
Vio Rafael aproximarse al ermitaño, ganoso de comunicar su admiración.
–¡Quina señora! decía poniendo los ojos en blanco para expresar su entusiasmo.
Le había dado un duro, una rodaja blanca de las que hacía muchos años, por culpa de la poca fe, no subían a aquellas alturas. Y allí estaba Visanteta, la pobre enferma, sentada en la puerta de la ermita mirando fijamente su delantal, como hipnotizada por el brillo del puñado de plata; duros, pesetas dobles y sencillas, monedas de cincuenta céntimos; todo el contenido del bolso; hasta un botón de oro que debía ser de algún guante.
Rafael participaba del asombro. ¿Pero quién era aquella mujer?
–¿Yo qué sé?– contestaba el rústico. Y guiándose por las palabras incomprensibles de la doncella, añadía con gran convicción: —Será alguna fransesa… Una fransesa rica.
Volvió Rafael a seguir con la vista las dos sombrillas que descendían la pendiente como insectos de colores. Disminuían rápidamente. Ya no era la grande más que un punto rojo: ya se perdía abajo en la llanura entre las verdes masas de los primeros huertos… ya había desaparecido.
Y al quedar solo, completamente solo, Rafael sufrió una gran explosión de ira. Le parecía odioso aquel lugar donde tan tímido y tan torpe se había mostrado. Le molestaba ver aún allí el relampagueo de aquella mirada fría, repeliéndole, evitando la aproximación. Le avergonzaba el recuerdo de sus estúpidas preguntas.
Y sin contestar al saludo del ermitaño y su familia, se lanzó monte abajo con la esperanza de volver a encontrarla, no sabía dónde. Rodaban las rojas piedras bajo sus pies. El heredero de don Ramón, esperanza del distrito, iba furioso; agitaba sus manos con nervioso temblor, como si quisiera abofetearse. Y con acento agresivo, como si hablase con su yo que abandonando la envoltura del cuerpo caminase delante de él, gritaba:
– ¡Imbécil!.. ¡estúpido!.. ¡¡Provinciano!!
IV
Doña Bernarda no llegó a sospechar el motivo por el cual su hijo se levantó al día siguiente pálido y ojeroso como quien ha pasado una mala noche. Tampoco sus amigos políticos adivinaron por la tarde la razón por la que Rafael, haciendo buen tiempo, fuese a encerrarse en la atmósfera densa del Casino.
Los más bulliciosos correligionarios le rodearon para hablar una vez más de la gran noticia que hacía una semana traía revuelto al partido. Iban a ser disueltas las Cortes; los diarios no hablaban de otra cosa. Dentro de dos o tres meses, antes de finalizar el año, nuevas elecciones, y con ellas el triunfo ruidoso y unánime de la candidatura de Rafael.
Don Andrés y los más graves de sus adeptos, andaban preocupados recordando fechas y haciendo cuentas con los dedos, como cortesanos que forman sus cálculos en vísperas de la declaración de mayor edad del príncipe.
El íntimo amigo y lugarteniente de la casa de Brull, era el más enterado. Si las elecciones se verificaban en la fecha indicada por los periódicos, a Rafael le faltarían unos cuantos meses, cinco o seis, para cumplir los veinticinco años. Pero él había escrito a Madrid consultando a los personajes del partido; el ministro de la Gobernación se mostraba conforme, había precedentes, y aunque a Rafael le faltase el requisito de la edad, el distrito sería para él. Ya no enviarían de Madrid más cuneros. Se acabaron los señorones desconocidos. Y toda la grey brullesca, se preparaba para la lucha con el entusiasmo ruidoso del que sabe que el triunfo está asegurado de antemano.
Todas estas manifestaciones dejaban frío a Rafael. El, que tanto había deseado la llegada de las elecciones para verse libre, allá en Madrid, permanecía insensible aquella tarde como si se tratara de la suerte de otro.
Miraba con impaciencia la mesa de tresillo donde don Andrés con otros tres prohombres jugaba su diaria partida, y esperaba el momento en que viniera cual de costumbre a sentarse junto a él, para que le contemplasen en sus funciones de Regente, cobijando bajo su autoridad y sabiduría de maestro al príncipe heredero.
Bien mediada la tarde, cuando el salón del casino estaba menos concurrido, la atmósfera más despejada, y las bolas de marfil quietas sobre el paño verde, don Andrés dio por terminada la partida, aproximándose a su discípulo, rodeado como siempre por los partidarios más pegajosos y aduladores.
Rafael fingía escucharles mientras preparaba mentalmente la pregunta que desde el día anterior deseaba hacer a don Andrés.
Por fin se decidió:
– Usted que conoce a todo el mundo. ¿Quién es una señora muy guapa que parece extranjera y que encontré ayer en la montañita de San Salvador?
Comenzó a reír el viejo, echando atrás la silla para que su vientre estremecido por la ruidosa carcajada, no chocase con el borde de la mesa.
– ¿También tú la has visto? – dijo entre los estertores de su risa. – Pues señor, ¡que ciudad esta! Llegó anteayer, y todos la han visto ya, y no hablan de otra cosa. Tú eres el único que faltaba a preguntarme… ¡Jo! ¡jo! ¡jo! ¡Pero qué ciudad esta!
Después, extinguida su risa, que asombraba a Rafael, continuó más tranquilo:
– Pues esa señora extranjera, como tú dices, es de aquí, y ha nacido en la misma calle que tú. ¿No conoces a doña Pepa, la del médico, como la llaman; una señora pequeña que tiene un huerto junto al río y vive en una casa azul que se inunda siempre que sube el Júcar? Era dueña de la casa que tenéis un poco más arriba de la vuestra, y se la vendió a tu padre; la única compra que hizo don Ramón, ¿no te acuerdas?
Sí, creía conocerla. Poniendo en tensión su memoria salía de los más remotos rincones una señora vieja, arrugada, con la espalda algo curva, y una cara de simpleza y bondad. La veía con el rosario al puño, la silla de tijera al brazo y la mantilla sobre los ojos, como cuando pasaba por frente a su puerta saludando a su madre, la cual decía con aire protector: – Esa doña Pepa es muy buena; un alma de Dios… La única persona decente de su familia.
– Sí; sé quien es; la conozco, – dijo Rafael.
– Pues esa señora extranjera– continuó don Andrés – es sobrina de doña Pepa. La hija de su hermano el médico, una muchacha que hasta ahora ha ido por el mundo cantando óperas. Tú no te acordarás del doctor Moreno, que tanto dio que hablar en sus tiempos…
¡Vaya si se acordaba! No necesitó poner en tortura su memoria. Aquel nombre aún se conservaba fresco entre los recuerdos de la niñez. Representaba muchas noches de sueño alterado por el miedo; de súbitas alarmas en las cuales ocultaba bajo las sábanas la cabeza temblorosa; de amenazas, cuando negándose a dormir porque le acostaban temprano, su madre le decía con voz imperiosa:
– Si no callas y duermes, llamaré al doctor Moreno.
¡Terrible y sombrío personaje! Rafael recordaba como si las hubiera visto al entrar en el casino, aquellas barbas enormes, negras y rizosas; los ojos grandes y ardientes, mirando siempre con exaltación, y el cuerpo alto, con una grandeza que aún parecía mayor al joven Brull, evocándola desde los recuerdos de su infancia. Tal vez era una buena persona; así lo creía Rafael cuando pensaba en aquel lejano período de su vida; pero aún tenía presente el susto que experimentó siendo niño, al encontrar en una calleja al terrible doctor, que le miró con sus ojos de brasa acariciándole las mejillas bondadosamente, con una mano que al arrapiezo le pareció de fuego. Huyó despavorido, como huían casi todos los chicuelos cuando les acariciaba el doctor.
¡Qué horrible fama la suya! Los curas de la población hablaban de él con terribles aspavientos. Era un impío, un excomulgado. Nadie sabía ciertamente qué alta autoridad había lanzado sobre él la excomunión; pero era indudable que estaba fuera del gremio de las personas decentes y cristianas. Bastaba para esto saber que todo el granero de su casa lo tenía lleno de libros misteriosos, en idiomas extranjeros, todos conteniendo horribles doctrinas contra las sanas creencias en Dios y en la autoridad de sus representantes. Era defensor de un tal Darwin, que sostenía que el hombre es pariente del mono, lo que regocijaba a la indignada doña Bernarda, haciéndola repetir todos los chistes que a costa de esta locura soltaban sus amigos los curas los domingos en el púlpito. Y lo peor era que con tales brujerías, no había enfermedad que se resistiera al doctor Moreno. Hacía prodigios en los arrabales, entre la tosca gente de los huertos que le adoraba con tanto afecto como temor. Devolvía la salud a los que habían declarado incurables los viejos médicos de larga levita y bastón con puño de oro, venerables sabios, más creyentes en Dios que en la ciencia, según decía en su elogio la madre de Rafael. Aquel exaltado se valía de nuevos medicamentos, de sistemas originales, aprendidos en las revistas y libracos que recibía de muy lejos. A los enemigos les desconcertaba en su murmuración la manía del doctor por curar gratuitamente a los pobres, añadiendo muchas veces una limosna; e indignábales la testarudez con que se negaba otras muchas a asistir a las personas acaudaladas y de sanos principios que habían tenido que solicitar el permiso de su confesor para ponerse en tales manos.
– ¡Pillo! ¡Hereje!.. ¡Descamisado!.. – exclamaba doña Bernarda.
Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio.
A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido. Mandaban los otros… todos menos la casa de Brull.
La monarquía se la había llevado la mala trampa; legislaban en Madrid los hombres de la revolución de Septiembre. Los industrialillos de la ciudad, rebeldes siempre a la soberanía de don Ramón, tenían fusiles en las manos, formaban una milicia, y eran capaces de plantar un balazo a los que antes les habían tenido bajo el pie. Se daban en las calles vivas a la República, faltaba poco para que se encendieran cirios ante la estampa de Castelar; y entre este torbellino de discursos, aclamaciones, Marsellesa a todas horas y percalina tricolor, destacábase el fanático médico, predicando en las plazas, hablando en las eras de los pueblos vecinos, explicando los Derechos del Hombre en las veladas nocturnas del casino republicano de la ciudad; entusiasta hasta el lirismo, repetía con diversas palabras las mismas odas oratorias del tribuno portentoso que en aquella época corría España de una punta a otra, haciendo comulgar al pueblo en la democracia al son de sus estrofas, que sacaban de la tumba todas las grandezas de la historia.