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Viajes por España
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* * *

Dijimos más atrás que el sueño eterno de Carlos V ha sido turbado también en el Monasterio del Escorial, y que nosotros mismos no hemos sabido librarnos de la tentación de asistir á una de las sacrílegas exhibiciones que se han hecho de su momia en estos últimos años…

Cometimos esta impiedad, ó cuando menos esta irreverencia, en Septiembre de 1872, pocos meses antes de ir á Yuste. – Nos hallábamos en el fúnebre Real Sitio, descansando del calor y las fatigas de Madrid, cuando una mañana supimos que había pública exposición del cadáver del César, á petición de las bellas damas madrileñas que estaban allí de veraneo. – Era ya la vigésima de estas exposiciones, desde que las inauguró cierto temerario y famoso prohombre de la situación política creada en 1868. – Nosotros (lo repetimos) no tuvimos al cabo suficiente valor para rehusarnos la feroz complacencia de aquella profanación, que de todas maneras había de verificarse…

Acudimos, pues, al panteón de los Reyes de España, á la hora de la cita. – ¿Y qué vimos allí? ¿Qué vieron las tímidas jóvenes y los atolondrados niños y los zafios mozuelos que nos precedieron ó siguieron en tan espantoso atentado? – Vieron, y vimos nosotros, la tumba de Carlos V abierta, y delante de ella, sobre un andamio construído ad hoc, un ataúd, cuya tapa había sido sustituída por un cristal de todo el tamaño de la caja.

En las primeras exposiciones no había tal cristal, ó si lo había, se levantaba, de cuyas resultas no faltó quien pasase su mano por la renegrida faz del cadáver… ¡La pasó el mencionado prohombre revolucionario, en muestra de familiaridad y compañerismo!..

A través del cristal vimos la corpulenta y recia momia del nieto de los Reyes Católicos, de la cabeza á los pies, completamente desnuda, perfectamente conservada, un poco enjuta, es cierto, pero acusando todas las formas, de tal manera que, aun sin saber que eran los despojos mortales de Carlos V, hubiéralos reconocido cualquiera que hubiese visto los retratos que de él hicieron Ticiano y Pantoja.

La especial contextura de aquel infatigable guerrero, su alta y amplísima cavidad torácica; sus anchos y elevados hombros; sus cargadas espaldas; su cráneo característico; su ángulo facial, típico en la casa de Austria; la depresión de la boca; la prominencia de la barba por el descompasado avance de las mandíbulas: todo se apreciaba exactamente, y no en esqueleto, sino vestido de carne y cubierto de una piel cenicienta, ó más bien parda, en que aun se mantenían algunos raros pelos de pestañas, barbas y cejas y del siempre atusado cabello…

¡Era, sí, el Emperador mismo! ¡Parecía su estatua vaciada en bronce y roída por los siglos, como las que aparecen entre las cenizas de Pompeya!

No infundía asco ni fúnebre pavor, sino veneración y respeto.

Lo que infundía pavor y asco era nuestra impía ferocidad, era nuestra desventurada época, era aquella escena repugnante, era aquel sacrílego recreo, era la risa imbécil ó el estúpido comentario de tal ó cual señorita ó mancebo, que escogía semejante ocasión para aventurar un conato de chiste…

¡Siquiera nosotros (dicho sea en nuestro descargo) callábamos y padecíamos, sintiendo al par, y en igual medida, reverencia hacia lo que veíamos y remordimientos por verlo! ¡Siquiera nosotros teníamos conciencia de nuestro pecado!

* * *

De mi visita á las ruinas de los claustros de Yuste guardo recuerdos indelebles.

La naturaleza se ha encargado de hermosear aquel teatro de desolación. Los trozos de columnas y las piedras de arcos, que yacen sobre el suelo de los que fueron patios y crujías, vense vestidos de lujosa hiedra. El agua, ya sin destino, de las antiguas fuentes, suena debajo de los escombros, como enterrado vivo que se queja en demanda de socorro, ó como recordando y llamando á los antiguos frailes para que reedifiquen aquel edificio monumental. Y por todas partes, entre la hiedra y el musgo, ó entre las flores silvestres y las altas matas con que adornaba Mayo aquellos montones de labrados mármoles, veíamos los escudos de armas de la casa de Oropesa, esculpidos en las piedras que sirvieron de claves ó de capiteles á las arcadas hoy derruídas.

Las cuatro paredes del refectorio siguen de pie; pero el techo, que se hundió de resultas del incendio, ha formado una alta masa de escombros dentro de la estancia. Hoy se trabaja en sacar aquel cascajo, y ya van apareciendo los alicatados de azulejos que revestían el zócalo de los muros.

El Convento de Novicios subsiste, aunque en muy mal estado. – Allí, como ya sabéis, vivieron los últimos frailes desde la catástrofe del Edificio, ocurrida en 1809, hasta la catástrofe de la Comunidad, ocurrida en 1835.

Nosotros penetramos en algunas celdas. Reinaba en ellas la misma muda soledad que en las del Palacio de Carlos V. Ni gente ni muebles quedaban allí… Las desnudas paredes hablaban el patético lenguaje de la orfandad y de la viudez.

Aquello era más melancólico que las ruinas del otro gran convento hacinadas entre la hiedra. – Una celda habitable y deshabitada representa, en efecto, algo más funesto y pavoroso que la destrucción. Los pedazos de mármol que acabábamos de ver parecían tumbas cerradas: las celdas del noviciado eran como lechos mortuorios ó ataúdes vacíos, de donde acababan de sacar los cadáveres.

Sí; ¡todo vacío! ¡todo expoliado! ¡todo saqueado!.. – Tal aparecía aquella mañana á nuestros ojos cuanto contemplábamos, cuanto recordábamos, cuanto acudía á nuestra imaginación por asociación de ideas.

En Yuste… una tumba abierta, de donde había sido sacado Carlos V. – En El Escorial… otra tumba vacía, de donde también se le había desalojado temporalmente… – Y si se nos ocurría la fantástica ilusión de que la exhumada y escarnecida momia del César, avergonzada de su pública desnudez, pudiese salvar el Guadarrama, en medio de las sombra de la noche, para ir á buscar á Yuste su primitiva sepultura, considerábamos temblando que tampoco encontraría en su sitio el ataúd de madera, sino que lo vería encaramado en aquella antigua hornacina de un Santo que probablemente habrían derribado á pedradas otros liberales de la Vera de Plasencia…

¡Y todo así! ¡Todo así! – Dondequiera que el atribulado espectro imperial fijase la vista, hallaría igual dislocación, el mismo trastorno, la propia devastación y miseria, como si el mundo hubiese llegado al día del Juicio final…

Ya no había Monasterio de Yuste; ya no había en España Comunidades religiosas; ya no había Monarquía; ¡casi ya no había Patria! – Los tiempos del cataclismo habían llegado, y, sobre las ruinas de la obra de Fernando V y de Isabel I, oíanse más pujantes que nunca en aquellos mismos días (los primeros días de Mayo de este primer año de la República), así en Extremadura como en el resto de la Península española, gritos de muerte contra la Unidad nacional, contra la Propiedad, contra la Autoridad, contra la Familia, contra todo culto á Dios, contra la sociedad humana, en fin, tal y como la habían constituído los afanes de cien generaciones.

Illic sedimus et flevimus… al modo de los hebreos junto á los ríos de Babilonia.

* * *

Pasó aquel momento de emoción, disimulable en tan aciaga fecha, y desde el convento nos dirigimos á una ermitilla, llamada de Belén, que dista de él medio kilómetro, y á donde solían encaminar los frailes su paseo de invierno – costumbre que adquirió también Carlos V.

El camino de la ermita es una llana y hermosa calle de árboles, con prolongados asientos, en que cabía toda la Comunidad.

Al principio de este paseo hay un viejísimo ciprés, á cuyo pie, y recostado en su tronco, es fama estaba sentado Carlos V la primera vez que vió en Yuste á su hijo D. Juan de Austria, ya casi mozo, después de muchos años de separación.

El hijo de Bárbara Blomberg había nacido en Ratisbona, donde pasó la infancia con su madre. A la edad de ocho años lo habían traído á España, sin que nadie adivinase su condición, y vivió primero en Leganés, á cargo del clérigo Bautista Vela y de una tal Ana Medina, casada con un flamenco llamado Francisco, que vino en la comitiva de Carlos V la primera vez que visitó estos reinos el coronado nieto de Isabel la Católica. Pero el bastardo imperial hacía en Leganés una vida demasiado villana, confundido con los otros chicos del pueblo, y entonces Luis Quijada, mayordomo del César, y el único que sabía quién era aquel niño, se lo llevó á Villagarcía, de donde era Señor, y lo confió á su mujer, sin revelarle el secreto; por lo que esta ejemplarísima señora llegó á concebir tristes sospechas, que amargaron su vida hasta que, muerto ya el Emperador, hizo pública la verdad el rey D. Felipe II, reconociendo como príncipe y hermano suyo al que había de ser el primer guerrero de su tiempo.

«Cuando Carlos V vino á encerrarse en el Monasterio de Yuste (dice un historiador) érale presentado muchas veces su hijo en calidad de paje de Luis Quijada, gozando mucho en ver la gentileza que ya mostraba, aun no entrado en la pubertad. Tuvo, no obstante, el Emperador la suficiente entereza para reprimir ó disimular las afectuosas demostraciones de padre, y continuó guardando el secreto…»

En la Crónica manuscrita del convento menciona también el P. Luis de Santa María la estancia de D. Juan de Austria en Yuste, y, además, la tradición cuenta algunas de sus travesuras de adolescente, como las que referimos al hablar de Quacos

Por aquí íbamos en nuestra visita á Yuste, cuando principió á encapotarse el cielo. Conocimos que amenazaba una de aquellas tormentas que tan formidables son en las sierras de Gredos y de Jaranda, y como teníamos que andar tres leguas para regresar al Baldío, y ya no nos quedaba más que ver, aunque sí mucho que meditar en aquellas ruinas, nos apresuramos á montar á caballo, henchida el alma de mil confusas ideas, que he procurado ir fijando y desenvolviendo en los humildes artículos á que doy aquí remate.

Pero no soltaré la cansada pluma sin recordar unos versos que el insigne poeta, mi amigo D. Adelardo López de Ayala, pone en boca de D. Rodrigo Calderón, y que repetí muchas veces al alejarme de Yuste:

«¡Nunca el dueño del mundo Carlos quintoHubiera reducido su personaDe una celda al humilde apartamiento,Si no hubiera tenido una coronaQue arrojar á las puertas del convento!»

De resultas de lo cual, ó sea de la falta de cualquier especie de corona, algunos días después me veía yo obligado á dejar la pacífica soledad del Baldío por la turbulenta villa de Madrid, donde fecho hoy este relato á 9 de Octubre de 1873.

DOS DÍAS EN SALAMANCA

I

DISCURSO PRELIMINAR

El lunes 8 de Octubre de 1877 nos hallábamos de sobremesa en cierto humilde comedor de esta prosaica y anti-artística villa de Madrid, cuatro antiguos amigos, muy amantes de las letras y de las artes, algo entrados en años por más señas, y aficionadísimos, sin embargo, á correr aventuras en demanda de ruinas más viejas que nosotros.

Habíase por entonces abierto al público la última sección del Ferrocarril de Medina del Campo á Salamanca, lo cual quería decir, en términos metafóricos, que esta insigne y venerable ciudad, monumento conmemorativo de sí propia, acababa de ser desamortizada por el espíritu generalizador de nuestro siglo, pasando de las manos muertas de la Historia ó de la rutina, al libre dominio de la vertiginosa actividad moderna.

Así lo indicó, sobre poco más ó menos, uno de nosotros; y como otro apuntase con este motivo la feliz idea de ir los cuatro á hacer una visita á aquel antiguo emporio del saber, y semejante propuesta, bien que recibida con entusiasmo y aceptada en principio, suscitara algunas objeciones, relativas á lo desapacible de la otoñada, á los achaques del uno, á los quehaceres del otro y al natural temor de todos de que en la ilustre y grave Salamanca no hubiese fonda vividera, el amo de la casa, ó sea el anfitrión, encendióse (ó afectó encenderse) en santa ira, y pidiendo arrogantemente la palabra (y una segunda copa de legítimo fine-champagne), pronunció el siguiente discurso:

«Señores:

»¡Parece imposible que la edad nos haya reducido á tal grado de miseria! ¿Somos nosotros aquellos héroes, que hace algunos años, recorrían en mulo ó á pie las montañas más altas de Europa, expuestos á perecer entre la nieve, sólo por ver un ventisquero, una cascada ó el sitio en que los aludes aplastaron á tal ó cual impertérrito naturalista? ¿Somos nosotros los mismos que pasaron noches de purgatorio en ventas dignas de la pluma de Cervantes, por conocer las ruinas de un castillejo moruno, los que hicieron largas jornadas en carro de violín, por contemplar un retablo gótico; los que sufrieron á caballo todos los ardores del estío andaluz, buscando el sitio en que pudo existir tal ó cual colonia fenicia ó campamento romano? ¿Somos nosotros los atrevidos exploradores de la Alpujarra, los temerarios visitantes de Soria, los que llegaron por tierra á la misteriosa Almería, y, sobre todo, los intrépidos descubridores de Cuenca… de cuya existencia real se dudaba ya en Madrid cuando fuimos allá, sin razón ni motivo alguno, y en lo más riguroso del invierno, tripulando un coche-diligencia que volcó seis veces en veinticuatro horas?

»¡Nadie diría que nosotros somos aquellos célebres aventureros, al vernos vacilar de esta manera en ir á la conquista de la inmortal Salamanca, hoy que la locomotora la ha puesto, como quien dice, á las puertas de Madrid! ¡Nadie lo diría, al vernos retroceder ante el frío, ante la perspectiva de una cama incómoda ó de una comida poco suculenta, y ante otros trabajos y fatigas, que siempre fueron, para hombres bien nacidos, estímulo y aliciente de esta clase de expediciones! – ¡Pues qué! ¿no eran mucho más viejos que nosotros, y no tenían más achaques y dolamas, Cristóbal Colón, al embarcarse en Palos; Antonio de Leiva, al salir de Pavía en ayuda de los ejércitos imperiales, y Abdel-Melik, el Maluco, en la batalla de Alcazarquivir, á la que asistió moribundo, llevado en hombros por sus soldados, y durante la cual expiró como bueno, seguro ya de la derrota de D. Sebastián de Portugal?

»¡Un esfuerzo semejante espero yo de vosotros en la presente ocasión! ¡Considerad, señores, que se trata de Salamanca, de la Madre de las Virtudes y de las Ciencias, como la llamaban antiguamente; de la ciudad que ha llevado también el nombre de Roma la Chica, por los innumerables y nobilísimos monumentos que la decoran; celebérrima bajo la dominación de los romanos; cristiana antes de la irrupción de los godos; arrancada varias veces de manos de los sarracenos, en los siglos ix y x; liberada definitivamente en el siglo xi, y lumbrera desde entonces de la entenebrecida Europa, por su veneranda Universidad, que, con las de Oxford, Bolonia y París, vinculaba el saber de aquellos tiempos! ¡Considerad que se trata de la hija mimada de Castilla la Vieja, de la Atenas española, protegida constantemente por Magnates, Prelados, Reyes, Papas y hasta Santos, desde D. Ramón de Borgoña y el obispo Visquio, que la repoblaron, y comenzaron á engrandecerla, hasta los Reyes Católicos, que la distinguieron con su predilección casi tanto como á Granada! ¡Considerad que allí hubo concilios; que allí se reunieron Cortes; que allí se juzgó á los Templarios; que allí se establecieron preferentemente las Órdenes Militares y fundaron magníficos templos; que allí predicaron San Vicente Ferrer y San Juan de Sahagún; que allí residieron mucho tiempo Santa Teresa y San Ignacio de Loyola; que allí estudió y explicó Fr. Luis de León, y que allí estuvieron los reyes Ordoño I, Alfonso VII, Fernando II, Alfonso IX, Enrique II (antes y después de matar á su hermano), D. Juan I, D. Juan II, D. Enrique IV, los Reyes Católicos (no una, sino muchas veces), el emperador Carlos V, Felipe II, Felipe III, Felipe V, y D. Alfonso XII, que felizmente reina!

»Digo más, señores; digo más… – Allí nació y fué bautizado Alonso XI; allí murió la esposa amadísima de Trastamara, ó sea la reina D.ª Juana Manuel; allí murió también el príncipe D. Juan, único hijo varón de los Reyes Católicos, quien, de haber vivido más tiempo, hubiera ahorrado á España muchas calamidades; y allí, en fin, se casó con María de Portugal el Sr. D. Felipe II, cuyo nombre y cuyos hechos no figurarían en nuestra historia si no hubiese habido antes un Felipe I…

»Salamanca, por consiguiente, debe de estar cuajada de iglesias, de palacios y de conventos. Salamanca debe de ser un álbum arquitectónico, donde se encuentren modelos de todos los estilos cristianos: del románico, del gótico, del plateresco, del greco-romano y del churrigueresco (y esto suponiendo que no haya también piedras árabes y judías). Salamanca, en fin, será un mare magnum de portadas, de torres, de columnatas, de ojivas, de retablos, de púlpitos, de pinturas en tabla, en lienzo y al fresco, de sillerías y estatuas de madera, de verjas, de alhajas, de ornamentos, de ropas y de otras venerandas antigüedades.

»Para formar idea de ello, básteos saber que, en el siglo xii, cuando se escribió el Fuero de Salamanca, había en la ciudad 33 iglesias, y que después llegó á haber hasta 48, sin contar cuatro conventos de Monacales y 17 de Religiosos de los demás Institutos, 16 de Monjas, dos beaterios de reclusión voluntaria, uno de reclusión forzosa, y más de 30 colegios, incorporados legalmente á la Universidad… Y, aunque descontemos las muchas iglesias, y, sobre todo, los muchos conventos que habrán caído al golpe del cañón extranjero y de la piqueta constitucional y republicana desde 1808 á 1813, y desde 1835 á 1874, todavía quedarán en pie los bastantes monumentos históricos y artísticos para considerar á Salamanca (y es cuanto se puede decir) como otra Toledo. – ¡A Salamanca, pues, amigos míos! ¡A Salamanca, sin pérdida de tiempo! ¡A Salamanca, antes de que, por razón de ornato público, le sacudan el polvo de los siglos! ¡A Salamanca, antes de que la reformen, antes de que la mejoren, antes de que la profanen… (que todo viene á ser la misma cosa)! ¡A Salamanca mañana mismo!

»El viaje es sumamente cómodo… – Aquí tenéis El Indicador… – Se sale de Madrid á las nueve y media de la noche, y se llega allá á las nueve y media de la mañana. – El billete, en 1.ª clase, cuesta siete duros, que, con siete de volver, son catorce. – Supongo que habrá allí hoteles, ó sea fondas; pero, si no los hay, habrá casas de huéspedes, y si no, posadas, y si no, hospicio. – Y hablo así, porque no avisaremos á nadie nuestra llegada; que, de lo contrario, bien podríamos asegurar que allí tenemos al padre alcalde, y no sólo al padre, sino al abuelo y al bisabuelo… dado que conocemos en Salamanca al Sr. Obispo de la diócesis, Martínez Izquierdo, compañero de algunos de nosotros en las Cortes de 1869 y en el actual Senado; dado que nuestro amigo Frontaura es Gobernador de la provincia, y dado que yo cuento además en aquella población con la antigua y excelente amistad de otras personas, que no dejaré de presentaros en el momento oportuno. – Fuera de esto, sabed que Salamanca gozó siempre opinión de barata y de rica, y que sus alimentos son también muy celebrados. Los castaños y encinas de sus montes dan pasto al mejor ganado de cerda de las Españas, y el tal ganado de cerda (convendréis en ello) puede muy bien servir de pasto á viajeros tan aguerridos como nosotros. A mayor abundamiento, las truchas del Tormes gozan igual fama de exquisitas (me refiero al geógrafo Miñano), sin contar con que en los corrales de aquellas casas de labor se crían ciertos pavos enormes, ya cantados por mí en un célebre soneto. – Y, ¡en fin, señores! ¡qué diablos! ¡corre de mi cuenta llevar un cesto de víveres y municiones (cuando digo municiones

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1

Este viaje se hizo y fué escrito en 1873. – Hoy se va en ferrocarril á Navalmoral de la Mata.

(Nota de la presente edición.)

2

Este trabajo figura en el tomo II de Novelas cortas del autor.

3

Esta enumeración de los títulos del Emperador es literalmente la misma con que principia su testamento.

4

En este punto me atengo casi literalmente á la relación del Sr. Montero, más circunstanciada que la misma Crónica de Fr. Luis de Santa María, por apoyarse, no sólo en ésta, sino en otros documentos y tradiciones.

5

Lafuente.

6

Y eso que previamente se había trabajado mucho en aquel puerto para hacerlo transitable, por lo cual se le denominó Puerto Nuevo ó del Emperador, cuyo nombre lleva hoy.

7

El Prior (dice Gaztelu) llamó al Emperador Vuestra Paternidad, de lo cual luego fué advertido por otro fraile que estaba á su lado, y le acudió con Majestad.

8

Archivo de Simancas, Estado, leg. núm. 128. – Esta cita es del historiador D. Modesto Lafuente.

9

El P. Sigüenza, Hist. de la Orden de San Jerónimo.

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