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La bodega
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Vicente Blasco Ibáñez

La bodega

I

Apresuradamente, como en los tiempos que llegaba tarde a la escuela, entró Fermín Montenegro en el escritorio de la casa Dupont, la primera bodega de Jerez, conocida en toda España; «Dupont Hermanos», dueños del famoso vino de Marchamalo, y fabricantes del cognac cuyos méritos se pregonan en la cuarta plana de los periódicos, en los rótulos multicolores de las estaciones de ferrocarril, en los muros de las casas viejas destinados a anuncios y hasta en el fondo de las garrafas de agua de los cafés.

Era lunes, y el joven empleado llegaba al escritorio con una hora de retraso. Sus compañeros apenas levantaron la vista de los papeles cuando él entró, como si temieran hacerse cómplices con un gesto, con una palabra, de esta falta inaudita de puntualidad. Fermín miró con inquietud el vasto salón del escritorio y se fijó después en un despacho contiguo, donde en medio de la soledad alzábase majestuoso un bureau de lustrosa madera americana. «El amo» no había llegado aún. Y el joven, más tranquilo ya, sentose ante su mesa y comenzó a clasificar los papeles, ordenando el trabajo del día.

Aquella mañana encontraba al escritorio algo de nuevo, de extraordinario, como si entrase en él por vez primera, como si no hubiesen transcurrido allí quince años de su vida, desde que le aceptaron como zagal para llevar cartas al correo y hacer recados, en vida de don Pablo, el segundo Dupont de la dinastía, el fundador del famoso cognac que abrió «un nuevo horizonte al negocio de las bodegas», según decían pomposamente los prospectos de la casa hablando de él como de un conquistador; el padre de los «Dupont Hermanos» actuales, reyes de un estado industrial formado por el esfuerzo y la buena suerte de tres generaciones.

Fermín nada veía de nuevo en aquel salón blanco, de una blancura de panteón, fría y cruda, con su pavimento de mármol, sus paredes estucadas y brillantes, sus grandes ventanales de cristal mate, que rasgaban el muro hasta el techo, dando a la luz exterior una láctea suavidad. Los armarios, las mesas y las taquillas de madera oscura, eran el único tono caliente de este decorado que daba frío. Junto a las mesas, los calendarios de pared ostentaban grandes imágenes de santos y de vírgenes al cromo. Algunos empleados, abandonando toda discreción, para halagar al amo, habían clavado junto a sus mesas, al lado de almanaques ingleses con figuras modernistas, estampas de imágenes milagrosas, con su oración impresa al pie y la nota de indulgencias. El gran reloj, que desde el fondo del salón alteraba el silencio con sus latidos, tenía la forma de un templete gótico, erizado de místicas agujas y pináculos medioevales, como una catedral dorada de bisutería.

Esta decoración semirreligiosa de una oficina de vinos y cognacs era lo que despertaba cierta extrañeza en Fermín, después de haberla visto durante muchos años. Persistían aún en él las impresiones del día anterior. Había permanecido hasta hora muy avanzada de la noche con don Fernando Salvatierra, que volvía a Jerez después de ocho años de reclusión en un presidio del Norte de España. El famoso revolucionario volvía a su tierra modestamente, sin alarde alguno, como si los años transcurridos los hubiese pasado en un viaje de recreo.

Fermín le encontraba casi igual que la última vez que le vio, antes de marchar él a Londres para perfeccionar sus estudios de inglés. Era el don Fernando que había conocido en su adolescencia; igual voz paternal y suave, la misma sonrisa bondadosa; los ojos claros y serenos, lacrimosos por la debilidad, brillando tras unas gafas ligeramente azuladas. Las privaciones del presidio habían encanecido sus cabellos rubios en las sienes y blanqueado su barba rala, pero el gesto sereno de la juventud seguía animando su rostro.

Era un «santo laico», según confesaban sus adversarios. Nacido dos siglos antes, hubiese sido un religioso mendicante preocupado por el dolor ajeno y tal vez habría llegado a figurar en los altares. Mezclado en las agitaciones de un período de luchas, era un revolucionario. Se conmovía con el lloro de un niño: desprovisto de todo egoísmo, no había acción que considerase indigna para auxiliar a los desgraciados, y, sin embargo, su nombre producía escándalo y temor en los ricos, y le bastaba, en su existencia errante, mostrarse algunas semanas en Andalucía, para que al momento se alarmasen las autoridades y se concentrara la fuerza pública. Iba de un lado a otro como un Asheverus de la rebeldía, incapaz de hacer daño por sí mismo, odiando la violencia, pero predicándola a los de abajo como único medio de salvación.

Fermín recordaba su última aventura. Estaba él en Londres cuando leyó la prisión y la sentencia de Salvatierra. Había aparecido en la campiña de Jerez, cuando los trabajadores del campo acababan de iniciar una de sus huelgas.

Su presencia entre los rebeldes fue el único delito. Le prendieron, y al interrogarle el juez militar, se negó a jurar por Dios. La sospecha de complicidad en la huelga y su irreligiosidad inaudita bastaron para enviarle a presidio. Fue una injusticia que el miedo social se permitió con un ser peligroso. El juez le abofeteó durante un interrogatorio, y Salvatierra, que de joven se había batido en las insurrecciones del período revolucionario, limitose, con una serenidad evangélica, a pedir que pusieran en observación al violento juez, pues debía sufrir una enfermedad mental.

En el presidio, sus costumbres habían causado asombro. Dedicado por afición al estudio de la Medicina, servía de enfermero a los presos, dándoles su comida y sus ropas. Iba haraposo, casi desnudo; cuanto le enviaban sus amigos de Andalucía pasaba inmediatamente a poder de los más desgraciados. Los guardianes, viendo en él al antiguo diputado, al agitador famoso que en el período de la República se había negado a ser ministro, le llamaban don Fernando, con instintivo respeto.

– Llamadme Fernando a secas – decía con sencillez. – Habladme de tú, como yo os hablo. No somos más que hombres.

Al llegar a Jerez, después de permanecer algunos días en Madrid entre los periodistas y los antiguos compañeros de vida política, que le habían conseguido el indulto sin hacer caso de su resistencia a aceptarlo, Salvatierra se dirigió en busca de los amigos que aún le restaban fieles. Había pasado el domingo en una pequeña viña que tenía cerca de Jerez un corredor de vinos, antiguo compañero de armas del período de la Revolución. Todos los admiradores habían acudido al enterarse del regreso de don Fernando. Llegaban viejos arrumbadores de las bodegas, que de muchachos habían marchado a las órdenes de Salvatierra por las asperezas de la inmediata serranía, disparando su escopeta por la República Federal: jóvenes braceros del campo que adoraban al don Fermín de la segunda época, hablando del reparto de las tierras y de los absurdos irritantes de la propiedad.

Fermín también había ido a ver al maestro. Recordaba sus años de la infancia; el respeto con que oía a aquel hombre, admirado por su padre y que durante largas temporadas vivió en su casa. Sentía agradecimiento al recordar la paciencia con que le había enseñado a leer y escribir, cómo le había dado las primeras lecciones de inglés y cómo le inculcó las más nobles aspiraciones de su alma; aquel amor a la humanidad en que parecía arder el maestro.

Al verle tras su largo cautiverio, don Fernando le estrechó la mano, sin la más leve emoción, como si se hubiesen encontrado poco antes, y le preguntó por su padre y su hermana con voz suave y gesto plácido. Era el hombre de siempre, insensible para el dolor propio, conmovido ante el sufrimiento de los demás.

Toda la tarde y gran parte de la noche permaneció en la casita de la viña el grupo de amigos de Salvatierra. El dueño, rumboso y entusiasmado por la vuelta del grande hombre, sabía obsequiar a la reunión. Las cañas de color de oro circulaban a docenas sobre la mesa cubierta de platos de aceitunas, lonchas de jamón y otros comestibles que servían de pretexto para desear el vino. Todos lo saboreaban entre palabra y palabra, con la prodigalidad en el beber propia de la tierra. Al cerrar la noche muchos se mostraban perturbados: únicamente Salvatierra estaba sereno. Él sólo bebía agua, y en cuanto a comer, se resistió a tomar otra cosa que un pedazo de pan y otro de queso. Esta era su comida dos veces al día desde que salió de presidio, y sus amigos debían respetarla. Con treinta céntimos tenía lo necesario para su existencia. Había decidido que mientras durase el desconcierto social y millones de semejantes perecieran lentamente por la escasez de alimentación, él no tenía derecho a más.

¡Oh, la desigualdad! Salvatierra se enardecía, abandonaba su flema bondadosa al pensar en las injusticias sociales. Centenares de miles de seres morían de hambre todos los años. La sociedad fingía no saberlo, porque no caían de repente en medio de las calles como perros abandonados; pero morían en los hospitales, en sus tugurios, víctimas en apariencia de diversas enfermedades; pero en el fondo, ¡hambre! ¡todo hambre!.. ¡Y pensar que en el mundo había reservas de vida para todos! ¡Maldita organización que tales crímenes consentía!..

Y Salvatierra, ante el silencio respetuoso de sus amigos, hacía el elogio del porvenir revolucionario, de la sociedad comunista, ensueño generoso, en la cual los hombres encontrarían la felicidad material y la paz del alma. Los males del presente eran una consecuencia de la desigualdad. Las mismas enfermedades eran otra consecuencia. En lo futuro, el hombre moriría por el desgaste de su máquina, sin conocer el sufrimiento.

Montenegro, escuchando a su maestro, evocaba uno de los recuerdos de su juventud, una de las paradojas más famosas de don Fernando, antes de que éste fuera al presidio y él partiese para Londres.

Salvatierra hablaba en un mitin explicando a los obreros lo que sería la sociedad del porvenir. ¡No más opresores y falsarios! Todas las dignidades y profesiones del presente habían de desaparecer. Quedarían suprimidos los sacerdotes, los guerreros, los políticos, los abogados…

– ¿Y los médicos? – preguntó una voz desde el fondo de la sala.

– Los médicos también – afirmó Salvatierra con su fría tranquilidad.

Hubo un murmullo de asombro y extrañeza, como si el público que le admiraba fuese a reírse de él.

– Los médicos también, porque el día que triunfe nuestra revolución se acabarán las enfermedades.

Y como presintiese que iba a estallar una carcajada de incredulidad, se apresuró a añadir:

– Se acabarán las enfermedades, porque las que ahora existen son por haber hecho ostentación de la riqueza, comiendo más de lo que necesita el organismo, o por comer menos la pobreza de lo que exige el sostenimiento de su vida. La nueva sociedad, repartiendo equitativamente los medios de subsistencia, equilibrará la vida suprimiendo las enfermedades.

Y el revolucionario ponía tal convicción, tal fe en sus palabras, que estas y otras paradojas imponían silencio, siendo acogidas por los creyentes con el mismo respeto que las simples turbas medioevales escuchaban al apóstol iluminado que les anunciaba el reinado de Dios.

Los compañeros de armas de don Fernando recordaban el período heroico de su vida, las partidas en la Sierra, dando cada uno gran abultamiento a sus hazañas y penalidades, con el espejismo del tiempo y de la imaginación meridional, mientras el antiguo jefe sonreía como si escuchase el relato de juegos infantiles. Aquella había sido la época romántica de su existencia. ¡Luchar por formas de gobierno!.. En el mundo había algo más. Y Salvatierra recordaba su desilusión en la corta República del 73, que nada pudo hacer, ni de nada sirvió. Sus compañeros de la Asamblea, que cada semana tumbaban un gobierno y creaban otro para entretenerse, habían querido hacerle ministro. ¿Ministro él? ¿Y para qué? Únicamente lo hubiese sido para evitar que en Madrid hombres, niños y mujeres durmieran a la intemperie en las noches de invierno, refugiándose en los quicios de las puertas y en los respiraderos de las cuadras, mientras permanecían cerrados e inservibles en el paseo de la Castellana los grandes hoteles de la gente rica, hostil al gobierno, que se había trasladado a París cerca de los Borbones para trabajar por su restauración. Pero este programa ministerial no había gustado a nadie.

Después, los amigos, al remontarse en su memoria hasta las conspiraciones en Cádiz, antes de la sublevación de la escuadra, habían recordado a la madre de Salvatierra… ¡Mamá! Los ojos del revolucionario se mostraron más lacrimosos y brillantes detrás de las gafas azuladas. ¡Mamá!.. Su gesto, sonriente y bondadoso, se borró bajo una contracción de dolor. Era su única familia, y había muerto mientras él permanecía en el presidio. Todos estaban acostumbrados a oírle hablar con infantil sencillez de aquella buena anciana, que no tenía una palabra de reproche para sus audacias y encontraba aceptables sus prodigalidades de filántropo, que le hacían volver a casa medio desnudo si encontraba un compañero falto de ropa. Era como las madres de los santos de la leyenda cristiana, cómplices sonrientes de todas las generosas locuras y disparatados desprendimientos de sus hijos. «Esperad que avise a mamá, y soy con vosotros», decía horas antes de una intentona revolucionaria, como si esta fuese su única precaución personal. Y mamá había visto sin protesta cómo en estas empresas se gastaba la modesta fortuna de la familia, y le seguía a Ceuta cuando le indultaban de la pena de muerte por la de reclusión perpetua; siempre animosa y sin permitirse el más leve reproche, comprendiendo que la vida de su hijo había de ser así forzosamente, no queriendo causarle molestias con inoportunos consejos, orgullosa, tal vez, de que su Fernando arrastrase a los hombres con la fuerza de los ideales y asombrara a los enemigos con su virtud y su desinterés. ¡Mamá!.. Todo el cariño de célibe, de hombre que, subyugado por una pasión humanitaria, no había tenido ocasión de fijarse en la mujer, lo concentraba Salvatierra en su animosa vieja. ¡Y ya no vería más a mamá! ¡no encontraría aquella vejez que le rodeaba de mimos maternales como si viese en él un eterno niño!..

Quería ir a Cádiz para contemplar su tumba: la capa de tierra que le ocultaba a mamá para siempre. Y había en su voz y en su mirada algo de desesperación; la tristeza de no poder aceptar el engaño consolador de otra vida; la certidumbre de que más allá de la muerte se abría la eterna noche de la nada.

La tristeza de su soledad le hacía agarrarse con nueva fuerza a sus entusiasmos de rebelde. Dedicaría lo que le restaba de existencia a sus ideales. Por segunda vez le sacaban de presidio y volvería a él siempre que los hombres quisieran. Mientras se mantuviera de pie, pelearía contra la injusticia social.

Y las últimas palabras de Salvatierra, de negación para lo existente, de guerra a la propiedad y a Dios, tapujo de todas las iniquidades del mundo, zumbaban aún en los oídos de Fermín Montenegro, cuando a la mañana siguiente ocupó su puesto en la casa Dupont. La diferencia radical entre el ambiente casi monástico del escritorio, con sus empleados silenciosos, encorvados junto a las imágenes de los santos, y aquel grupo que rodeaba a Salvatierra de veteranos de la revolución romántica y jóvenes combatientes de la conquista del pan, turbaba al joven Montenegro.

Conocía de antiguo a todos sus compañeros de oficina, su ductilidad ante el carácter imperioso de don Pablo Dupont, el jefe de la casa. Él era el único empleado que se permitía cierta independencia, sin duda por el afecto que la familia del jefe profesaba a la suya. Dos empleados extranjeros, uno francés y otro sueco, eran tolerados como necesarios para la correspondencia extranjera; pero don Pablo les mostraba cierto despego, al uno por su falta de religiosidad y al otro por ser luterano. Los demás empleados, que eran españoles, vivían sujetos a la voluntad del jefe, cuidándose, más que de los trabajos de la oficina, de asistir a todas las ceremonias religiosas que organizaba don Pablo en la iglesia de los Padres Jesuitas.

Montenegro temía que su jefe supiera a aquellas horas dónde había pasado el domingo. Conocía las costumbres de la casa: el espionaje a que se dedicaban los empleados para ganarse el afecto de don Pablo. Varias veces notó que don Ramón, el jefe de la oficina y director de la publicidad, le miraba con cierto asombro. Debía estar enterado de la reunión; pero a éste no le tenía miedo. Conocía su pasado: su juventud, transcurrida en los bajos fondos del periodismo de Madrid, batallando contra todo lo existente, sin conquistar un mendrugo de pan para la vejez, hasta que, cansado de la lucha, acosado por el hambre, y bajo el pesimismo del fracaso y la miseria, se había refugiado en el escritorio de Dupont para redactar los anuncios originales y los pomposos catálogos que popularizaban los productos de la casa. Don Ramón, por sus anuncios y sus alardes de religiosidad, era la persona de confianza de Dupont el mayor; pero Montenegro no le temía, conociendo las creencias del pasado que aún perduraban en él.

Más de media hora pasó el joven examinando sus papeles, sin dejar de mirar, de vez en cuando, al vecino despacho, que seguía desierto. Como si quisiera retardar el momento de ver a su jefe, buscó un pretexto para salir del escritorio y cogió una carta de Inglaterra.

– ¿Adónde vas? – preguntó don Ramón viéndole salir del escritorio, después de haber llegado con tanto retraso.

– Al depósito de las referencias. Tengo que explicar el pedido.

Y salió del escritorio para internarse en las bodegas, que formaban casi un pueblo, con su agitada población de arrumbadores, mozos de carga y toneleros, trabajando en las explanadas, al aire libre o en las galerías cubiertas, entre las filas de barricas.

Las bodegas de Dupont ocupaban todo un barrio de Jerez. Eran aglomeraciones de techumbres que cubrían la pendiente de una colina, asomando entre ellas la arboleda de un gran jardín. Todos los Duponts habían ido añadiendo nuevas construcciones a la antigua bodega, conforme se agrandaban sus negocios, convirtiéndose a las tres generaciones, el primitivo y modesto cobertizo, en una ciudad industrial, sin humo, sin ruido, plácida y sonriente bajo el cielo azul cargado de luz, con las paredes de una blancura nítida y creciendo las flores entre los toneles alineados en las grandes explanadas.

Fermín pasó frente a la puerta de lo que llamaban el Tabernáculo, un pabellón ovalado, con montera de cristales, inmediato al cuerpo de edificio donde estaban el escritorio y la oficina de expedición. El Tabernáculo contenía lo más selecto de la casa. Una fila de toneles derechos ostentaba en sus panzas de roble los títulos de los famosos vinos que sólo se dedicaban al embotellado; líquidos que brillaban con todos los tonos del oro, desde el resplandor rojizo del rayo de sol al reflejo pálido y aterciopelado de las joyas antiguas: caldos de suave fuego que, aprisionados en cárceles de cristal, iban a derramarse en el ambiente brumoso de Inglaterra o bajo el cielo noruego de boreales esplendores. En el fondo del pabellón, frente a la puerta, estaban los colosos de esta asamblea silenciosa e inmóvil; los Doce Apóstoles, barricas enormes de roble tallado y lustroso como si fuesen muebles de lujo; y, presidiéndolos, el Cristo, un tonel con tiras de roble esculpidas en forma de racimos y pámpanos, como un bajo-relieve báquico de un artista ateniense. En su panza dormía una oleada de vino; treinta y tres botas, según constaba en los registros de la casa, y el gigante, en su inmovilidad, parecía orgulloso de su sangre, que bastaba para hacer perder la razón a todo un pueblo.

En el centro del Tabernáculo, sobre una mesa redonda, mostrábanse formadas en círculo todas las botellas de la casa, desde el vino, casi fabuloso, viejo de un siglo, que se vende a treinta francos para las fiestas tormentosas de archiduques, grandes-duques y famosas cocottes, hasta el Jerez popular que envejece tristemente en los escaparates de las tiendas de comestibles y ayuda al pobre en sus enfermedades.

Fermín echó una mirada al interior del Tabernáculo. Nadie. Los toneles inmóviles, hinchados por la sangre ardorosa de sus vientres, con el pintarrajeo de sus marcas y escudos, parecían viejos ídolos rodeados de una calma ultraterrena. La lluvia de oro del sol, filtrándose al través de los cristales de la cubierta, formaba en torno de ellos un nimbo de luz irisada. El roble tallado y oscuro parecía reír con los temblones colores del rayo de sol.

Montenegro siguió adelante. Las bodegas de Dupont formaban un escalonamiento de edificios. De unos a otros extendíanse las explanadas, y en ellas alineaban los arrumbadores las filas de toneles para que los caldease el sol. Era el vino barato, el Jerez ordinario, que para envejecerse rápidamente era expuesto al calor solar. Fermín recordaba la suma de tiempo y trabajo necesarios para producir un buen Jerez. Diez años eran precisos para criar el famoso vino: diez fermentaciones fuertes se necesitaban para que se formase, con el perfume selvático y el ligero sabor de avellana que ningún otro vino podía copiar. Pero las necesidades de la concurrencia mercantil, el deseo de producir barato, aunque fuese malo, obligaba a apresurar el envejecimiento del vino, poniéndolo al sol para acelerar su evaporación.

Montenegro, pasando por los tortuosos senderos que formaban las filas de toneles, llegó a la bodega de los Gigantes, el gran depósito de la casa; el almacén inmenso de los caldos antes de adquirir éstos forma y nombre, el Limbo de los vinos, donde se agitaban sus espíritus en la vaguedad de lo indeterminado. Hasta la alta techumbre llegaban los conos pintados de rojo con aros negros; torreones de madera semejantes a las antiguas torres de asedio; gigantes que daban su nombre al departamento y contenían cada uno en sus entrañas más de setenta mil litros. Bombas movidas a vapor trasegaban los líquidos, mezclándolos. Las mangas de goma iban de uno a otro gigante como tentáculos absorbentes que chupaban la esencia de su vida. El estallido de una de estas torres podía inundar de pronto con mortal oleada todo el almacén, ahogando a los hombres que conversaban al pie de los conos. Saludaron los trabajadores a Montenegro, y éste, por una puerta lateral de la bodega de los Gigantes, pasó a la llamada «de Embarque», donde estaban los vinos sin marca para la imitación de todos los tipos.

Era una nave grandiosa con la bóveda sostenida por dos filas de pilastras. Junto a éstas alineábanse los toneles en tres hileras superpuestas, formando calles.

Don Ramón, el jefe del escritorio, recordando sus antiguas aficiones, comparaba la bodega de embarque con la paleta de un pintor. Los vinos eran colores sueltos: pero llegaba el técnico, el encargado de las combinaciones, y cogiendo un poco de aquí y otro de allá, creaba el Madera, el Oporto, el Marsala, todos los vinos del mundo, imitados con arreglo a la petición del comprador.

Esta era la parte de la bodega de los Dupont dedicada al engaño industrial. Las necesidades del comercio moderno obligaban a los monopolizadores de uno de los primeros vinos del mundo, a intervenir en estos amaños y combinaciones, que constituían con el cognac la mayor exportación de la casa. En el fondo de la bodega de embarque estaba el cuarto de las referencias, «la biblioteca de la casa», como decía Montenegro. Una anaquelería con puertas de cristales guardaba alineados en compactas filas miles y miles de pequeños frascos, cuidadosamente tapados, cada uno con su etiqueta, en la que se consignaba una fecha. Esta aglomeración de botellas era como la historia de los negocios de la casa. Cada frasco guardaba la muestra de un envío; la referencia de un líquido fabricado con arreglo al deseo del consumidor. Para que se repitiera la remesa no tenía el cliente más que recordar la fecha, y el encargado de las referencias buscaba la muestra, elaborando de nuevo el líquido.

La bodega de embarque contenía cuatro mil botas de distintos vinos para las combinaciones. En un cuarto lóbrego, sin otra luz que un ventanillo cerrado por un vidrio rojo, estaba la cámara oscura. Allí el técnico examinaba, al través del rayo luminoso, la copa de vino del barril recién abierto.

Con arreglo a las referencias o a la nota enviada del escritorio, combinaba el nuevo vino con los diversos líquidos y después marcaba con clarión en las caras de los toneles el número de jarras que había que extraer de cada uno para formar la mixtura. Los arrumbadores, mocetones fornidos, en cuerpo de camisa, arremangados y con la amplia faja negra bien ceñida a los riñones, iban de un lado a otro con sus jarras de metal, trasegando los vinos de la combinación al tonel nuevo del envío.

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