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En viaje (1881-1882)
Gambetta, casi obeso, rubicundo, entrecano, lo acompaña, así como León Say y los ministros. Todos los anteojos se clavan en el grupo, pero la primera mirada es para Gambetta. El prestigio del poder atrae y fascina. ¡Qué fuertes son los hombres que consiguen sobreponerse a esa atmósfera de embriaguez en que viene envuelta la popularidad!..
Llega la noche; la circulación de carruajes se ha prohibido en las arterias principales. Por calles traviesas me hago conducir hasta la altura del Arco de Triunfo, echo pie a tierra, enciendo un buen cigarro, trabajo por la moral pública ocultando mi reloj para evitar tentaciones a los patriotas extranjeros y heme al pie del monumento, teniendo por delante la Avenida de los Campos Elíseos, con su bellísima ondulación, literalmente cuajada de gente e iluminada a giorno por millares de picos de gas y haces de luz eléctrica. Me pongo en marcha entre el tumulto. Del lado del bosque, el cielo está cubierto de miriadas de luces de colores, cohetes, bombas que estallan en las alturas y caen en lluvias chispeantes, violetas, rojizas, azules, blancas, anaranjadas. Al frente, en el extremo, sobre la multitud que culebrea en la Avenida, la plaza de la Concordia parece un incendio. A mi lado, por delante, hacia atrás, el grupo constante, eternamente reproducido, aquel grupo admirable de Gautier en su monografía del bourgeois parisiense, el padre, empeñoso y lleno de empuje, remolcando a su legítima con un brazo, mientras del otro pende el heredero cuyos pies tocan en el suela de tarde en tarde. La mamá arrastra otro como una fragata a un bote. Se extasían, abren la boca, riñen a los muchachos, alejan con ceño adusto al marchand de coco, al de pain d'épices, que pasa su mercancía por las narices infantiles tentándolas desesperadamente. Un movimiento se hace al frente; un cordón de obreros, blusa azul, casquette sobre la oreja, se ha formado de lado a lado de la Avenida. Avanzan en columna cerrada cantando en coro la Marsellesa. Algunos llevan banderas nacionales en la gorra o en la mano. Chocan con un grupo de soldados, éstos, más circunspectos, pero cantando la Marsellesa. Una colisión es inevitable; espero ver trompadas, bastonazos y coups de savate. Por el contrario, fraternizan, se abrazan, Vive la République! y vuelta a la Marsellesa. Más adelante, un grupo de obreros, blusa blanca, del brazo, dos a dos, cantas la Marsellesa y pasan sin fraternizar junto a los de blusa azul. Algunos ómnibus y carruajes desembocan por las calles laterales; el cochero, que no trae bandera, es interpelado, saludado con los epítetos de mauvais citoyen, de réac, etc. Me detengo con fruición debajo de un árbol, porque espero que aquel cochero va a ser triturado, lo que será para mi un espectáculo de incomparable dulzura, una venganza ligera contra toda la especie infame de los cocheros de París. Pero aquél es un engueuleur de primera fuerza. Habla al pueblo con acento vinoso, dice mil gracejos insolentes, en el argot más puro del voyou más canalla, y por fin… canta la Marsellesa. La muchedumbre se hace más compacta a cada momento y empiezo a respirar con dificultad. Llegamos a la plaza de la Concordia: el cuadro es maravilloso. Al frente, la rue Royale, deslumbrando y bañada por las ondas de un poderoso foco de luz eléctrica que irradia desde la esquina de la Magdalena. A la derecha, los jardines de las Tullerías, claros como en medio del día, con sus juegos de agua y las estatuas con animación vital bajo el reflejo. Un muchacho se me acerca: Pour un sou, Monsieur, la Marseillaise, avec des nouveaux couplets. Compro el papel, leo la primer copla de circunstancias y lo arrojo con asco. Más tarde, otro y otro. Todos tienen versos obscenos. Achetez le Boulevardier, vingt centimes! Compro el Boulevardier; las aventuras de ces dames de Mabille y del Bosque, con sus nombres y apellidos, sus calles y números, sobre todo, los actos y gestos de la Barronne d'Ange… ¡Indigno, innoble! Entro un instante en el jardín; ¡imposible caminar! Regreso, y, paso a paso, consigo tomar la línea de los boulevares. La misma animación, el mismo gentío, con más bullicio, porque los cafés han extendido sus mesas hasta el medio de la calle. La Marsellesa atruena el aire. ¡Adiós, mi pasión por ese canto de guerra palpitante de entusiasmo, símbolo de la más profunda sacudida del rebaño humano! ¡Me persigue, me aturde, me penetra, me desespera! Tomo la primer calle lateral y marcho durante diez minutos con rapidez. El ruido se va alejando, la calma vuelve, hay un calor sofocante, pero respiro libremente bajo el silencio. Dejo pasar una hora, porque me sería imposible dormir: ¡mi cuarto da sobre el bulevar! Al fin me decido y vuelvo al bullicio: las 12 de la noche han sonado y no queda ya en las anchas veredas, desde el bulevar Montmartre hasta la plaza de la Opera, sino uno que otro grupo de retardatarios, y aquellas sombras lívidas, flacas y míseras, que corren a lo largo del muro y os detienen con la falsa sonrisa que inspira una piedad profunda… Todo ha pasado, el pueblo se ha divertido y M. Prud'homme, calándose el gorro de noche, dice a su esposa: Madame Prud'homme, on a beau dire: nous sommes dans la décadence. Sous Sa Majesté Louis-Philippe!
Otro aspecto de ese mundo infinito de París, en el que se confunden todas las grandezas y miserias de la vida, desde las alturas intelectuales que los hombres veneran, hasta los ínfimos fondos de corrupción cuyos miasmas se esparcen por la superficie entera de la tierra, es la sesión anual del Instituto para la distribución de premios. Renán, no sólo debe presidir, lo que es ya un atractivo inmenso, sino que pronunciará el discurso sobre el premio Monthyon, destinado a recompensar la virtud.
El pequeño semicírculo está rebosando de gente; pero la concurrencia no es selecta. Falta el atractivo picante de una recepción; sólo se ven las familias de aquellos que la Academia ha sido bastante indiscreta para designar a la opinión como los futuros laureados. Pero reina en aquel recinto un aire tal de serenidad, se respira una atmósfera intelectual tan suave y tranquila, que es necesario hacer un esfuerzo para persuadirse de que se está en pleno París y en la sala de sesiones del cuerpo que agita al mundo con sus ideas y progresos. Los ujieres son políticos, afables, hablan gramaticalmente, como corresponde a cerebros académicos, y cuando el extranjero les pregunta el nombre de alguno de los inmortales cuya fisonomía le ha llamado la atención, responden con suma familiaridad, como si se tratara de un amigo íntimo; Mais c'est Simon, Monsieur! – Pardon; et celui-là? – Ah! celui-là, c'est Labiche: drôle de tête, hein?
A las dos en punto de la tarde, las bancas se llenan y los miembros del Instituto llegan con trabajo a sus asientos, invadidos por las señoras, que obstruyen los pasadizos con sus colas y crinolinas. M. Renán ocupa la presidencia, teniendo a su derecha a M. Gaston Boissier, y a su izquierda a M. Camille Doucet, uno que agitará poco la posteridad. Los tres ostentan la clásica casaca de palmas verdes, que les da cierto aspecto de loros, aquella casaca tan anhelada por de Vigny, que el día de su recepción, encontrando en los corredores de la Academia a Spontini, con palmas hasta en la franja del pantalón, se echó en sus brazos exclamando: Ah! mon cher Spontini, l'uniforme est dans la nature!
Dejemos pasar un largo y correcto discurso de M. Doncet, que el anciano lee en voz tan baja, que es penoso alcanzarla. Un gran movimiento se hace, el silencio se restablece y una voz fuerte, ligeramente áspera, empieza así: «Hay un día en el año, señores, en que la virtud es recompensada». Es M. Renán quien habla.
Un vago enjambre de recuerdos vienen a mi memoria y agitan mi corazón. La influencia de aquel hombre sobre mis ideas juveniles, la transformación completa operada en mi ideal de arte literario por sus libros maravillosos, la música inefable de su prosa serena y radiante, aquella Vida de Jesús, libro demoledor que envuelve más poesía cristiana que los Mártires, de Chateaubriand, libro de panegírico; sus narraciones de historia, sus fantasías, sus discursos filosóficos, toda su labor gigante, había forjado en mi imaginación un tipo físico característico. Ese hombre tan odiado, contra el cual truena la voz de millares de frailes, desde millares de púlpitos, debía tener algo del aspecto satánico de Dante cruzando solitario y sombrío las calles de Ravena; alto, delgado, grave y severo, con ojos de mirar intenso, cuerpo consumido por la constante excitación intelectual… ¡Era un prior de convento del siglo XV el que hablaba! Su ancha silla no podía contener aquellos miembros voluminosos, repletos; un tronco obeso y prosaico, un vientre enorme, pantagruélico… y la risa rabelesiana, franca, sonora, que sacude todo el cuerpo. La cara ancha, sin barba, reposando sobre un cuello robusto, con una triple papada, la mirada viva y maliciosa, los ademanes sueltos y cómodos. ¡Qué espíritu, qué chispa! Habló dos horas sobre la virtud, sencilla y alegremente, con elevación, con irresistible elocuencia por momentos. Pero cada diez minutos asomaba su cabeza juguetona le mot pour rire; él daba el ejemplo, dejaba el manuscrito, comenzaba por sonreír, miraba a Julio Simon, que se retorcía a carcajadas en un banco próximo, sobre todo cuando el trait había rozado de cerca la política y todo el voluminoso cuerpo de Renán se agitaba como si Momo le hiciese cosquillas. Reíamos todos a la par y los ujieres mismos se unían al gozoso coro. Cuando concluyó, dándonos las gracias por haber ido a oírlo bajo aquella temperatura, lo que constituía un acto de verdadera virtud, cuando se disipó la triple salva de nutridos aplausos y me encontré en la calle tenía todavía en el oído la voz jocosa y en los ojos las ondulaciones tumultuosas de aquel vientre que se agitaba con el último soplo de la risa, gala del cura de Meudon, más franca y comunicativa que el inextinguible reír de los dioses de Homero.
CAPITULO III
Quince días en Londres
De París a Londres. – Merry England. – La llegada. – Impresiones en Covent-Garden. – El foyer. – Mi vecina. – Westminster. – La Cámara de los Comunes. – Las sombras del pasado. – El último romano. – Gladstone orador. – Una ojeada al British Museum. – El Brown en Greendy¡Oh, portentosa comodidad de la vida europea! Luego al hotel, paso un momento al salón de lectura, tomo el Times para buscar si hay telegramas de Buenos Aires, leo la buena noticia de la organización definitiva de la compañía del ferrocarril Andino y me pongo de buen humor, pensando que en breve, la dulce y querida Mendoza estará ligada al Plata por la arteria de hierro. Antes de dejar el diario, echo una mirada a los anuncios de teatro: Covent-Garden: sábado, última representación del Demonio, de Rubinstein, con la Albani, Lasalle, etc.; lunes, Don Juan; miércoles, Dinorah; viernes, Etoile du Nord, por la Patti. Dispongo de quince días libres antes de tomar el vapor de América; he leído el anuncio el viernes a la tarde; tengo hambre de música; París está insoportable… Un telegrama a Londres a un amigo para que me retenga localidades y a la mañana siguiente, heme volando en el tren del Norte en dirección a Calais. Mis únicos compañeros de vagón son dos jóvenes franceses de Marsella, recién casados, que van a pasar una semana en Londres, como viaje de boda. No hablan palabra de inglés, no tienen la menor idea de lo que es Londres, ni dónde irán a parar, ni qué harán. Victimas predestinadas del guía, su porvenir me horroriza. Henos en Calais; aquel mar infame, que en 1870, en una larga travesía entre Dover y Ostende, me hizo conocer por primera y última vez el mareo, parece un lago de la Suiza. Piloteo a mis amigos del tren, atravesamos el canal en hora y tres cuartos, sobre un soberbio vapor, y tomamos de nuevo el tren en Dover. Bellísimas las campiñas de aquel suelo que en los buenos tiempos del pasado, aún en medio de la salvaje tragedia de las dos Rosas, se llamó Merry England, tiempo de que los alegres cuentos de Chaucer dan un reflejo brillante y que desaparecieron para siempre bajo la atmósfera glacial de los puritanos. Los alrededores de Chatham son admirables, y la ciudad, coquetamente tendida sobre las márgenes del río, levanta su fresca cabeza sobre los raudales de esmeralda que la rodean. Todos los campos cultivados; bosques, colinas, canales. Un verde más claro que en las campiñas de la Normandía que acabo de atravesar. Estaciones a cada paso, que adivinamos por el ruido al cruzar como el rayo su frente, sin distinguir más que una masa informe. El tren ondea y a favor de la curva, vemos a lo lejos una mole inmensa, coronada de humo opaco. Empezamos a entrar en Londres, estamos ya en ella y la máquina no disminuye su velocidad; a nuestros pies, millares de casas, idénticas, rojizas; vemos venir un tren contra nosotros; pasa rugiendo bajo el viaducto, sobre el que corremos. Otro cruza encima de nuestras cabezas, todos con inmensa velocidad. Y andamos, cruzamos un río, nos detenemos un momento en una estación, volvemos a ponernos en camino, atravesamos de nuevo el mismo río sobre otro puente. La francesita, atónita, se estrecha contra el marido, que a su vez tiene la fisonomía inquieta y preocupada. Es la inevitable y primera sensación que causa Londres; la inmensidad, el ruido, el tumulto, producen los efectos del desierto; uno se siente solo, abandonado, en aquel momento adusto y de un aspecto severo… ¡Charing-Cross! Al fin; me despido de los compañeros, un abrazo al amigo que espera en la estación, un salto al cab, que sale como una saeta, cruzamos doscientas calles serpeando entre millares de carruajes, saludo al pasar Waterloo Place y compruebo que el pobre Nelson tiene aún, en lo alto de su columna, aquel deplorable rollo de cuerda, que hace tan equívoca la ocupación a que se entrega; enfilamos Regent's Street, veo el eterno Morning-House de Oxford Corner, que me orienta, y un momento después me detengo en la puerta del Langham-Hotel. Son las seis y media de la tarde; a las siete y media se alza el telón en Covent-Garden.
Covent-Garden, en los grandes días de la season, tiene un aspecto especial. El mundo que allí se reune pertenece a las clases elevadas de la sociedad, por su nombre, su talento o su riqueza. Dos mil personas elegidas entre los cuatro millones de habitantes de Londres, un centenar de extranjeros distinguidos, venidos de todos los puntos de la tierra: he ahí la concurrencia. Se nota una comodidad incomparable; la animación discreta del gran mundo, temperada aún por la corrección nativa del carácter inglés; una civilidad serena, sin las bulliciosas manifestaciones de los latinos; la tranquila conciencia de estar in the right place… Corren por la sala, más que los nombres, rápidas miradas que indican la presencia de una persona que ocupa las alturas de la vida; en aquel palco a la derecha, se ve a la princesa de Gales con su fisonomía fina y pensativa; aquí y allí, los grandes nombres de Inglaterra, que al sonar en el oído, despiertan recuerdos de glorias pasadas, generaciones de hombres famosos en las luchas de la inteligencia y de la acción. No hay un murmullo más fuerte que otro; los aplausos son sinceros, pero amortiguados por el buen gusto. El aspecto de la platea es admirable: más de la mitad está ocupada por señoras cuyos trajes de colores rompen aquella desesperante monotonía del frac negro en los teatros del continente. Pero lo que arrastra mis ojos y los detienen, son aquellas deliciosas cabezas de mujeres; no hablo aún de los rostros, que pueden ser bellos e irregulares. Me refiero a la cabeza, levantándose, suelta, desprendida, el pelo partido al medio, cayendo en dos hondas tupidas que se recogen sobre la nuca, jamás lisa, como en aquellos largos pescuezos de las vírgenes alemanas. El cabello, rubio, castaño, negro, tiene reflejos encantadores; pueden contarse sus hilos uno a uno, y la sencillez severa y elegante del peinado, saliendo de la rueda trivial y caprichosa, que cambia a cada instante, hace pensar que el dominio del arte no tiene límites en lo creado.
Henos en el foyer. Qué vale más, ¿este espactáculo de media hora o el encanto de la música, intenso y soberano bajo una interpretación maravillosa? Quedémonos en este rincón y veamos desfilar todas esas mujeres de una belleza sorprendente. Marchan con firmeza; la estatura elevada, el aire de una distinción suprema, los trajes de un gusto exquisito y simple. Pero sobre todo, ¡qué color incomparable en aquellos rostros, en cuyo cutis parece haberse «disuelto la luz del día»; con qué tranquilidad pasan mostrando los hombros torneados, el seno firme, los brazos de un tejido blanco y unido, la mirada serena, los labios rosados, la frescura de una boca húmeda y un tanto altiva!.. Tengo a mi lado, en el stall contiguo, una señora que no me deja oír la música con el recogimiento necesario. Debe tener treinta años y el correcto gentleman que la acompaña es indudablemente su marido. Han cambiado pocas, pero afectuosas palabras durante la noche. Por mi parte, tengo clavado el anteojo en la escena… pero los ojos en las manos de mi vecina, largas, blancas, transparentes, de uñas arqueadas y color de rosa. Sostiene sobre sus rodillas una pequeña partitura de Don Juan, deliciosamente encuadernada. La lee sin cesar, y sus pestañas negras y largas proyectan una sombra impalpable sobre el párpado inferior. El pelo es de aquel rubio oscuro con reflejos de caoba que tiene perfumes para la mirada… La Patti acaba de cantar su dúo con Mazzetto; aplaudimos todos, incluso mi vecina, que deja caer su Don Juan. Al inclinarme a tomarlo, al mismo tiempo que ella, rozó casi con mis labios su cabello… Recojo el libro, se lo entrego y obtengo en premio una sonrisa silenciosa. Cotogni está cantando con inefable dulzura la serenata, mientras en la orquesta los violines ríen a mezza voce, como les lutins en la sombra de los bosques… ¡Pero el inglés que acompaña a mi vecina, debe ser un hombre feliz!
De nuevo en el foyer; he ahí el lado bello e incomparable de la aristocracia, cuando es sinónimo de suprema distinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmósfera delicada, en la que el espíritu y la forma se armonizan de una manera perfecta. La tradición de raza, la selección secular, la conciencia de una alta posición social que es necesario mantener irreprochable, la fortuna que aleja de las pequeñas miserias que marchitan el cuerpo y el alma, he ahí los elementos que se combinan para producir las mujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres fuertes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde Park Corner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una elegancia de la naturaleza.
El sentimiento predominante en el viajero que penetra en las ruinas de los templos védicos de la India, pasea sus ojos por las soberbias reliquias de Saqqarah o de Boulaq, más aún que visita los restos del Coliseo de Roma; es una mezcla de recogimiento y de asombro, una sensación puramente objetiva, si puedo expresarme así. Nuestra naturaleza moral no está comprometida en la impresión, porque los mundos aquellos se han desvanecido por completo y su influencia es imperceptible en los modos humanos del presente. No así cuando se marcha bajo las bóvedas de Westminster; no así cuando se asciende silenciosamente a ocupar un sitio en la barra de aquella Cámara de los Comunes cuyas paredes conservan el eco de los acentos más generosos y más altos que hayan salido de boca de los hombres en beneficio de la especie entera. En vano advierto el espíritu, alarmado por la emoción intensa, que la memoria despierta en el corazón ofuscando el juicio; en vano advierte que la historia inglesa no es sino el desenvolvimiento del egoísmo inglés, que esas libertades públicas, tan caramente conquistadas, eran sólo para el pueblo inglés, que por siglos enteros vivieron amuralladas en la isla británica, sin influencia ninguna sobre los destinos de la Europa y del mundo. El pensamiento se levanta sobre ese criterio estrecho y aparta con resolución el detalle para contemplar el conjunto. Entonces se ve claro que la lenta elaboración de las instituciones libres se ha efectuado en aquel recinto y que la palabra de luz ha salido de su seno, en el momento preciso, para iluminar a todos los hombres…
Penetra la claridad por el techo de cristal; la sala es pequeña e incómoda, con cierto aire de templo y de colegio. Los diputados se sientan en largos bancos estrechos, sin divisiones ni mesas por delante. El speaker está metido en un nicho análogo a aquellos en cuyo fondo brilla una divinidad mongólica. A su derecha, en el primer banco, los ministros… Miro con profunda atención eso escaño humilde. ¡Cuántos hombres grandes lo han ocupado en lodos los tiempos! ¡Cuántos espíritus poderosos, inquietos, sutiles, hábiles, han brillado desde allí! Me parece ver la sonrisa sardónica de Walpole, mirando con sus ojos maliciosos a aquel mundo que domina degradándolo; el aire elegante de Bolingbroke, la majestad teatral de Chatham, la inquietud, la insuficiencia de Addington, la indiferencia de gran tono de North, la cara pensativa y fatigada de Pitt, la noble fisonomía de Fox, la rigidez de un Perceval o de un Castlereagh, la viril figura de Canning, la honesta y grave de Peel, el rostro fino y audaz de Palmerston, la astuta cara de Disraeli, y tantos, tantos otros cuyos nombres vienen a millares, cada uno con su séquito propio. En eso otro banco estaba sentado Burke, el día sombrío para Fox, en que el huracán de la Revolución Francesa, salvando el estrecho, rompió para siempre los vínculos de amistad sagrada que unían a los dos tribunos. Allí caía Sheridan, rendido, con la mirada opaca, el rostro lívido por los excesos de la orgía, y allí se levantaba para gritar a Pitt, para azotarle el rostro con esta frase que cimbra como un látigo: «¡Sí, no ha corrido sangre inglesa en Quiberon, pero el honor inglés ha corrido por todos los poros!» Allí Wilberforce, más allá Mackintosch… ¿Cómo recordar a todos? Pero ahí están: su espíritu flota sobre esa reunión de hombres, y el extranjero que no tiene el hábito de ese espectáculo, cree verlos, cree oírlos aún con sus voces humanas. En el banco de los ministros, Gladstone, Bright, Forster… Pero el último romano domina a todos. En él concluye por el momento la larga serie de los grandes hombres de estado en Inglaterra. La herencia de Beaconsfield está aún vacante entre los tories: ¿cuál es el whig que va a cubrirse con la armadura del anciano Gladstone, que se inclina ya sobre la tumba? ¿Cuál es el brazo que va a mover esa espada abrumadora? No lo hay en el suelo británico, como no hay en la casa de Brunswick un príncipe capaz de levantar el escudo de un Plantagenet. La Inglaterra lo sabe y sigue con pasión los últimos años, los últimos relámpagos de ese espíritu de incomparable intensidad, los últimos esfuerzos de esa inteligencia extraordinaria que ha salvado los límites marcados por la naturaleza. Helo ahí: ha trabajado en su despacho 12 horas consecutivas, en las finanzas, en la política externa, teniendo los ojos fijos en el interior del Asia, donde el protegido de la Inglaterra cede en este momento el campo a un rival afortunado; en el extremo austral del África, donde los toscos paisanos holandeses desafían de nuevo el poder inglés; una hora para comer, y en seguida a la Cámara. Su cabeza de águila está reclinada sobre el pecho. ¿Reposa? ¿Medita? No; escucha al adversario que impugna su obra magna, su testamento político, ese «bill de Irlanda» con él que ha querido contrarrestar el torrente enriquecido por tres siglos de dolores y amarguras, el bill con que quiere modificar en un día un régimen petrificado ya, como el generoso Turgot quería modificar el antiguo régimen en Francia, con sus «asambleas provinciales»… De pronto, un estremecimiento agita su cuerpo; levanta la cabeza, mira a todos lados, y al fin, inclina el cuerpo, para ponerse rápidamente de pie, así que el impugnador haya concluido. Un soplo nervioso corre por la asamblea. Hear, hear! Gladstone! M. Gladstone, dice a su vez el speaker. El primer ministro toma el primer sombrero que tiene a mano, pues nadie puede hablar descubierto y se pone de pie. ¡Cómo se apiñan los irlandeses en su escaso grupo de la izquierda! La pequeña figura de Biggar, una especie de Pope, se hace notar por su movilidad. Parnell está allí; ha hablado ya. Si la herencia política de O'Connell es pesada, la tradición de su elocuencia es abrumadora… Oigamos a Gladstone: ante todo, la autoridad moral, incontrastable de aquel hombre sobre la asamblea. Liberales, conservadores, radicales, independientes, irlandeses, todo el mundo le escucha con respeto. Habla claro y alto: su exordio tiene corte griego y el sarcasmo va envuelto en la amargura sombría de haber vivido tantos años para alcanzar los tiempos en que bajo las bóvedas de Westminster se oyen las palabras que acaban de herir dolorosamente su oído. Poco a poco, su tono va descendiendo, y por fin toma cuerpo a cuerpo a su adversario, lo estrecha, lo hostiliza, lo modela entre sus manos, y dándole una figura deforme y raquítica, lo presenta a la burla de la Cámara, como Gulliver a un liliputiense. La víctima lucha; interrumpe con un sarcasmo acerado; Gladstone, en señal de acceder a la interrupción, toma asiento rápidamente; pero, al ver caer el dardo a sus pies, como si hubiese sido arrojado por la mano cansada del viejo Priamo, lo toma a su vez, y, con el brazo de Aquiles, lo lanza contra aquel que deja clavado e inmóvil por muchas horas. ¡Oh! ¡la palabra! Sublime manifestación de la fuerza humana, único elemento capaz de sacudir, guiar, enloquecer, los rebaños de hombres sobre el polvo de la tierra! Tiene la armonía del verso, la influencia penetrante del ritmo musical, la forma de los mármoles artísticos, el color de los lienzos divinos. ¡Y entre los raudales de su luz, las olas de melodía, las formas armoniosas como el metro griego, van el sarcasmo de Juvenal, la flecha de Marcial, la punta incisiva de Swift, o el golpe contundente de Junius el sublime anónimo!..