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La Igualdad Social y Política y sus Relaciones con la Libertad
Los elementos intelectuales y físicos que fatalmente parecen establecer una inevitable desigualdad, están neutralizados por el elemento moral que no pasa un nivel ciego aplastando lo que sobresale, sino que ordena justas compensaciones, suprime naturales desigualdades y establece otras que son consecuencia de una voluntad firme ó débil, torcida ó recta, y parecen premios merecidos y castigos justos.
Así, pues, aquella desigualdad congénita que parecía tan grande y tan fatal, observada de cerca no es tan fatal, ni tan grande; porque además de ser en parte necesaria para la armonía social, en parte está condicionada moralmente: no es el destino ciego que eleva ó rebaja, sino una ley en virtud de la cual pueden descender ó sobresalir, según quieran emplear bien ó mal las facultades recibidas.
Esto no es decir que siempre suceda así, ni que muchas veces no suceda lo contrario. Hay organizaciones tan débiles que el régimen más severo no fortifica; deformidades cuya fealdad no puede dejar de ser repulsiva; entendimientos tan cortos que no logra poner al nivel común el trabajo más perseverante; y dolores terribles de noble origen que contraen el rostro y le desfiguran: la voluntad, que basta siempre para ser bueno, no en todas ocasiones tiene poder bastante contra un físico enfermizo ó desagradable ó una inteligencia muy limitada. Es innegable, pues, que hay desigualdades congénitas inevitables, dichosas para unos, desdichadas para otros; hay misterio en esta desigualdad original: este es un hecho; pero no debe exagerarse su importancia, ni darle más alcance del que tiene, ni dejar de ver, al lado del elemento fatal de la desigualdad, un correctivo en la voluntad del hombre y su libre albedrío, que condiciona moralmente inconvenientes y ventajas que parecían haberse recibido sin condición alguna.
Así, pues, al estudiar la desigualdad la vemos desde su origen resultar de las diferencias congénitas de los hombres, fatales para ellos, pero condicionadas por el elemento voluntario de la voluntad libre. Y esto es tan cierto, tan esencial de la naturaleza humana, que en las hordas salvajes, en los pueblos bárbaros, en las naciones civilizadas, donde quiera que estudiemos la igualdad, veremos siempre el fatalismo modificado, neutralizado ó vencido por el elemento moral, que en ningún caso deja de ejercer grande influencia en el modo de establecer las jerarquías sociales ó de suprimirlas. La pasión ó el espíritu de secta ó de escuela, ni el delirio de las iras populares, no son los que nos dan niveladores tan ciegos é insensatos como ellos, sino que la naturaleza humana, y á nuestro parecer la voluntad divina, nos ofrece compensaciones para las diferencias y medios de realizar la igualdad en el elemento moral, en la voluntad y libre albedrío del hombre.
El origen de la desigualdad, en parte misteriosa, en parte de fácil explicación, fatal en alguna manera y hasta cierto punto consecuencia de la voluntad del hombre, está siempre en la naturaleza humana, y, por tanto, puede variar en sus grados y formas, pero no desaparecer.
¿Y la desigualdad aumenta ó disminuye con la civilización? ¿Sus progresos están en razón directa ó inversa de los del pueblo donde se estudia?
Los primeros progresos de las sociedades deben ser desfavorables á la igualdad, y podrá favorecerla ó perjudicarla una civilización más adelantada, según circunstancias que varían casi al infinito: tal vez podría decirse, respecto á la cultura de los pueblos, que la igualdad está en los extremos, y en medio la desigualdad; pero si esto se estableciera como regla tendría demasiadas excepciones, que, bien estudiadas, pondrían de manifiesto la influencia del elemento moral que hemos señalado.
La igualdad debe estar en su máximo grado en los pueblos salvajes. En lo físico, los débiles perecen al nacer ó en la infancia; hay un mínimum muy elevado de robustez y de fuerza indispensable para vivir: los que tienen menos sucumben; sólo pueden distinguirse los que tienen más. No viviendo los lisiados, enfermizos, enfermos ni deformes, disminuyen los elementos de la fealdad, y tampoco tiene muchos la hermosura en medio de una existencia materialmente tan penosa y con tan escasos recursos para embellecerse: esto no es decir que todos sean igualmente fuertes y bellos; pero están muy limitadas las diferencias físicas, y en su grado máximo la igualdad.
En lo intelectual, la esfera de acción se halla también muy reducida: ni artes, ni ciencias, ni industria, ni comercio; ninguno de los infinitos medios que sirven para poner de manifiesto la diferencia de aptitudes y la superioridad de facultades. Más destreza, más astucia para la caza, mayor disposición para las empresas de la guerra, un poco más ó menos de arte para preservarse de la intemperie ó arrostrarla con menor peligro, son los únicos modos de diferenciarse por debajo ó sobre el nivel común.
La esfera moral tiene también límites estrechos: son imposibles la mayor parte de los vicios de la civilización y las opuestas virtudes. No hay bebidas con que embriagarse; el trabajo, que es condición de vida, y el cansancio, que hace necesarias largas horas de reposo, disminuyen las del ocio. Lo rudo de la vida y la escasez de alimentos ponen límites á la incontinencia, y la general pobreza á los ataques á la propiedad: los de las personas tienen rara vez objeto, y siempre peligro, entre hombres á quienes pocas veces se puede robar, y que, fuertes y habituados al peligro, se defienden valerosamente. No habiendo apenas goces, la tentación de gozar no impulsa á apoderarse de lo ajeno; el egoísmo tiene carácter más negativo; las pasiones feroces apenas hallan freno, y es posible satisfacerlas igualmente sin reprobación, y antes con público aplauso. Son imposibles y no existe siquiera idea de la mayor parte de las virtudes, y apenas hay ni se concibe más que la fortaleza para sufrir el dolor y arrostrar la muerte. Este modo de ser como encadenado por las necesidades físicas, por la dificultad de satisfacerlas; esta limitación de ideas, han de dar cierta uniformidad á los afectos y á las determinaciones. Sin duda que desde luego serán diferentes; sin duda habrá personas mejores y peores, de carácter más débil y más firme, de voluntad más ó menos enérgica, más ó menos recta, más ó menos incontrastable; pero todas las diferencias se encerrarán en un círculo muy limitado. Los goces, como las privaciones, se parecen; el dolor y el placer tienen una generalidad uniforme, que difícilmente da lugar á la envidia ni á la compasión, al daño ni al consuelo: cuando unos tienen hambre ó frío, los otros padecen de frío y de hambre; cuando unos carecen de albergue, los otros no le hallan; cuando unos se ven en peligro, lo están los otros también. En aquel estado en que los hombres se ven obligados, por una necesidad absoluta, á tener un género de vida idéntico, no deben aparecer apenas las diferencias naturales que, cual semillas en terreno impropio para que germinen, desaparecen sin haberse desarrollado. Como Chateaubriand saludaba en el cementerio de aldea á los héroes sin victoria, en las tumbas de un pueblo primitivo podrían saludarse ambiciosos sin poder, filósofos sin ideas, poetas sin lira: en semejante estado social, la igualdad está en su grado máximo.
Apenas el hombre trabaja con más perfección, de modo que no necesite estar trabajando siempre, aquella necesidad imperiosa ciegamente niveladora disminuye. El más hábil, el más previsor realiza algunas economías, tentación para el que no las tiene, recurso para el que por medio de ellas puede entregarse á un reposo fecundo. Aparecen el malhechor que se apodera de lo ajeno, el vicioso que se entrega á una brutal sensualidad, el que extasiado contempla los sublimes espectáculos de la Naturaleza, el que observa ó adivina las leyes del mundo físico, y el que desciende á lo íntimo de su sér, á su conciencia y á su corazón, para investigar las del mundo moral. Tan pronto como los hombres dejan de estar apremiados por necesidades imprescindibles é idénticas, empiezan á rebajarse los unos, á elevarse los otros. Uno contempla el cielo, observa los movimientos de los astros y es el primer astrónomo; otro quiere fertilizar la tierra, inventa un instrumento para removerla y es el primer mecánico; aquél entra en sí mismo, y se pregunta quién es y cómo es, observa la creación, busca al Creador y es el primer filósofo. A medida que los conocimientos se acumulan, se multiplican, se diferencian mayor número de facultades ó todas entran en actividad, y las desigualdades se marcan más cada vez. Hay sabios é ignorantes, héroes y criaturas viles, criminales y santos. La necesidad general del trabajo continuo é idéntico para no perecer de hambre, era como un punto céntrico del cual no era posible alejarse mucho; pero á medida que el pueblo se civiliza, el círculo se ensancha, los radios se multiplican y extienden, y los hombres que marchan en direcciones opuestas se alejan cada vez más.
Pero este aumento de la desigualdad con el de la civilización no es graduado; no se verifica en virtud del desarrollo desigual de facultades diferentes; no concurren á él en proporciones razonables los elementos físico, intelectual y moral que constituyen el hombre que reposada y equitativamente se eleva ó desciende, según que ha recibido mayores dotes ó las aprovecha mejor. Desde los primeros albores de la vida de los pueblos se ve una causa permanente y poderosa, subversiva del orden y de la justicia, que no se tiene en cuenta para elevar y rebajar: esta causa de desigualdades establecidas ab irato, es la guerra.
La guerra, respecto al asunto que nos ocupa, es subversiva del orden principalmente en tres conceptos:
Por el modo de calificar á los hombres para elevarlos y rebajarlos;
Por los medios empleados para elevar;
Por la escala que establece para los de arriba y para los de abajo, ó más bien por el abismo que abre entre unos y otros.
La guerra no pedía al hombre para elevarle una superioridad verdadera, que consiste en la armonía de sus facultades y en la superioridad de algunas: fuerza física, valor y alguna destreza para utilizarle era todo lo que necesitaba para sobreponer un individuo ó un pueblo respecto de otros pueblos ú otros individuos. No exigía del hombre que declaraba superior que fuese completo y armónico; le bastaba mutilado, por decirlo así, y hasta monstruoso: podía ser de limitado entendimiento y depravada moral, incapaz de comprender nada elevado ni hacer nada bueno; podía ser hasta excepcionalmente malo, y, no obstante, calificarse de superior, de grande, y lograr prestigio, poder, riqueza. En vez de concurrir á su elevación todas las dotes naturales verdaderamente humanas, y la voluntad para utilizarlas, bastábanle pocas cualidades ó alguna pasión que las suplía. Parece claro este hecho: que la guerra tiene un criterio limitado é injusto para calificar á los hombres, elevándolos conforme á sus necesidades, que son las de la lucha, y no las de la justicia. Y si puede ensalzar y ensalza muchas veces á los menos inteligentes y más perversos, ¿qué reglas aplica á los que deprime? No serán equitativas, porque, en general, no se puede dar á un hombre más de lo que merece, sin que otro reciba menos de lo que es debido; y en este caso particular, el motivo que lleva á prescindir de todas las circunstancias malas que no perjudican para el combate, hace desdeñar las buenas que en él no se utilizan, y al batallador limitado ó perverso que se eleva corresponde el inteligente bondadoso que se rebaja, porque le repugna la lucha, la sangre, el estrago, porque ama la vida y respeta la de los otros. En vano habrá recibido altas dotes que puede y quiere utilizar en bien de sus semejantes; le faltan las que la guerra necesita, y es condenado ignominiosamente á formar parte de la masa que se desdeña y humilla.
Si el criterio de la guerra para establecer la desigualdad entre los hombres es limitado é injusto, los medios que pone á su disposición para elevarlos no son más equitativos. Muchas fuerzas ciegas que sigan el impulso de una que se reconoce superior, séalo ó no; muchas voluntades que guardan silencio para oir la voz de una sola voluntad que se impone; obediencias incondicionales é instantáneas, tan sordas al temor de la muerte como á las amonestaciones de la conciencia, y con la falta de responsabilidad, la depresión moral que rebaja. Autoridad sin límites, brillos deslumbradores, opresiones continuas necesarias ó calificadas de tales; el hábito de ver el hecho convertido en derecho, la fuerza en ley, la fortuna en mérito, todo hace que los medios empleados por la guerra sean propios para elevar á los que debían quedar muy abajo, y rebajar á los que debieran ser ensalzados.
La guerra forma una escala en que están á inmensa distancia el soldado y el jefe, y abre un abismo entre el vencedor y el vencido. Nada más contrario á la igualdad que un ejército disciplinado, á no ser el pueblo que conquista. En un principio, el exterminio establece la igualdad ante la muerte; pero cuando se empieza á conceder la vida á los vencidos se convierten en esclavos con este ó el otro nombre, con más duras ó más tolerables condiciones; entonces se inician las grandes desigualdades, que van creciendo como la avalancha que desciende por la montaña nevada. Los opresores que se elevaron suben cada vez más; los oprimidos que descendieron quedan cada vez más abajo. Hay clases, hay castas: la organización social forma alrededor de los hombres como un círculo de hierro que nadie puede romper, y fatalmente encadenado, debe morir allí porque allí nació. Una vez establecidas estas desigualdades, el nacimiento da un brillo que nada obscurece, ó una infamia que ningún mérito borra: cuando esto sucede en un pueblo, aunque no se sepa su historia, bien puede asegurarse que se compone de conquistadores y conquistados, porque sólo la embriaguez sangrienta del triunfo puede dictar tales leyes, y sólo puede admitirlas el pánico de la derrota. Una vez establecidas, una vez abierto el abismo que separa los fuertes, los nobles, los explotadores de los débiles, viles y explotados, todo parece concurrir á aumentar el poderío de los unos y la humillación de los otros. Se ha dicho con verdad que los que nacen en la esclavitud nacen para la esclavitud, que se aumenta y perpetúa degradando á los esclavos. Sobre ellos pesa lo más rudo de la obra social; y como trabajan sin descanso, sufren sin quejas, viven sin goces y mueren sin rebeldías, parece natural que vivan, sufran y mueran así, de tal modo que no sólo los hombres de la fuerza bruta, sino los pensadores y los filósofos, tienen por natural, por equitativa, por razonable la más injusta de las desigualdades, la que las crea todas, la que separa á los hombres en esclavos y dueños, la que da á unos poder, riqueza, consideración, y á los otros miseria, impotencia é ignominia; la que envilece el trabajo y ennoblece el ocio.
A veces, la casta guerrera ó la nación conquistadora no son bastante fuertes para rebajar al mismo nivel todo lo que está por debajo de ella y gradúa la desigualdad como el feudalismo, y la servidumbre de los vencidos como Roma, creando diques escalonados donde vayan á estrellarse las oleadas que levanta el sentimiento de la justicia ó el dolor de la desesperación.
Así, pues, la guerra, por la clase de personas que encumbra, por la altura á que las eleva, por los medios que emplea para elevarlas, por lo mucho que rebaja á los que deprime y los motivos que para rebajarlos tiene porque hace de unos más, de otros menos que hombres, porque distribuye ventajas y perjuicios con exceso y sin criterio, y, en fin, porque da á todo esto la consistencia necesaria, no sólo para que se sostenga, sino para que se perpetúe: la guerra puede decirse que ha sido la causa más poderosa y general de desniveles sociales, y efecto de ella son hoy todavía muchas desigualdades cuyo origen no siempre se le atribuye.
Las religiones del mundo antiguo han contribuído también á que los hombres se eleven y se rebajen por motivos que no son ni diferencias naturales, ni méritos ó culpas, y antes bien proporcionando ventajas á veces en razón inversa de los merecimientos. Mientras la Divinidad es el Omnipotente incomprensible y temido que ninguno pretende conocer, que todos procuran hacerse propicio atrayendo su benevolencia ó aplacando su cólera, cada cual es el ministro de su propio culto, y la religión establece las diferencias del merecimiento, no las desigualdades de la jerarquía. Pero desde que lo incomprensible se convierte en misterio que algunos pretenden explicar, desde que hay dogma y sacerdote, hay superioridades espirituales que no tardan en convertirse en dictaduras, que en pueblos groseros se materializan. El sacerdocio forma casta privilegiada, hace alianza con la de los guerreros, y fortifica, sancionándola en nombre de Dios, la desigualdad más injusta entre los hombres. Parece que el panteísmo de la mayor parte de las religiones del mundo antiguo debía contribuir á la igualdad; pero el dogma, que abruma al hombre, que le anonada, que le quita fuerza y dignidad, que enerva todos los resortes de la persona hasta aniquilarla moralmente, es no un enemigo, sino un aliado de las profundas distinciones entre las clases: dada una masa que se predispone á la humillación, á quien se priva de energía para la resistencia, y que consiente en rebajarse, habrá siempre alguno, varios ó muchos que se eleven para oprimirla y explotarla.
Aun en los pueblos donde no hay casta sacerdotal, ni teocracia, forman los sacerdotes un cuerpo privilegiado, que, depositario de la verdad, no la comunican á todos igualmente. Los iniciados en los grandes misterios son pocos, y el Verbo divino no mora entre la muchedumbre, condenada á vivir en la miseria, en el envilecimiento y en el error. La desigualdad decretada en el campo de batalla se bendice y se consolida en el templo.
Así, pues, los progresos de la civilización son los de la desigualdad:
Porque dan lugar á que se cultiven facultades diferentes, se desplieguen actividades más ó menos enérgicas, y se manifiesten voluntades débiles ó fuertes, rectas ó torcidas;
Porque la guerra pierde el carácter de defensiva; no tiene ya por objeto vivir, sino engrandecerse, la conquista; sustituye al exterminio la esclavitud, y cuando los vencidos son esclavos, los vencedores dejan de ser compañeros;
Porque la religión hace del sacerdocio casta, ó al menos cuerpo privilegiado que da sus oráculos al pueblo supersticioso y grosero, arrojándole el error como se arroja á los perros la carne emponzoñada.
¿Y los progresos de la civilización llevarán consigo indefectible y eternamente los de la desigualdad? Lo primero es inevitable dada la naturaleza humana: la desigualdad crece en las primeras sociedades, que viven de guerra, de ignorancia y de superstición; pero tiene un límite, puede tenerle al menos, pasado el cual decrecerá é irá acercándose al mínimum posible. ¿Cómo se perpetúa? ¿Cómo disminuye? Procuremos investigarlo.
CAPÍTULO IV
CÓMO SE PERPETÚA LA DESIGUALDAD INJUSTA
La desigualdad en las masas, clases ó castas tiene los mismos elementos que en los individuos: el físico, el intelectual, el moral, y las diferencias que en un principio tal vez no existían, y las superioridades que eran acaso imaginarias, pueden llegar con el tiempo á ser reales y positivas. La violencia ó la astucia hizo la clase ó la casta, que el tiempo puede convertir en raza; es decir, en un modo de ser físico, intelectual y moral diferente y superior en los privilegiados.
En lo físico, cuando por espacio de muchas generaciones unos se alimentan bien y trabajan poco, y otros viven en la miseria y abrumados de trabajo, si se mantienen perfectamente separados, al cabo de siglos, los descendientes de los primeros tendrán una superioridad física natural.
Además de lo que influye en el desarrollo de la inteligencia un físico endeble y enfermizo, ¿qué medios tiene de cultivarla el que no dispone de otro patrimonio que un trabajo material abrumador, ni puede ver en ella un medio de romper el círculo de hierro que le encadena en su clase? ¿Cómo y para qué ha de instruirse? No lo intenta. Embrutecido ha visto á su padre como le verán sus hijos; y cuando pasan una y otra y muchas generaciones de hombres que no han pensado, sus descendientes tienen menos actividad intelectual, menos inclinación y disposición para pensar. No se hereda el genio ni el talento, ni aun siquiera una regular inteligencia; porque todo esto, para que se haga perceptible por sus frutos, necesita el concurso de la voluntad: no se heredan individualmente aptitudes intelectuales; cualquiera sabe que hay tontos, hijos de personas de talento, y viceversa; pero numerosas colectividades, que desde largo tiempo cultivan ó no su inteligencia, y permanecen separadas, se irán diferenciando; la educación, de individual pasará á ser colectiva, producirá diferencias positivas y permanentes según las cuales la clase que se instruye, no sólo tiene la ventaja de instruirse, sino la de tener mayor aptitud natural para aprender.
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Este trabajo fué hecho en 1862, y revisado por vez primera en 1876. No debió mi madre darlo por terminado en esa fecha, cuando en 1892 volvió otra vez á repasar lo hecho en 1862 y 1876. En esta labor había llegado hasta el final del capítulo II de la segunda parte; pero ni aun lo anterior lo consideraba concluído, puesto que el borrador del índice tiene entre paréntesis la indicación de (provisional). – F. G. A.