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Sabor al amor prohibido. Crónicas del Siglo de Oro
Sabor al amor prohibido. Crónicas del Siglo de Oro

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Doña Encarnación se apenó, al saber de la decisión de su hija.

– Estarás sola allí, hija mía – le dijo con un suspiro – Y yo también me quedo sola en nuestra casa, pero tengo que estar aquí. ¡Ojalá que por lo menos Roberto se case pronto para que pueda criar a mis nietos!

– No te preocupes por mí, mamá – le consolaba Marisol. – Allí estaré muy bien en nuestra casa antigua, en nuestro jardín tan grande y hermoso, no importa en qué estación del año estemos; por aquí tienes a mis tías y a mi abuela, además Roberto y Jorge Miguel van a ir a visitarte con más frecuencia.

Quiero vivir allí unos meses para tranquilizarme, – añadió – ya pensaré que voy a hacer. Por aquí no me siento bien, parece que las mismas paredes me aprieten; ni siquiera puedo continuar mis ensayos con el coro, ya que todos vieron aquel incidente con José María. Ya no sé que puedan pensar de mi.

– Bueno, quizás, en realidad, así será mejor para ti – suspiró Doña Encarnación – vete con mi bendición, hija mía, ¡quién sabe!, acaso allí, en Córdoba, hallarás a tu prometido.

Por la mañana del día siguiente, a la entrada de la casa, a Marisol ya estaba esperándola el coche, para llevarla a Andalucía. La muchacha llevaba consigo a Silvia, su nueva sirviente. Su hermano Roberto debía acompañarla hasta Toledo.

Doña Encarnación lloraba abrazando a su hija y despidiéndose de ella. Al subir al coche, la muchacha extendió su vista mirando su casa por última vez. Pensó que su vida anterior se quedaba atrás. Le parecía que algo maravilloso, por fin, debía ocurrir en su vida, sustituyendo todas las penas y disgustos de los últimos años.

Por eso Marisol, con alegría, miraba los paisajes de la Castilla otoñal que pasaban ante su mirada, a través de las ventanillas del coche que la llevaba fuera, lejos de Madrid, al encuentro de una vida nueva.

Capítulo 14

Al cabo de unos días, Marisol llegó de nuevo a su querida finca en Andalucía. Estaban a mediados del mes de Octubre. Los árboles en el jardín y arboledas de alrededor ya empezaban a obtener los hermosos matices del otoño. En el jardín los campesinos recogían la cosecha de frutas. Una parte de la cosecha Don José la enviaba con carretería a Madrid, el resto la vendía a comerciantes.

El administrador de la finca se quejaba que antes de que los musulmanes y judíos fueran expulsados del país, había muchos comerciantes que llevaban su negocio muy bien y pagaban a manos llenas; pero en aquel momento el comercio iba muy flojo.

Don José vivía en la finca con su esposa, Doña Manuela. Los esposos ya eran de avanzada edad. No obstante, su vida al aire libre, entre la naturaleza, discurría bastante calmadamente, así que los dos gozaban de muy buena salud. Su hijo mayor ya hacía tiempo que vivía en Córdoba, donde se dedicaba al comercio, ayudando a vender la cosecha recogida en el jardín de la finca. El segundo hijo de los esposos estaba casado con una sirviente de la finca vecina, donde vivía con su familia y servía de cochero.

Doña Manuela atendía la casa para mantenerla en orden.

En la finca vivía también un viejo jardinero, Don Eusebio, que estaba enamorado de su jardín, que en realidad era producto de sus esfuerzos, y parecía que el viejito llegaba a ser parte de su obra; raramente aparecía en la casa ya que vivía en su caseta pequeña y pasaba todo su tiempo entre sus plantas.

La cocinera, doña María, vivía en la aldea con sus hijos y nietos, llegando a la finca sólo cuando venían los dueños desde Madrid.

La llegada inesperada de Marisol sorprendió a todos, aunque les había sido enviado un mensaje con aviso, por eso la estaban esperando, le habían preparado su habitación, y para tal ocasión habían llamado a María para que hiciera la comida para la señorita.

El coche se paró delante de la antigua casa mauritana. Marisol y Silvia se bajaron extendiendo la mirada alrededor de sí mismas. Era un hermoso día de otoño. El sol brillaba en el cielo azul, cantaban los pájaros, un suave vientecillo traía olores muy finos de hierbas y flores. Todos los habitantes de la casa salieron para recibir a su jovencita ama y la saludaron con una gran alegría. La sirvienta miraba a todos lados con curiosidad ya que estaba aquí por primera vez.

Marisol, al abrazar a Don José y a su esposa, a la cocinera María y al viejo jardinero, con mucho gusto extendió los músculos, y respirando con pleno pecho, exclamó:

– Por fin, ¡ya estoy en casa! ¡qué bien estar aquí! Silvia – se dirigió a su sirviente – Doña Manuela te enseñará adonde llevar el equipaje. Yo por ahora, voy a pasear por el jardín.

La muchacha con gran placer dio una vuelta por su querido jardín, disfrutando de sus hermosos paisajes, entre los árboles pintados con los colores del otoño y flores exuberantes. Se dirigió a su alberca preferida y se quedó allí admirando la placidez del agua; sobre su flor aún florecían bellas azucenas. Luego se echó a la hierba y así quedó acostada un rato mirando al cielo azul.

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