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Vientos desnudos
Vientos desnudos

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Vientos desnudos

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—¡Mmm! Está bien, te acompaño —susurra María solidaria, ante el miedo poco usual de su compañera de viaje.

—Sí, por favor —dice Carmen, con una sonrisa ciega, que su amiga adivina en la oscuridad de la cabina, tan lóbrega como el ennegrecido tren que transita insomne por la noche.

Tratando de no hacer el menor ruido encienden la luz y proceden a quitar el colchón del piso. Lo colocan de manera vertical en la pared donde está la pequeña ventana para facilitar el paso. María vigila de pie, con su cuerpo como barrera ante el peligro de la otra puerta.

Carmen se siente tranquila ante el gesto cotidiano y, sentada en el retrete, se complace escuchando el ruido del líquido entrañable que desaloja su cuerpo, con un fluir cálido y susurrante. Procede después a lavarse las manos en la minúscula palangana que se bambolea al mismo ritmo de la máquina. Está por terminar cuando las amigas escuchan un ruido sutil que proviene de la cabina contigua. Se estremecen. El miedo retorna y con premura salen del minúsculo baño, cierran la puerta y tiran el colchón al piso para ponerlo como trinchera, reforzada por ellas, con risas ahogadas y nerviosas.

María jala las frazadas para cubrirse. Se siente cada vez más irritada y, con la frialdad de sus gestos, trata de frenar a su amiga que resbala sin control por su banal y risueña estupidez. Siempre sucede así. Les gusta viajar juntas, sólo que cuando sucede algo crítico se enfadan y reaccionan de forma muy distinta; y es cuando juran que no repetirán la historia. Y mantienen la promesa hasta que las vacaciones las vuelven a convencer de que sus desencuentros son nimiedades y que pesan más las posibles y soñadas aventuras.

Carmen también piensa en su amiga. La quiere bien pero la abruma su manía de vivir con tanta seriedad. Sabe que es un riesgo viajar solas por un lugar extraño, tan cercano a la guerra, pero los empleados de la agencia de viajes la convencieron de que no habría ningún peligro. Le resultó contundente el argumento de que el salvoconducto protege siempre a los turistas. María, en cambio, se reprocha haberse dejado presionar por su amiga y por la cantaleta insistente de los promotores turísticos.

Ninguna ha decidido apagar la luz. No hablan. Acostadas, esperan. Un nuevo ruido las pone alertas. Alguien respira muy cerca de la puerta que las comunica con el baño. Adivinan una presencia que pretende borrarse para fundirse con el sonido trepidante del tren.

Afinan el oído.

La madera, con su débil resquicio, delata la cercanía del extraño con el palpitar de un corazón que no puede detenerse. Cada una siente cómo la otra tensa el cuerpo. Sigilosas se levantan del colchón, listas para lo que pueda pasar. No se mueven; respiran a pesar de todo. La manija, entonces, se mueve con un chirrido que se prolonga clandestino por la lentitud con que giran los engranes. Incrédulas, miran aturdidas los brillos opacos del metal, fríos como el terror que las embiste. Se abalanzan sobre la frágil división para hacer una barricada con sus cuerpos. Carmen ya no ríe; la boca torva, el cuerpo hundido, con deseos de desaparecer. Consternada, mira a su amiga que tiene el pelo hirsuto, coronado por antenas dispuestas a detectar cualquier ruido que delate los movimientos del agresor. Desea decirle que esta vez tiene razón, que algo grave está sucediendo, pero no puede pronunciar palabra alguna.

Una quietud pegajosa se instala en el reducido espacio y se extiende lúgubre hasta el baño y la cabina contigua, donde también enmudecen los que allí esperan. María parece estar en otro lugar, sin energía, sostenida sólo por inercia. Carmen mueve los labios para intentar hablar, pero sólo un leve bufido sale de su boca.

El tren mantiene su rítmico ajetreo.

Ninguna osa quitarse de la puerta.

Nada más sucede; el tiempo avanza.

En la inmovilidad de la pausa cada una se reprocha y le reprocha a la otra estar allí, imprudentes, indefensas. Ninguna encuentra respuestas aceptables sin acusar a la otra. Un leve estremecimiento de sus cuerpos parece responder al enojo que las distancia. Un instante después reconsideran, se miran y se perdonan. Son jóvenes, son amigas y se quieren. Las dos aceptaron el viaje; una insistió más que la otra, pero ambas se equivocaron. Ahora juntas han de afrontar las consecuencias. Se toman de la mano. Se pegan más a la madera de la puerta. Carmen ladea la cabeza para alcanzar la de María.

Los segundos transcurren precarios.

Las amigas se preguntan si de milagro ya no sucederá algo más.

Están a punto de volver a acostarse cuando una voz masculina grita, ininteligible, detrás de la puerta que bloquean con sus cuerpos, y que apiñan para fortalecer la muralla que tejen con su miedo. Continúa el torrente de puñetazos que castigan la madera. Gritos y más gritos incomprensibles torturan el silencio. Las corroe la incertidumbre.

María solloza.

Carmen gime.

Las dos cierran los ojos como si la oscuridad de sus miradas pudiera protegerlas.

Se recrudecen los empellones sobre la puerta. Ellas se tambalean. Sienten su incapacidad para soportar por más tiempo la fuerza del hombre que empuja y aúlla lo que suponen palabras soeces que injurian su dignidad como mujeres.

Llega luego otro silencio incomprensible que se interpone entre ellas, la puerta, y quien instantes antes trataba de abatirla.

Abren los ojos. Una leve iridiscencia se asoma por la ventanilla. Una sensación de alivio se instala en la cabina como si el anuncio de la luz pudiera llegar para salvarlas. Aflojan levemente sus cuerpos. Se miran intrigadas.

Se preguntan si ya todo acabó.

Desean suponer que el agresor ha desistido de su intento.

De pronto, un súbito y violento empujón abre la puerta. Ellas, ofuscadas por la sorpresa, paralizadas de terror, pierden el equilibrio, se tambalean y caen de bruces sobre el soporte de la cama baja.

Los crujidos de la urdimbre de metal oxidado ahogan sus gritos.

Un silencio fúnebre sigue a su derrumbe.

Carmen y María yacen inmóviles.

Incapaces de abrir los ojos.

Ninguna se atreve a voltear para ver el rostro de su atacante. Viejos consejos resuenan en la memoria: nunca le veas la cara a tu agresor. Eso te costará la vida. Se niegan a pensar qué sigue, aunque la certeza revolotea como una verdad incuestionable pues ha sido forjada durante miles de años por mujeres cuyos cuerpos han servido de botín para la guerra, para escribir con ellos cualquier victoria.

Permanecen humilladas, quietas, minimizadas por tantos siglos de servidumbre.

Lastimadas, además, por los alambres de la litera baja que se les incrustan en el cuerpo.

María reacciona e impulsa a Carmen a levantarse. De un codazo en el costado la empuja a revelarse ante el suplicio, a volverse en contra de aquel que pretende castigarlas, que quiere que paguen por su atrevimiento de viajar sin la protección de un hombre, por ser mujeres independientes.

Jadean ante el esfuerzo.

Templan sus cuerpos.

Se aprestan para la batalla.

Apenas se yerguen, una voz masculina, ruda y agreste, las obliga a mirar hacia el verdugo.

—¡Bah! Turistas —exclama, en un inglés rudimentario el empleado del ferrocarril, quien las mira con desprecio.

Junto a él, azorada, permanece la muchacha rubia de la cabina contigua, quien también viaja sola.

EXORCIZAR EL ENCIERRO

Diana y Efraín trabajaban en la misma empresa de diseño, uno en el área de Creatividad y la otra en la de Mercados. Se encontraban todos los días laborales en las mañanas, afuera de los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento subterráneo del edificio de siete pisos con paredes de cristal. El saludo entre ellos era breve, con la rígida frialdad de quienes participan en una empresa con más de cien empleados y no tienen la obligación de ser cordiales con todos, y se resisten a tratar con los inoportunos que les quitarán valiosos minutos de su agenda y que pueden ser, además, sus competidores por el mejor sitio para estacionarse.

A Diana ese hombre le resultaba desagradable por su prototipo del hípster, con su estilo distraído perfectamente cuidado, su barba ligeramente crecida y su bigote de puntas elevadas en los extremos, como si pretendiese con ello sustituir la sonrisa escasamente regalada al grueso de los empleados. Para Efraín ella representaba el estereotipo pasado de moda de la ejecutiva de tacón alto, cuyo desaliño se descubría en el desgaste sutil de las orillas de su portafolios de piel, casi nunca en armonía con el conjunto que vestía: falda estrecha con saco sastre y algún accesorio visible en el cuello de su blusa, discretamente abierta.

La situación cambió con la presencia del Covid-19, que arrasó con parte de la población mundial y de paso con las usuales formas de convivencia, incluyendo las del trabajo. Catástrofe que, entre cosas, derivó en la intensificación del home office y en el despido del cincuenta por ciento de los trabajadores de su empresa. Esto, en su caso, los obligó a permanecer encerrados en sus casas, a interactuar laboralmente por videoconferencias una vez por semana, y a estar disponibles a cualquier hora del día a través de mensajes por teléfono celular.

Este cambio agravó la incomodidad que sentían el uno por la otra y la otra por el uno, ya que además del rechazo ya existente éste cobró nuevas dimensiones al verse deformados por las cámaras de sus computadoras. Deformidad que se agudizaba conforme pasaban las horas de trabajo, se acercaban demasiado a la cámara, abotagando sus rostros, y relajaban la compostura rígida y formal a que los obligaba la empresa, con sus medidas sonrisas y su estudiada manera de afrontar las disidencias: él después de las primeras dos horas comenzaba a torcerse las puntas del bigote, hasta que su cara se asemejaba a un diablo rojo y bigotón, mientras que a ella podía vérsele rayando de manera insistente una hoja de papel en la que trazaba las líneas de su desesperación y los filos de los desacuerdos. Ambos terminaban la sesión semanal con un malestar acumulado difícil de manejar en la siguiente sesión con falsa cordialidad.

Otra situación muy distinta sucedió con su comunicación por WhatsApp, con la que daban seguimiento a los acuerdos tomados en su videoconferencia semanal. Las iniciaron por las mañanas hasta que, por inercia, las fueron acumulando hacia la noche; posiblemente por el ritmo del día en que el trabajo no tenía límites ni tiempos de descanso.

Sin que fueran conscientes de cómo transcurrían sus conversaciones por los teléfonos celulares, mediante breves pero frecuentes mensajes, poco a poco fueron agregando en ellos estampas de frases saludadoras, caritas sonrientes, manitas blancas, amarillas o morenas con explosivos aplausos, así como signos de “¡Está perfecto!” y “¡Bravo!”, hasta que llegaron a insertar ositos y gatos bailarines. Stickers que, mediante una conveniente colocación, fueron limando la rispidez y les permitieron expresar sus emociones de contento, admiración o aliento.

Tumbados cada cual en su cama, rodeados de su sagrada intimidad, enfundados en su holgada ropa de dormir, por horas se dedicaban a mandar y contestar mensajes cada vez más fluidos y amigables. Así pasaron los seis primeros meses de encierro, con ríspidas reuniones semanales y mucho mejores sesiones de trabajo por las noches. Entre el octavo y noveno mes la cordialidad cambió de tono sin que se dieran cuenta y sin que dejasen de escribir sobre estrictos temas de la agenda de su empresa.

Pronto, sin embargo, fue inevitable que cada uno sintiera que en esas largas y fragmentarias conversaciones nocturnas había algo pecaminoso; como si al emprenderlas de noche, a media luz y en pijama, ellos fuesen cómplices de algo profundamente íntimo y transgresor, ya que si bien siempre trataban asuntos de diseño y mercadeo y no existía nada que prohibiera trabajar de noche, tampoco parecían ser lógicas de acuerdo con el rígido protocolo laboral. Ese gusto por comunicarse desde el plácido sosiego de su refugio invariablemente desaparecía en sus reuniones por videoconferencia.


Diana comenzó a inquietarse cuando pasaban de las nueve y media de la noche y no llegaba el mensaje con el consabido “Hola. Aquí de nuevo”, e iniciaba el veloz intercambio de mensajes, siempre estrictamente laborales en forma y contenido, y tremendamente perturbadores en cuanto a la tensión que los iba entrelazando conforme avanzaba el intercambio de mensajes y textos. Ningún recuento de lo que se escribían podría demostrar que hubiese algún indicio de coqueteo o de insinuaciones amorosas y, sin embargo, de poderse medir la atracción con la luz del arcoíris hubiera podido constatarse cómo se pasaba del azul frío a un tono más violeta, y de éste a los colores cálidos amarillos y naranjas para estacionarse, titilante, en los rojos, emblema de la pasión, la abundancia y el peligro.

Ella, incluso con cierta picardía, comenzó a dejar pasar varios minutos antes de contestar y, con cierto placer picante, se imaginaba a su colega inquieto, viendo insistente su celular para corroborar las dos palomitas azules que indicaban que ella ya había visto su mensaje y que por fin le contestaría. Efraín, más concentrado en sí mismo y menos apto para descubrir sus emociones, tardó tiempo en darse cuenta de que algo especial había en esas llamadas nocturnas, que le generaban un frenesí peculiar para el cual siempre encontraba explicaciones perfectamente racionales: su emoción derivaba de la intensidad con que fluía su inteligencia, la sorpresa por la sagacidad que descubría en su compañera, o por la pasión con la que ambos realizaban su trabajo.

La incógnita radicaba en que tal arrebato no era clasificable como estrictamente profesional, y a veces se descubría con su ropa de cama misteriosamente erguida. Además de que era confuso que tal misterio de atracción sublime sucediera mientras ellos escribían estrategias de mercadotecnia, delineaban el boceto de lo que sería el siguiente cartel de publicidad, o discutían las mejores tácticas de venta.

El encierro continuaba y en ellos fue aumentando el ansia por escuchar la alerta del celular que anunciaba el inicio de su conversación, y con la misma fogosidad aumentó el lazo clandestino de la seducción que emergía con sus mensajes, como si no importara lo dicho fielmente, sino la sensualidad de los trazos redondos de la “a”, la exquisita largura vertical de la “l” y el rotundo y carismático punto de la “i”; además del voluptuoso trazo de la “w” y el no menos misterioso enlace corporal de la “x” y la “y”. Letras sagaces capaces de saltar sobre los significados convencionales para comunicar la creciente atracción del uno por la otra y de la otra por el uno, a través de un medio tecnológico en que no era visible el ridículo bigote de Efraín ni el desaliño del portafolios de Diana.

Luego de despedirse, bajo la cordialidad de dos compañeros de trabajo que no hacían algo distinto que trabajar mediante mensajes por WhatsApp, cada uno en la penumbra de su habitación, en el estado liminal anterior al dormir, le colocaba a los mensajes de texto, tremendamente erotizados, un emisor con el rostro síntesis de sus deseos, normalmente opacados por su obsesión por el trabajo, haciendo de la escritura un sendero oculto para transitar por intensas emociones, según la forma de las letras, las pausas entre un mensaje y otro, la brevedad o la extensión de cada texto y la figurita seleccionada para cerrar la noche. Y todo ello dentro de un recóndito lenguaje vigoroso aderezado por sus secretas fantasías; un poderoso estallido de pasiones lúdicas, frágil y ciego a la luz del día, al ser incapaz de sobrevivir a los rostros cansados y expuestos en sus videoconferencias semanales.


Un fin de semana en que Diana no contestó los mensajes, Efraín se dio cuenta de cuánto la extrañaba y admiraba por su manera inteligente de enfrentar los peores retos; así que, rabioso, se emborrachó para olvidarla, convencido de que el lunes por la mañana, cuando la viera, todas esas inoportunas sensaciones iban a desaparecer. Ella, por su parte, fustigada por el dolor provocado por una torpe caída que lastimó su muñeca derecha, en su incapacidad para escribir en el celular, descubrió las arañas misteriosas que le bullían al leer repetidamente los mensajes. Ya no era sólo una sonrisa, sino un placer sexualizado el que emergía efervescente y la fijaba al celular, vibrando al unísono con él.

El lunes, incapacitada, no asistió a la videoconferencia, y el martes, cuando al fin pudo escribir, fue ella la que por la noche envió el primer mensaje con un elocuente y secreto “Hola”, acompañado de una carita sonriente con un minúsculo corazón rojo en un costado. Y con ese peculiar mensaje Efraín al fin descubrió que no era ni por el trabajo ni por su vaso de whisky con lo que se ayudaba a dormir; que se conmocionaba cada vez que se mensajeaba con ella.

Al “Hola” y la carita sonriente con un brevísimo corazón a un costado, él respondió con el enunciado del trabajo que esa noche debían abordar, y lo que siguió fue su acostumbrado intercambio estrictamente laboral. Aunque al concluirlo cada quien se recluyó en su discreta intimidad para saborear el placer, obstinadamente sin rostro, que la presencia del otro provocaba, y disfrutarlo antes de su desvanecimiento con la luminosa racionalidad del día; como si la magia de la seducción letrada necesitara del misterio de la noche para suceder.

El intercambio de mensajes continuó y continuó creciendo en intensidad y lujuria clandestinas, que comprendía el irse a dormir con esa voluptuosa presencia del otro en el cuerpo, para juntos habitar templos y laberintos ancestrales repletos de lumínicos misterios y evocativos placeres que, desde la acumulación sensitiva del pasado, venían al presente a través de la tecnología; como si ellos, con sus cuerpos enlazados, fuesen seres mitológicos infractores del tiempo.

En ese refugio de ensueño acumulado, cada uno construyó para sí la imagen del otro, de la otra, que había añorado como la mejor utopía para su vida; y esos sueños, y sus imágenes transfiguradas, podían leerlos y disfrutarlos en las pequeñas letras tecleadas en el teléfono celular como portadoras de los mejores sentimientos del amor y la alegría. Diana se abandonó al enamoramiento clandestino, como si fuese el regalo por la perseverancia juiciosa de su encierro; mientras que Efraín, igualmente apasionado, se engolosinó con el amor virtual como premio por los tantos años que tenía de haberlo aderezado. Y todo eso nunca dicho, sino a través del lacónico lenguaje empresarial.

El encierro estricto por la pandemia duró doce meses, tiempo que ellos vivieron con pasión letrada su peculiar amorío.

Todo aquello desapareció al final del confinamiento, cuando el home office se acabó y ellos nuevamente se encontraron, en las mañanas, en los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento del edificio de siete pisos con paredes de cristal; y a ella le pareció ridículo el bigote de Efraín, mientras que a él le molestó el desaliño del portafolios de Diana.

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