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La de Bringas
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La de Bringas

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Год издания: 2019
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«Estamos en el ala de la Plaza de Oriente, es a saber, en el hemisferio opuesto al que habita nuestro amigo—dijo Pez con cierto énfasis geográfico de personaje de Julio Verne—. Propongámonos trasladarnos al ala de Poniente, para lo cual nos ofrecen seguro medio de orientación la cúpula de la Capilla y los techos de la escalera. Una vez posesionados del cuerpo de Occidente, hemos de ser tontos si no damos con la casa de Bringas. Yo no vuelvo más aquí sin un buen plano, brújula… y provisiones de boca».

Antes de partir para aquella segunda etapa de nuestro viaje, miramos por el ventanón el hermoso panorama de la Plaza de Oriente y la parte de Madrid que desde allí se descubre, con más de cincuenta cúpulas, espadañas y campanarios. El caballo de Felipe IV nos parecía un juguete, el Teatro Real una barraca, y el plano superior del cornisamento de Palacio un ancho puente sobre el precipicio, por donde podría correr con holgura quien no padeciera vértigos. Más abajo de donde estábamos tenían sus nidos las palomas, a quienes velamos precipitarse en el hondo abismo de la Plaza, en parejas o en grupos, y subir luego en velocísima curva a posarse en los capiteles y en las molduras. Sus arrullos parecen tan inherentes al edificio como las piedras que lo componen. En los infinitos huecos de aquella fabricada montaña habita la salvaje república de palomas, ocupándola con regio y no disputado señorío. Son los parásitos que viven entre las arrugas de la epidermis del coloso. Es fama que no les importan nada las revoluciones; ni en aquel libre aire, ni en aquella secular roca hay nada que turbe el augusto dominio de estas reinas indiscutidas e indiscutibles.

Andando. Pez había adquirido en los libritos de Verne nociones geográficas; se las echaba de práctico y a cada paso me decía: «Ahora vamos por el Mediodía… Forzosamente hemos de encontrar el paso de poniente a nuestra derecha… Podemos bajar sin miedo al piso segundo por esta escalera de caracol… Bien… ¿en dónde estamos? Ya no se ve la cúpula, ni un triste pararrayos. Estamos en los sombríos reinos del gas… Pues volvamos arriba por esta otra escalera que se nos viene a la mano… ¿Qué es esto? ¿Nos hallamos otra vez en el ala de Oriente? Sí, porque mirando al patio por esta ventana, la cúpula está a nuestra derecha… Crea usted que ese bosque de chimeneas me causa mareo. Paréceme que navego y que toda esta mole da tumbos como un barco. A este lado parece que está la fuente, porque van y vienen mujeres con cántaros… Ea, yo me rindo, yo pido práctico, yo no doy un paso más… Hemos andado más de media legua y no puedo con mi cuerpo… Un guía, un guía, y que me saquen pronto de aquí».

La Providencia deparonos nuestra salvación en la considerable persona de la viuda de García Grande, que se nos pareció de improviso saliendo de una de las más feas y más roñosas puertas que a nuestro lado veíamos.

V

Cuánto nos alegramos de aquel encuentro, no hay para qué decirlo. Ella, por el contrario, pareciome sorprendida desagradablemente, coma persona que no quiere ser vista en lugares impropios de su jerarquía. Sus primeras palabras, dichas a tropezones y entremezcladas con las fórmulas del saludo, confirmaron aquel mi modo de pensar.

«No les ruego que pasen, porque esta no es mi casa… Me he instalado aquí provisionalmente, mientras se arregla la habitación de abajo donde estaba la generala. Es esto un horror, una cosa atroz… Su Majestad se empeñó en que había de aposentarme en Palacio y no he podido negarme a ello… «Candidita, no puedo vivir lejos de ti… Candidita, vente conmigo… Candidita, dispón de todo lo que esté desocupado arriba…» Nada, nada, pues a Palacio. Meto mis muebles en siete carros de mudanza, y me encuentro con que el cuarto de la generala está lleno de albañiles… ¡Es un horror!… se cae un tabique… el estuco perdido… los baldosines teclean bajo los pies… En fin, que tengo que meter mis queridos trastos en este aposento, bastante grande, sí, pero incapaz para mí… Verían ustedes las dos tablas de Rafael tiradas por el suelo, revueltas con la vajilla; el gran lienzo de Tristán contra la pared; las porcelanas metidas en paja todavía; las mesas patas arriba; las lámparas y los biombos y otras muchas cosas en desorden, esperando sitio, todo hecho una atrocidad, un horror… Créanlo, estoy nerviosa. Acostumbrada a ver mis cosas arregladas me abruma la estrechez, la falta de espacio… Y esta vecindad de mozas de retrete, de porteros de banda, pinches y casilleres me enfada lo que ustedes no pueden figurarse. Su Majestad me perdone; pero bien me podía haber dejado en mi casa de la calle de la Cruzada, grandona, friota, eso sí; pero de una comodidad… No me faltaba sitio para nada y todos los tapices estaban colgados. Aquí no sé, no sé… Creo que en la habitación que voy a ocupar ha de faltarme también sitio para todo… ¡Qué hemos de hacer!… allá van leyes do quieren reyes».

Dijo esto en tono de jovial conformidad, cual persona que sacrificaba sus gustos y su bienestar al amistoso capricho de una Reina. Guiábanos por el corredor, y cuando salimos a la terraza para acortar camino, señaló con aire imponente a una fila de puertas diciendo:

«Esta parte es la que voy a ocupar. La de Porta se mudó al lado de allá para dejarme sitio… Derribo tabiques para unir dos habitaciones y ponerme en comunicación con la escalera de Cáceres, por la cual puedo bajar fácilmente a la galería principal y entrar en la Cámara… Mando poner tres chimeneas más y una serie de mamparas…».

D. Manuel, como hombre muy político, apoyaba estas razones; pero demasiado sabía con quién hablaba y el caso que debía hacer de aquellas cacareadas grandezas. Por mi parte, como la viuda de García Grande me era aún punto menos que desconocida, pues mi familiar trato con ella se verificó más tarde, en los tiempos de Máximo Manso, mi amigo, todo cuanto aquella señora dijo me lo tragué, y lo menos que me ocurría era que estaba hablando con el más próximo pariente de S. M. Aquel derribar de tabiques y aquel disponer obras y mudanzas, hicieron en mi candidez el efecto de un lenguaje regio hablado desde la penúltima grada de un trono. El respeto me impedía desplegar los labios.

Llegamos por fin a las habitaciones de Bringas. Comprendimos que habíamos pasado por ella sin conocerla, por estar borrado el número. Era una hermosa y amplia vivienda, de pocos pero tan grandes aposentos, que la capacidad suplía al número de ellos. Los muebles de nuestro amigo holgaban en la vasta sala de abovedado techo; pero el retrato de D. Juan de Pipaón, suspendido frente a la puerta de entrada, decía con sus sagaces ojos a todo visitante: «Aquí sí que estamos bien». Por las ventanas que caían al Campo del Moro entraban torrentes de luz y alegría. No tenía despacho la casa; pero Bringas se había arreglado uno muy bonito en el hueco de la ventana del gabinete principal, separándolo de la pieza con un cortinón de fieltro. Allí cabían muy bien su mesa de trabajo, dos o tres sillas, y en la pared los estantillos de las herramientas con otros mil cachivaches de sus variadas industrias. En la ventana del gabinete de la izquierda se había instalado Paquito con todo el fárrago de su biblioteca, papelotes y el copioso archivo de sus apuntes de clase, que iba en camino de abultar tanto como el de Simancas. Estos dos gabinetes eran anchos y de bóveda, y en la pared del fondo tenían, como la sala, sendas alcobas de capacidad catedralesca, sin estuco, blanqueadas, cubiertos los pisos de estera de cordoncillo. Las tres alcobas recibían luz de la puerta y de claraboyas con reja de alambre que se abrían al gran corredor-calle de la ciudad palatina. Por algunos de estos tragaluces entraba en pleno día resplandor de gas. En la alcoba del gabinete de la derecha se instaló el lecho matrimonial; la de la sala, que era mayor y más clara, servía a Rosalía de guardarropa, y de cuarto de labor; la del gabinete de la izquierda se convirtió en comedor por su proximidad a la cocina. En dos piezas interiores dormían los hijos.

Ignoro si partió de la fértil fantasía de Bringas o de la pedantesca asimilación de Paquito la idea de poner a los aposentos de la humilde morada nombres de famosas estancias del piso principal. Al mes de habitar allí, todos los Bringas chicos y grandes llamaban a la sala Salón de Embajadores, por ser destinada a visitas de cumplido y ceremonia. Al gabinete de la derecha, donde estaba el despacho de Thiers y la alcoba conyugal, se le llamaba Gasparini, sin duda por ser lo más bonito de la casa. El otro gabinete fue bautizado con el nombre de la Saleta. El comedor-alcoba fue Salón de columnas; la alcoba-guardarropa recibió por mote el Camón, de una estancia de Palacio que sirve de sala de guardias, y a la pieza interior donde se planchaba, se la llamó la Furriela.

Para ir a su oficina, D. Francisco no tenía que salir a la calle. O bien bajaba la escalera de Cáceres, atravesando luego el patio, o bien, si el tiempo estaba lluvioso, recorría la ciudad alta hasta la escalera de Damas, dirigiéndose por las arcadas al Real Patrimonio. Como salía poco a la calle, hasta el paraguas había dejado de serle necesario en aquella feliz vivienda, complemento de todos sus gustos y deseos.

En la vecindad había familias a quienes Rosalía, con todo su orgullete, no tenía más remedio que conceptuar superiores. Otras estaban muy por bajo de su grandeza pipaónica; pero con todas se trataba y a todas devolvió la ceremoniosa visita inaugural de su residencia en la población superpalatina. Doña Cándida…

VI

Pero antes de seguir, quiero quitar de esta relación el estorbo de mi personalidad, lo que lograré explicando en breves palabras el objeto de mi visita al Sr. de Bringas. Había yo rematado un lote de leñas y otro de hierbas en Riofrío; y como ocurrieran informalidades graves en la adjudicación, tuve ciertos dimes y diretes con un administradorcillo de la Casa Real, de donde me vino el peligro de un pleito. Ya empezaba a sentir las pesadas caricias del procurador, cuando resolví matar la cuestión en su origen. D. Manuel Pez, el arreglador de todas las cosas, el recomendador sempiterno, el hombre de los volantitos y de las notitas, brindose a sacarme del paso. Yo le debía algunos favores; pero los que él me debía a mí eran de mayor importancia y cuantía. Quiso, pues, nivelar mi agradecimiento con el suyo, llevándome en persona a ver al oficial primero del Patrimonio para que fuera así la recomendación más expresiva y eficaz. Todo salió según el deseo de entrambos. Tan servicial y diligente se mostró el buen D. Francisco, que a los dos días de haberle visto, mi asunto estaba zanjado. Dos capones de Bayona y una docena de botellas de vino de mi propia cosecha le regalé el 4 de Octubre, día de su santo, y aún no me pareció esta fineza proporcionada al servicio que me había hecho.

Prosigo ahora con Doña Cándida. ¡Oh, qué mujer!, ¡qué jarabe de pico el suyo! Era frecuente oírle esta frase: «Me voy, me voy, que ha de venir a verme mi administrador, y no quiero hacerle esperar. Es hombre ocupadísimo». O bien esta: «Anda algo atrasada ahora la cobranza de los alquileres de mis casas». Máximo Manso, cuando se pone a contar cosas de ella, empieza y no concluye. En 1868 esta señora conservaba aún mucha parte de su ser antiguo y de las grandezas de su reinado social durante los cinco años de O'Donnell. Por aquel tiempo se comía precipitadamente los restos del caudal que allegó su marido, y no había día en que no saliese de la casa una joya, un cuadrito, un mueble con la misión de traer dineros para atender a las necesidades domésticas. De los conflictos con su casero, a quien debía medio año de alquileres, me ocuparía si tuviese espacio para ello. La Reina la salvó de estos apurillos, pagándole los atrasos de casa y ofreciéndole una habitación en los altos de Palacio, que la infeliz no vaciló en aceptar… «Me he metido en ese cuchitril por complacer a Su Majestad y estar cerca de ella, mientras me arreglan las piezas de la terraza… ¡Ay, qué posma de arquitecto!… Le voy a calentar las orejas…». Así se expresaba constantemente, y transcurrieron muchos meses sin que la ilustre viuda abandonara su choza provisional. Cuando la encontramos Pez y yo, y tuvimos el honor de que nos guiara a la morada de Bringas, ya llevaban más de un año de abandono y podredumbre las famosas tablas de Rafael, el cuadro de Tristán y las otras mil preciosidades que por milagro de Dios no estaban en los museos.

Era Cándida una de las más constantes visitas de los Bringas. Rosalía sentía hacia ella respetuoso afecto y la oía siempre con sumisión, conceptuándola como gran autoridad en materias sociales y en toda suerte de elegancias. A los ojos de la señora de Thiers, el brillantísimo pasado de Cándida había dejado, al borrarse del tiempo, resplandores de prestigio y nobleza en torno al busto romano y al tieso empaque de la ilustre viuda. Esta aureola fascinaba a Rosalía, quien, extremando su respeto a las majestades caídas, aparentaba, tomar en serio aquello de mi administrador, mis casas… Se expresaba Cándida en todas las ocasiones con un desparpajo y una seguridad y un boca abajo todo el mundo que no daban lugar a réplica. Vivía en el ala de Oriente, el barrio más humilde de lo que hemos convenido en llamar ciudad; pero ningún otro vecino de esta hacía más visitas ni estaba más tiempo fuera de su domicilio. Todo el santo día lo pasaba de casa en casa, llamando a distintas puertas, visitando, charlando, recorriendo todas las partes del coloso desde las cocinas a los palomares; y por las noches, sin haber salido a la calle, llegaba a su choza provisional tan rendida como si hubiera corrido medio Madrid. No tenía más familia que una sobrinita llamada Irene, de unos nueve o diez años, huérfana de un hermano de García Grande que había sido caballerizo de S. M. Esta era la inseparable amiguita de la niña de Bringas, y por las tardes se las veía, muñeca en mano y merienda en boca, jugando en la terraza o en las partes más claras de aquellas luengas calles cubiertas.

La persona de más viso de cuantas allí vivían, y que en concepto de Rosalía ocupaba el lugar inmediatamente inferior al de la familia real, era la vivida del general Minio, camarera mayor de Su Majestad, persona distinguidísima y sin tacha por cualquier lado que se la mirase. En la ciudad llamábanla todos por el cariñoso y popular nombre de doña Tula; pero Rosalía jamás le apeaba el título, y todo era: «condesa esto, condesa lo otro y lo de más allá». Esta bondadosa y noble señora era hermana de la condesa de Tellería y de Alejandro Sánchez Botín, que ha sido diputado tantas veces y ha figurado ya en media docena de partidos. Los Sánchez Botín son de buena familia, creo que de un alcurniado solar del Bierzo, y tienen parentesco, aunque remoto, con la familia de Aransis. En un mismo día se casaron las dos hermanas, Milagros con el marqués de Tellería, y Gertrudis, que era la mayor, con el coronel Minio, que rápidamente ascendió a general, ganando batallas cortesanas en las antecámaras palatinas. No había día de cumpleaños de Reyes o Príncipes en que él no pescara una cruz o grado. Cuando ya no le podían dar nada superior, en orden de milicia, a los dos entorchados, me le agraciaron con el título de conde de Santa Bárbara (de una finca que tenía en Navarra), nombre que por tener cierto olorcillo de pólvora, cuadraba bien a su oficio, aunque se decía de él que nunca había olido más que la que gastamos en salvas. La fama de valiente que gozaba debió fundarse en que era muy bruto. En el desorden de nuestras ideas fácilmente convertimos en héroes a los que apenas saben escribir su nombre. Lo cierto es que D. Pedro Minio, marqués de Santa Bárbara, era persona imponente en una parada, o pasando revista de inspección en los cuarteles, o dando militares gritos en las varias Direcciones que desempeñó. Salvo algunas escaramuzas sin importancia en que tomó parte durante la primera guerra, civil, la historia militar de nuestro país no le dijo nunca «esta boca es mía». Pero pasará a la posteridad por los célebres dichos de la espada de Demóstenes, la tela de Pentecostés y el alma de Garibaldi, por aquello de ir a la Habana haciendo escala en Filipinas, con otras cosillas que, coleccionadas por sus subalternos, forman un delicioso centón de disparates. La Reina los sabía de corrido y los contaba con mucha sal. Pero no revolvamos las cenizas de esta nulidad, de quien la condesa decía, en el más escondido pliegue de la confianza, que era una bestia condecorada, y ocupémonos de su viuda.

VII

Era en todo tan distinta de la marquesa de Tellería que no parecían hijas de la misma madre. Tampoco tenía semejanza, ni en la condición ni en la figura, con su célebre hermano Alejandro Sánchez Botín, hombre de grandes arbitrios. Las raras prendas de que estaba adornada parece que tenían su complemento en otra forma de la distinción humana, la desgracia, privilegio de los seres que se avecinan a lo perfecto. Los dos hijos que heredaron el nombre, la rudeza y los solecismos del general eran dos buenas alhajas. Lo que pasó aquella madre mártir para hacerles seguir la carrera de Caballería no es para contado. Fueron cinco o seis años de cruel lucha con la barbarie y desaplicación de los muchachos, de un pugilato fatigoso con los profesores; y gracias al nombre que llevaban y a las cartitas que escribía en cada curso la Reina, salieron adelante. Ya eran oficiales y estaban colocados, cuando una nueva serie de disgustos amargaba la existencia de doña Tula. No pasaba mes sin que uno de sus pimpollos hiciera alguna barbaridad. Cuestiones, desafíos, borracheras, sumarias, timbas, trampas, eran la historia de todos los días, y la mamá tenía que poner remedio a ello con las recomendaciones y con los desembolsos. Llegó a sentirse tan fatigada, que cuando el mayor, que también se llamaba Pedro Minio, le manifestó el deseo de irse a Cuba, no tuvo fuerzas para contrariarle. El otro se quería casar con una mujer de malos antecedentes. Nueva batalla de la madre, que empleó, para evitarlo, cuantos recursos le permitían su conocimiento del mundo y su alta posición. Esta señora dijo una frase que se quedó grabada en la mente de cuantos la oímos, grito absurdo y dolorido del egoísmo contra la maternidad, y que si no fuera una paradoja, sería blasfemia contra la Naturaleza y la especie humana. Hablaban de hijos y de las madres que deseaban tenerlos, así como de las que los tenían en excesivo número. «¡Ah, los hijos!—dijo doña Tula con tristísimo acento—. Son una enfermedad de nueve meses y una convalecencia de toda la vida».

Si los hijos de aquella señora eran idiotas, raquíticos y feos como demonios, en cambio su hermana Milagros había dado al mundo cuatro ángeles marcados desde su edad tierna con el sello de la hermosura, la gracia y la discreción. Aquel Leopoldito tan travieso y mono; aquel Gustavito tan precoz, tan sabidillo y sentado; aquel Luisito tan místico, que parecía un aprendiz de santo, y principalmente aquella María, de ojos verdes y perfil helénico, Venus extraída de las ruinas de Grecia, soberana escultura viva, ¿a qué madre no envanecerían? Doña Tula adoraba a sus sobrinos. Eran para ella hijos que no le habían causado ningún dolor; hijos de otra para las molestias y suyos para las gracias. A María, que por entonces cumpliera quince años, la adoraba con pasión de abuela, o sea dos veces madre, y la tenía un tanto consentida y mimosa. Iba la hermosa niña los domingos y jueves a pasar con doña Tula todo el día; también solía ir los martes y los viernes, y a veces los lunes y sábados. Los días de fiesta reuníanse allí varias amiguitas de la generala, entre ellas las niñas de D. Buenaventura de Lantigua, y una prima de estas, hija del célebre jurisconsulto D. Juan de Lantigua, la cual, si no estoy equivocado, se llamaba Gloria.

¡María Santísima!, ¡lo que parecía aquella terraza! Había ninfas de traje alto que muy pronto iba a descender hasta el suelo, y otras de vestido bajo que dos semanas antes había sido alto. Las que acababan de recibir la investidura de mujeres se paseaban en grupos, cogidas del brazo, haciendo ensayos de formalidad y de conversación sosegada y discreta. Las más pequeñas corrían, enseñando hasta media pierna, y no es aventurado decir que Isabelita Bringas y la sobrina de doña Cándida eran las que más alborotaban. Cuando por aquellas galerías conseguía deslizarse con furtivo atrevimiento algún novio agridulce, algún pollanco pretendiente, de bastoncito, corbata de color, hongo claro, y tal vez pitillo en boquilla de ámbar… ¡ay Dios mío!, ¿quién podría contar las risas, los escondites, las sosadas, el juego inocente, la tontería deliciosa de aquellas frescas almas que acababan de abrir sus corolas al sol de la vida? Las breves cláusulas que ligeras se cruzaban eran, por un lado, lo más insulso del perfeccionado lenguaje social, y por otro el ingenuo balbucir de las sociedades primitivas. En todos estos casos se repite incesantemente el principio del mundo, esto es, los pruritos de la Creación, el querer ser.

La juguetona bandada de mujeres a medio formar invadía el domicilio de Bringas. Rosalía, gozosa de tratarse con doña Tula, con los Tellerías, con los Lantiguas, recibíalas con los brazos abiertos, y las obsequiaba con dulces, que se hacía traer previamente de la repostería de Palacio. «Jueguen, enreden, griten y alboroten, que a mí no me incomodan»—les decía Bringas festivamente desde el hueco de la ventana, donde estaba sumergido en el piélago inmenso de sus pelos. Y ellas no se hacían de rogar; abrían el piano; una de ellas aporreaba una polka o wals, y las otras, abrazándose en parejas, bailaban, volteaban alegres, riendo, chillando y besándose.

«Bailen, corran; la casa es de ustedes, niñas queridas»—decía Thiers sin apartar la vista de los átomos que pegaba sobre el vidrio; y ellas lo tomaban tan al pie de la letra que corrían danzando de Gasparini a la Saleta y a saltos se metían en el Camón y en Columnas. Pues digo… cuando les daba por revolverle a Isabelita sus muñecas, era lo de empezar y no concluir. Precisamente las más talludas eran las que con más furor se entretenían en este graciosísimo simulacro de la vida doméstica, vistiendo y desnudando mujercitas de porcelana y estopa, arropando bebés con ojos de vidrio y moviendo los trastos de una cocina de hojalata o de un gabinete de cartón. Lo que embargaba el ánimo de todas, llegando hasta producir rivalidades, era una muñeca enorme que D. Agustín Caballero le había mandado a Isabelita desde Burdeos, la cual era una buena pieza; movía los ojos, decía papá y mamá y tenía articulaciones para ser colocada en todas las posturas. De aquello a una criatura no había más que un paso, padecer. Vistiéronla aquella tarde de chula, y cuando un cierto rumorcillo petulante indicaba la proximidad de los polluelos en el pasillo; cuando se oían sus risotadas a estilo de calaveras y sonaban muy cerca sus voces, que el mes anterior habían adquirido la ronquera de la virilidad, las niñas asomaban la muñeca a la alta reja del Camón, y aquí eran las boberías de ellos y la inocente diversión de ellas.

Por más que D. Francisco protestase del gusto que tenía en ver su casa llena de serafines, alguna vez le molestaban. Cuando se les ocurría admirar la obra peluda y se enracimaban en torno a la mesa, el gran artista, sin poder respirar dentro de aquella corona de preciosas cabezas, les decía riendo: «Niñas, por amor de Dios, echaos un poco atrás. Para ver no necesitan ahogarme… ni verterme la laca. Cuidado, Gloria, que te me llevas esos pelos pegados en la manga. Son el tronco del sauce. Cuidado, María, que con tu aliento se echan al aire estas canas… Atrás, atrás; hacerme el favor…».

VIII

Y ellas: «¡qué boniiito, qué precioooso…! ¡Alabaaado Dios… qué dedos de ángel! D. Francisco, se va usted a quedar ciego…».

Lo que cuento ocurría en la Primavera del 68, y el Jueves Santo de aquel año fue uno de los días en que más alborotaron. Don Francisco, santificador de las fiestas, asistió de gran etiqueta, con su cruz y todo, a la solemnidad religiosa en la capilla. Rosalía también se personó en la regia morada, juzgando que era indispensable su presencia para que las ceremonias tuviesen todo el brillo y pompa convenientes. Cándida no bajó, aparentemente «porque estaba cansada de ceremoniales», en realidad porque no tenía vestido. Las chicas de Lantigua y la Sudre invadieron desde muy temprano la habitación de doña Tula, que por razón de su cargo bajó muy emperejilada, dejando el gracioso rebaño a cargo de una señora que la acompañaba. ¡Cuánto de divirtieron aquel día, y cuánto hicieron rabiar a los pollos Leoncito, Federiquito Cimarra, el de Horro y otros no menos guapos y bien aprovechados! Les invitaron a subir con engaño a un palomar alto diciéndoles que desde allí se veía el interior de la capilla, y luego me les encerraron hasta media tarde.

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