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Juvenilla; Prosa ligera
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Juvenilla; Prosa ligera

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Язык: es
Год издания: 2017
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He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.

XXI

Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. ¡Vas-y-voir!

El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama; el caldo, sin elevarse a las alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio; pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina, y sobre todo… no íbamos a clase!

La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa, luego segundo portero, y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. "Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais: la obtuvo un bailarín".

Era italiano y su aspecto hacía imposible un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a veinte unidades más. Fué siempre para nosotros una grave cuestión decir si era gordo o flaco.

Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz Peña largas horas reuniendo elementos, para basar una opinión racional al respecto, con motivo de la configuración física del general Buendía. – Sáenz Peña se inclinaba a creer que era muy gordo y yo hubiera sostenido sobre la hoguera que aquel hombre era flaco, extremadamente flaco. – Le veíamos todos los días, le analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia. – Sáenz Peña me miraba triunfante! – Pero al día siguiente, con motivo de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con tan poco peso encima, le había permitido preceder las primeras filas. – A mi vez, miraba a Sáenz Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente. No sabíamos a quién acudir, ni qué procedimiento emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirle? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su sastre? No le tenía en Arica. – Aquello se convertía en una pesadilla constante; ambos veíamos en sueños al general. – Roque, que era sonámbulo, se levantaba a veces pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar Buendía. – Yo veía floretes pasearse por el cuarto, en las horas calladas de la noche y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía. – No encontrábamos compromiso plausible, ni modus vivendi aceptable. Reconocer que aquel hombre era regular, habría sido una cobardía moral, una débil manera de cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis pretensiones de hombre observador me hacía sufrir en extremo. – ¿Cómo podría escudriñar moralmente un individuo, si no era capaz de clasificarle como volumen positivo? – Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos o la reminiscencia inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar de perfil a Buendía y, ahogando un grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz Peña, a quien encontré tendido en una cama, silencioso y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema. – Medio sofocado, grité desde la puerta: "¡Roque!.. ¡Encontré! – ¿Qué? – Buendía… – ¡Acaba! – ¡Es flaco y barrigón!"

No añadiré una palabra más; si alguno de los que estas líneas lean ha observado un hombre de esas condiciones, habrá sin duda sentido las mismas vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no ha encontrado la clave del secreto, que le abandono generosamente.

XXII

Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima condición. Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del Paraguay, de que habla Azara; veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un sér de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencias y frutos nos traía a la memoria un ombú frondoso. – El cuerpo, como he dicho, era enjuto; pero un vientre enorme despertaba compasión hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsión materna que le había dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero de baqueta entero. Un día nos confió, en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los precios corrientes.

Debía haber servido en la legión italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la época en que fué portero, cuando le tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación especial:

Levántasi, muchachi,que la cuatro sune lo federalisun vení o Cordun.

Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres, que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de la calle. – Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre entre dientes: "Levántasi, muchachi", etc. Cuando le retaban o el doctor Quinche, médico del Colegio, le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del Dr. Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo.

Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un specimen más completo que nuestro enfermero. – Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien había tomado un miedo feroz y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de confidencia. – Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en silencio y se daba por enterado. – Un día había caído en el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la rodilla. – El Dr. Quinche recetó un jarabe que debía tomarse a cucharadas y un agua para frotar la rodilla. – Una hora después de su partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la mano. Fué su última hazaña; el Dr. Quinche declaró al día siguiente que uno de los dos, el enfermero o él, estaba de más en el mundo o por lo menos en la enfermería, y como el hilo se curta por lo más delgado, según tuvo la bondad de comunicármelo confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino, aunque consolado un tanto de que sus funciones se limitaran siempre a suministrar drogas; fué sirviente de comedor.

Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto una catástrofe mayor nos hizo olvidar aquélla. El Vicerrector, alarmado de la manera cómo se propagaba la epidemia vaga de que he hablado, celebró una consulta médica con el doctor, y ambos de acuerdo, establecieron como sistema curativo la dieta absoluta, acompañada de una vigilancia extrema para evitar el contrabando. A las veinticuatro horas nos sentimos sumamente aliviados y el germen de nuestro mal fué tan radicalmente extirpado, que no volvimos a visitar la enfermería en mucho tiempo.

XXIII

Fué un día bullicioso aquel en que se nos anunció que en breve empezaría a funcionar la clase de literatura regida por el señor Gigena. Teníamos hambre de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían preparado el espíritu para esa tarea y nos parecía imposible que al año de curso no nos encontráramos en estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas todas de descomunal efecto. Ya para aquel entonces había yo comenzado a borronear papel y a más de dos cretinismos juveniles que mis parientes de la "Tribuna" publicaron con sendas laudatorias, tenía casi concluída una novela que pasaba en una estancia durante las vacaciones, y cuyo héroe principal era un gaucho cantor. Creo que algo de eso se publicó después, bajo un pseudónimo, como si temiera comprometer mi gravedad en tales ligerezas.

Mi compañero de trabajos literarios era Adolfo Lamarque, que me llevaba dos ventajas insuperables: hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados juntos en clase, nos dirigíamos frecuentemente cartas, las mías siempre en prosa, pero las suyas generalmente rimadas – Lamarque versificaba con suma facilidad. – Recuerdo que una vez que debíamos hacer una composición en clase sobre "El sueño de Aníbal", Lamarque, el único, presentó la suya en verso. Para mí fué una obra maestra y aún tengo en la memoria los primeros versos. Empezaba así:

Despierta, Aníbal, del letargo horrendoque aquí te tiene encadenado y vuelaa vengar de Duilio…

Lamarque me enloquecía, pintándome en verso, prosa y narraciones orales, los primores maravillosos del "Orphée aux Enfers", que se daba entonces por primera vez en el Teatro Argentino. La descripción del traje de la "Opinión Publique" tomaba siete octavas partes de la narración, destinadas a pintar precisamente lo que no cubría. Diana, Venus, la opulenta Juno, completaban el cuadro. No tenía la menor noción de esas grandezas; un deseo inmoderado de gozar yo también de ese espectáculo soberano me impedía estudiar, apartar un instante mi pensamiento de ese Olimpo adorable. Así, un día que Gigena nos dió por tema de disertación escrita este cuadro de Suetonio: "Nerón, desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas, la lira en la mano y ceñida la frente de guirnaldas, contempla el incendio de Roma", no sé qué pasó por mí. Me olvidé que el objeto primordial, retórico, obligado, era vilipendiar a Nerón, ponerle por el suelo en nombre de la moral más elemental y concluir por una peroración vigorosa, en la que se ofreciera ese ejemplo abominable a los reyes todos de la tierra. "Amor sonó la lira", como habría dicho don J. C. Varela, y debuté por la pintura de un incendio durante la noche. En vez de hablar de las madres, niños y ancianos víctimas del fuego, en vez de mencionar gravemente los capitales perdidos y las obras de arte destruídas, no veía sino las llamas colosales jugueteando en la atmósfera, el humo denso y abrillantado por el resplandor, el rugido de las hogueras, la muchedumbre humana en convulsión. Y allá en la altura, Nerón, bello como un dios pagano, desnudo como un efebo, cantando versos sonoros y vibrantes, mientras mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza con sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos y humedecían su sien con la guirnalda siempre fresca!.. Insensiblemente pasé por los límites verdosos de la alusión discreta, llegué a las licencias de Petronius, alcancé a Lucius, y al final, ciertas páginas de Gautier habrían sido cartas de Chesterfield al lado de mi composición. Gigena se alarmó y me hizo suspender la lectura a la mitad a pesar de las protestas de los compañeros, que, viendo aquel "boccato", querían gozarlo íntegro.

Por lo demás, forzoso me es declarar que aquella clase de literatura tuvo efectos funestos sobre nosotros. Fundamos diarios manuscritos, cuya "impresión" nos tomaba noches enteras, en los que yo escribía artículos literarios donde hablaba del "festín de las brisas y los céfiros en el palacio de las selvas", y en los que Lamarque, F. Cuñado, D. del Campo y otros publicaban versos. Esos diarios hicieron allí el mismo efecto que en los pueblos de campaña; turbaron la armonía y la paz, agitaron y agriaron los ánimos y más de un ojo debió el obscuro ribete con que apareció adornado a las polémicas vehementes sostenidas por la "prensa". Por mi parte, tuve un duelo feroz. Ignoro hoy si mi adversario sufrió; pero sí recuerdo que, aunque el honor quedó en salvo, salí de la arena mal acontecido, sin ver claro, con una variante en la forma nasal y un dedo de la mano derecha fuera de su posición normal.

Un joven romano habría jurado no ocuparse más de prensa en su vida; pero las preocupaciones se van y los instintos quedan. ¡Oh! ¡qué himnos cantara hoy al periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera costado!..

XXIV

Pasábamos las vacaciones en nuestra casa de campo, como considerábamos legítimamente el punto que hasta hace poco tiempo fué conocido con el nombre de "Chacarita de los Colegiales", y que más tarde, al perder el último término de su denominación, debía adquirir tanta fama por los acontecimientos de Junio de 1880.

Pocos puntos hay más agradables en los alrededores de Buenos Aires. Situado sobre una altura, a igual distancia de Flores, Belgrano y la capital, el viejo edificio de la Chacarita, monacal en su aspecto, pero grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje delicioso, al que las caprichosas ondulaciones del terreno dan un carácter no común en las campiñas próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como feudo señorial no sólo los terrenos que aún hoy pertenecen a la Chacarita, sino los que en 1871 fueron destinados al cementerio tan rápidamente poblado. Así, nuestros límites eran extensos y no nos faltaba, por cierto, espacio para llenar de aire puro los pulmones, organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la inmensidad de nuestros dominios, teníamos pleitos con todos los vecinos, sin contar el famoso proceso con la Municipalidad de Belgrano, especie de "Jarndyce versus Jarndyce"6, del que habíamos oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, proceso cuyos antecedentes ignorábamos en absoluto, lo que no nos impedía declarar con toda tranquilidad que el municipio de Belgrano era representado por una compañía de ladrones, neta y claramente clasificados. Este viejo pleito tenía para nosotros, sin embargo, algunas ventajas.

Cuando cruzábamos frente al juzgado de paz de Belgrano, a galope tendido, algunos honorables miembros de la partida de policía, viendo la traza arcaica de nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos, por cuanto su profesión habitual era arrastrar carradas de leña o sacar agua), abandonaban el noble juego de la taba7 en que estaban absorbidos, y cabalgando a su vez, emprendían animosos nuestra persecución. Generalmente íbamos dos en cada caballo, lo que, como se supone, no aumentaba sus condiciones de velocidad. Pero compensábamos este inconveniente por una metódica y razonada división del trabajo, "avant-góut" de nuestros estudios económicos del futuro. La dirección del cuadrúpedo estaba entera y absolutamente confiada al que iba delante, tarea grave y trascendental, no sólo por las veleidades fantásticas de la bestia y por la necesidad de cortar campo, sino por la preocupación incesante del jinete para evitar la probable operación de la talla, practicada inconscientemente por la cruz pelada y puntiaguda, a favor del convulsivo movimiento de un manquera tradicional. El ciudadano colegial que ocupaba el anca desempeñaba las funciones de foguista; él debía suministrar, con medios a su arbitrio, los elementos necesarios para producir el movimiento. Por lo demás, se procedía siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la estadística experimental; se sabía que el uso del rebenque firme, apoyado por el talón incansable, producía el trote; si el compañero de delante podía distraerse hasta el punto de menear talón a su vez, se obtenía un simulacro de galopito expirante, y por fin el "máximum", esto es, un galope normal, de tres cuadras exactas de duración, se alcanzaba por la hábil combinación del rebenque, cuatro talones y una pequeña picana, dirigida con frecuencia hacia aquellos puntos que el animal, en su inocencia, había dado muestras de considerar como los más sensibles de su individuo.

Se me dirá, tal vez, que con semejantes elementos era una verdadera insensatez arrostrar las iras policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando se sepa que los medios de locomoción de nuestros adversarios, eran de una fuerza análoga a aquellos de que disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido confuso de latas y denuestos tras de nosotros; silenciosos, como convenía a hombres que tenían en juego, a más de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones, aspirábamos a llegar a los terrenos ya casi neutrales del otro lado del Circo; en general, según cálculo hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes de llegar allí. Pero sabíamos también que el honorable miembro de la partida a quien tal fracaso sucedía, no conseguía poner en pie su cabalgadura, sino después de media hora de exhortaciones expresivas. Llegados a campo abierto, entre zanjas, arroyos y alambrados, habíamos vencido; porque, echando pie a tierra, abandonábamos la bestia que partía con increíble velocidad hacia la Chacarita, mientras nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por medio de cascotes, rechazábamos con pérdida las cargas efímeras de la caballería enemiga. Cuando una hora más tarde el sargento de la partida osaba llegar a nuestro castillo y presentar sus quejas a las autoridades del Colegio, ya éstas habían sido informadas por nosotros de los desafueros que, a causa del proceso pendiente, se habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano. El sargento salía corrido y las hostilidades tomaban un carácter feroz.

XXV

Buena, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo! Nos levantábamos al alba; la mañana inundada de sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los árboles, frescos y contentos, el espacio abierto a todos rumbos, nos hacían recordar con horror las negras madrugadas del Colegio, el frío mortal de los claustros sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio. En la Chacarita estudiábamos poco, como era natural; podíamos leer novelas libremente, dormir la siesta, salir en busca de "camuatís" y, sobre todo, organizar con una estrategia científica, las expediciones contra los "vascos".

Los "vascos" eran nuestros vecinos hacia el Norte, precisamente en la dirección en que los dominios colegiales eran más limitados. Separaba las jurisdicciones respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua y de bordes cubiertos de una espesa planta baja y bravía. Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de media cuadra de ancho, pintorescamente manchado por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá, el jardín de las Hespérides, los campos Elíseos, el Edén, la tierra prometida! Allí, en pasmosa abundancia, crecían las sandías, robustas, enormes, cuyo solo aspecto apartaba la idea de la "caladura" previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como el lacre, el "cucúrbita citrullus" famoso, cuya reputación ha persistido en el tiempo y el espacio; allí doraba el sol esos melones de origen exótico, redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas, los melones exquisitos, de suave pasta perfumada y de exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio! No tenían rivales en la comarca y es de esperar que nuestra autoridad sea reconocida en esa materia. Las excursiones a otras chacras nos habían siempre producido desengaños; la nostalgia de la fruta de los vascos nos perseguía a todo momento y jamás vibró en oído humano, en sentido menos figurado, el famoso verso de Garcilaso de la Vega.

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1

Es por eso que siento un horror piadoso por los chicos precoces a quienes tengo simpatía o cariño. Se me figura – y aquí hago mío un pensamiento de José María Ramos Mejía – que los retardados poseen como una capa preservadora que mantiene en una especie de fanal, sus almas delicadas.

2

A esto hay que agregar algunos artículos sueltos aparecidos en diversas revistas. Véase "La Biblioteca" y la "Revista de Buenos Aires", entre otras. "A la distancia", que algunos diccionarios y publicaciones consideran como otro volumen, es un folleto en el que se han reunido dos artículos que se encuentran en "Charlas literarias": Carlos Encina – recuerdos íntimos – y "Tedium Vitae".

3

Estas líneas fueron escritas en 1882: se trata pues, de pesos fuertes.

4

Poco tiempo después de escritas estas líneas, Matías Behety encontró el reposo eterno.

5

Nació en 1813, murió en 1865.

6

Dickens, "Bleak-House".

7

Cuya antigüedad es bien respetable, pues hemos visto, con Emilio Mitre, en el "British Museum", dos figurinas de Tanagra ejercitándose en él.

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